miércoles, 27 de diciembre de 2017

Elogio de la tristeza (navideña)




Corremos, no dejamos de correr, despavoridos. Mientras tanto, un niño, una cría, allá adentro, corre en paralelo por el pasillo de nuestra propia sombra. 

¿De qué huimos? Si ya nos pasamos la vida cotidiana corriendo (huyendo) de un sitio a otro, por estas fechas hierven las calles de nuestra civilización como la víspera de una catástrofe. Se supone que se avecina una fiesta, pero si detiene usted la mirada, por un momento, si hace oído por entre el fragor imposible de esas calles del demonio; si se queda quieto entre la gente y le quita el sonido a la farsa, y congela la imagen, verá quizás un macabro cuadro de Goya (en Madrid, por ejemplo) en que la Romería de San Isidro es una suerte de romería de la calle Preciados: los mismos rostros contemplando el horror, pero en este caso maquillados por la sonrisa de arlequín de las lucecitas, sepultados bajo bolsas de la compra como piedras de Sísifo; los ojos hurtando la mirada a todo lo que no sea la orgía del ruido propio. 

Por debajo, sin embargo, la tristeza clandestina de los vampiros:

“Creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión”, escribía en una carta Rainer M. Rilke, “que percibimos como paralización porque no oímos ya vivir nuestro sentir enajenado. Porque estamos solos con ese extraño que ha entrado en nosotros; porque se nos ha quitado por un momento todo lo familiar y habitual; porque estamos en medio de un tránsito donde no podemos quedarnos quietos”. 

La tristeza nos usurpa la farsa continua, los juegos malabares que hacemos ante nuestro propio espejo para fingir que todo está siempre bien, muy bien, qué guay, cómo mola, tía. Cercena con un golpe de sangre “nuestro sentir enajenado”: nuestro vivir ajenos a nosotros mismos, empeñados en ignorar todo aquello que nos duele. “No podemos quedarnos quietos” ante esa tensión entre la mentira exterior y la verdad que trata de emerger por dentro: entonces, lo que hacemos es correr más rápido por fuera. Huyendo de ese tránsito interior (el niño corriendo por la gruta, la niña gritando despavorida), seguimos corriendo, calles preciados arriba, hasta la cima de la nada. 

Porque tenemos miedo de la sima interior, corremos sin tregua hasta una cima que no existe. Porque nos aterran esas voces que tratan de decirnos algo distinto, la voz de “ese extraño que ha entrado en nosotros”, procuramos con un esfuerzo fanático llenarnos de todas las vocecitas y todos los ruidos posibles –si es en manada, o en piara, mucho mejor–, de modo que casi todo el mundo conocido va convirtiéndose en una colosal jaula-discoteca en que no puede filtrarse la más mínima brizna de silencio. Y si usted sale a la calle, se pondrá unos cascos o pegará la cara al móvil o transitará por la acera con más afluencia posible, como las cabras; y si vuelve a su casa encenderá corriendo la televisión, el portátil, escribirá al cretino que peor le cae de su agenda: lo que sea por no escuchar ese silencio que alienta desde todos los rincones, como si acechara un asesino.    

Se supone que va a estallar una fiesta, pero es como si un gigante cósmico hubiera pisado el hormiguero, o estuviera al borde de pisarlo: no parece la prisa alegre de los que van a celebrar la vida, sino la desesperación de los que huyen de una ciudad a punto de ser sitiada. No se celebra la navidad: se instaura como una dictadura de la alegría por cojones; la seguridad de la alegría para mantener más allá del muro el caos revolucionario que quiere rebelarse (y revelarse) desde la propia sombra interior. 

Quizá por eso, y no sólo por el delirio mercantilista –el negocio sólo hace negocio con el miedo anterior a él–, será por lo que la adelantan cada vez más, hasta que un día sea Nochebuena en septiembre: divorciados, peleados, ignorantes cada vez más de cualquier horizonte espiritual (del verdaderamente espiritual, no de las múltiples estafas que llevan ese nombre), necesitamos en consecuencia prorrogar y multiplicar las fiestas con cualquier excusa imbécil, con tal de no estar solos con nosotros mismos. La ironía radica en que no hay manera, en nuestra cultura, de frivolizar por dentro con las navidades. Sea uno o no cristiano, católico, religioso o jugador de la lotería, las implicaciones emocionales son demasiado profundas, antiguas: los niños sueñan con lo que sueñan los niños; los padres recuerdan lo que soñaban de niños, y tratan de recuperar en ello alguna limosna de infancia; casi todos lloran a los que perdieron (a los padres que perdieron, a los abuelos que perdieron, a las parejas que perdieron), porque hace mucho que dejaron de ser niños. Y también todos –absolutamente todos, me atrevería a decir– sienten que una suerte de anhelo, como una brisa del norte, les roza la cara y les siembra un escalofrío en la espina dorsal; algo que susurrase que todavía, todavía se puede tener esperanza. 

No tiene nada que ver con la religión: estas fechas, lo quiera uno o no, levantan un santuario en el inconsciente colectivo en que todo parece querer hablar distinto, hacernos mirar a través de la luz azul del frío benigno de diciembre. 

Pero huimos de él: huimos de nosotros mismos, de ese santuario en que quiere hablar nuestra sombra. Del templo hacia el que quieren llegar el niño, la niña que corren despavoridos por la gruta del pasillo de la casa de la abuela que perdiste. Y sin embargo (el gigantesco Rilke otra vez): 

“No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro mundo”, nuestro mundo interior de supuesta oscuridad, “pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos... ¿Cómo habríamos de olvidar esos antiguos mitos que están en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el momento supremo, se transforman en princesas? Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes. Quizá todo lo espantoso, en su más profunda base, es lo inerme, lo que quiere auxilio de nosotros”. 

Lo que más le aterre en estas fechas, querido lector, es quizás lo que quiere contarle el cuento más hermoso de su vida. Lo que más tristeza pueda provocarle es lo que lleva demasiado tiempo queriendo darle un abrazo. Y quizás esas cenas y comidas navideñas a las que tanta aversión íntima tiene (por más que finja lo felicísimo y maravillosísimo que es todo) sean justo la oportunidad para montar una fiesta verdadera, la más real, la más definitiva: todas las tristezas, de usted y de los suyos, bien puestas encima de la mesa, sin miedo alguno a decir duele, sin pudor alguno a decir lo siento, sin terrores infantiles por la lágrima que trata continuamente de salir; sin miedo a decir: Sí, estoy rota, estoy roto, no puedo más. Pero brindo por el dolor que me recuerda quién soy, cómo llegué hasta aquí.   

Son nuestros abismos, nuestros espantos: no hay razón, en el fondo, para tenerles miedo. Para no dar la mano al niño que corre por el pasillo, y ayudarle a enfrentar al dragón, a la sombra gigantesca y negra que nos espera al final de la gruta: hasta darle un abrazo, y que romper los dos en ángel: “todo lo espantoso es lo que quiere auxilio de nosotros”. 

“Un monstruo me persigue, yo huyo”, escribió la aterrada Alejandra Pizarnik: “Pero es él quien tiene miedo, es él quien me persigue para pedirme ayuda”. 

Date la vuelta, mírale a los ojos, y escucha de una vez el cuento que lleva tanto tiempo queriendo contarte. 


domingo, 17 de diciembre de 2017

'Memorias del fantasma': nuevo poemario



"Demasiadas veces he dicho ya que vivimos de fantasmas; que quizá no seamos más que espectros buscando en otros espectros el conjuro prometido que nos salve.
            A falta de aquello que tal vez, en alguna noche compasiva, nos haga despertar, toda nuestra vida (quiero decir: nuestro sueño) suele reducirse a este baile diabólico, este velatorio en carnaval; esta guerra, íntima y sonámbula, entre lo que perdimos y lo que esperamos: casi siempre entre un desgarro y un anhelo, un abandono y una huida, una esperanza y una desesperación. (Muy rara vez aquí, casi nunca en el ahora.) “Se canta lo que se pierde”, decía Machado: para honrarlo, para pedir perdón y besar de adiós su tumba ya sagrada; se canta, también, lo que se anhela, lo que no se tuvo nunca: para invocarlo. Quizá los dos rostros de un mismo paraíso perdido. 

            Los primeros balbuceos de lo que acabaría siendo este volumen –hace ahora siete otoños, en cierta ciudad al norte del Norte en que viví, donde ya había sabido del fantasma– sólo trataban de ser un divertimento; un ajuste de cuentas, mitad reverencia, mitad beso envenenado, del currículum sentimental de mi primera juventud: otro canto a lo perdido. Saqueando el botín de la memoria, me propuse rescatar los episodios más oscuros, y más luminosos –suelen generalmente coincidir–, virando de la culpa a la venganza, del guiño gamberro al homenaje. Para dar un lugar a sus espectros, reconocerlos y reconocerme en ellos, y mostrar a sus emisarias mi gratitud. ...Pero también, al mismo tiempo, en folios paralelos, traté de reconocer y descifrar un rostro mucho más esquivo, más antiguo e improbable. Ése que, ya en la infancia, había susurrado un escalofrío dorsal desde todos los recodos de la noche, prometiendo algo; algo que esperaba en algún sitio para investirme con su ley, así como sentía de niño que la tarde me ordenaba caballero con las últimas luces rojizas del monte aquel... 

El fantasma: ese remordimiento tenaz de aquello que sucedió (o no llegó a suceder jamás) y que sigue mirándonos, silencioso, con sus ojos de lluvia desde el rincón, esperando el conjuro que lo absuelva; pero también ese conjuro alucinado, ese sortilegio, que nos usurpa los ojos y la respiración y la voz para hacernos vislumbrar el otro lado; para llevarnos de la mano, sonámbulos, a la otra orilla: allá donde habita aquello que buscamos desde siempre, que intuíamos sólo con la conciencia de la sangre, que sólo puede adivinarse con los ojos del sueño. Donde el amor reside.

Poesía: palabra que puede hacer audible, en esta orilla, esas voces del otro lado..."


[Ya disponible en La Fea Burguesía Ediciones]  

domingo, 26 de noviembre de 2017

El milagro



“Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar...”. Declina el sol allí a lo lejos, pero crece su luz de faro, color carmín, salpicándonos en la cara y en los ojos a quienes miramos al altar desde el costado, de pie, esperando a que empiece todo en el crepúsculo. Crecer sería esto, pensábamos, decíamos (¿te acuerdas?); nos contamos así el cuento. (A la salida del colegio subíamos contigo, calle arriba, todos juntos, y era como si te lleváramos todos al altar, que era la ventana alta de la casa de tu abuela desde donde te asomabas, risueña, bellísima, para comprobar que el cortejo seguía allí, en el mediodía aquel interminable.) Esperando el milagro, el milagro; waiting for the miracle to come, comandante Cohen. Y qué curioso que nadie crea en Dios, pero todos vivamos esperando un milagro. Ya llega el (báquico) cortejo, la música exquisita, la novia en su vestido blanco y sus ojos de estar viviendo un milagro, el milagro por llegar. Al tratar de verla bien, mientras avanza, me ciega el sol con su lumbre tenaz, y en el rubio de ella recuerdo el otro rubio, el otro verde, los otros ojos de los trece años, aquella lumbre (“¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo (¿o era el Kuasy?), / las risas que nos hacíamos antes todos juntos...?”). La descarga eléctrica del beso fundacional, en el sillón en penumbra donde podíamos caber los dos, qué disparate. Pudo ser en abril, quizás el veinte.

Ah, el rubio y el verde, el verde y el rubio –avanza la novia, casi llega adonde espera él, adonde lleva esperándola desde hace siglos–. Tú nunca me respondiste a aquella carta, la de la lluvia en soledad de septiembre, de vuelta del verano más largo de todos los tiempos (pero fui yo el que dejó de contestar, verdad?, algunos años después, cuando yo ya no era yo, ni esa playa era mi casa). El cura tampoco es un cura aquí, sino uno de los nuestros, quiera eso decir lo que quiera decir. “...La vida es bella, ya verás / cómo, a pesar de los pesares, / tendrás amigos, tendrás amor, / tendrás amigos...”, creo que ha dicho, pero puede que sólo suene en mi cabeza. Tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos. Algunos de ellos –de entonces, de ¿ahora?– están aquí al lado, más allá, y pienso al mirarlos que crecer debía ser eso también: esas corbatas de padre, esas canas clandestinas aún, la silueta hermosa, como otro sol de perfil, que espera a que otra niña igual de hermosa llegue para seguir escuchando el cuento. Yo te contaba cuentos en la cama, recuerdas, loca?, en el invierno en que temía que me dejaras otra vez (te contaba mis mil y una noches para que volvieras a la noche siguiente), junto a las velas y la hiedra de diciembre. Varios diciembres después me fui yo de allí, de la ciudad, del país, y dejé un cofre lleno de culpa bajo tu cama. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, nos hacían salmodiar de niños en la misa –asesinos–. Con mi gran culpa miro ahora a la pareja de perfil, en el altar, al amigo que oficia, y algo se desmorona aquí dentro, declina, mientras otra luz crece del incendio hundiéndose a lo lejos, en el monte: yo escribiendo otros cuentos clandestinos, en una ciudad al norte del Norte, y esa carta que ya olvidé, o perdí, donde decías que no podrías hacerlo sin mí, que me necesitabas para el siguiente cuento. Pero yo ya no era yo –sólo después pude saberlo–, ni mi casa era ya la casa amarilla del sofá verde en la ciudad gris.

Haber visto crecer a Buenos Aires: crecer y declinar. (“Por favor, no te vayas”, “Me muero”, “Lo siento”; / “Que seas feliz”, “Escríbeme”, “Vete”, “Adiós”. / Tanto temblor y furia que se llevó el viento, / que tal vez aún exista en el sueño de un dios.) Ahora habla un hombre mayor que estimo mucho, un sauce viejo, y lo que dice, o cómo lo dice, o el verlo allí, simplemente, en la reverberación del sol último rindiéndose, me hace pensar que no debería aborrecer las bodas como suelo: suponen, en fin, una de las rarísimas ocasiones en que la gente se esfuerza por decir la verdad; unas pocas palabras verdaderas, como quería Machado en las tardes machadianas como ésta. Decir la verdad. (Siempre perseguí la verdad; hay que mentir antes mucho hasta empezar a vislumbrarla.) Cuántas veces te mentí, ¿verdad, mi amiga, mi interminable?, hasta entenderlo, hasta entenderme, cuando ya al templo del sur que levantamos juntos, la capital de mi fe, habrán llegado otros; otros que se odiarán, que se darán de comer, que follarán como dos lobos en la Luna azul del torreón.   

¿Era esto crecer, mi amiga, mi sonámbula?: ¿La rueda de las canas y los embarazos? ¿Un crepúsculo de etiqueta? ¿Un hombre que se emociona hablándole a su hijo? ¿Un ejército de centinelas (“...ya no queda casi nadie de los de antes...”) como testigos de un milagro que será eterno mientras dure?

Ya ha declinado el sol del todo; crecen las luces nuevas de la noche del bosque. Me tanteo los bolsillos (vacíos) del traje, suspiro; tomo a solas el vino primero, y brindo con nadie, para nadie, con los versos últimos del salto de fe aquel que me llevó hasta ti, antes de perder de nuevo: 

Tú solo el oficiante y el ungido;
el sacerdote, el elegido, la ceremonia. 


[Publicado en CTXT]


viernes, 17 de noviembre de 2017

Obras y sombras (Baudelaire, Umbral, Joplin)


Janis Joplin: a cantar dulce y a morirse luego 




a cantar dulce y a morirse luego.
no:
a ladrar.
así como duerme la gitana de Rousseau.
así cantás, más las lecciones del terror.

(A. Pizarnik)

Porque antes, o por encima, o más allá de las lecciones del terror, “cantando puedes sentir cosas que no sentirías ni estando un año de fiesta”. 

Una fiesta para la niña triste del ladrido. Una fiesta de cumpleaños en un entierro. Una fiesta interminable de carnaval para Janis Joplin, y que la tormenta rabiosa y dulce de guitarras y sudor y neón barra el vacío en estampida. 

Pero las lecciones del terror. 

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Baudelaire, demonio redentor



“Oscuridad es luz donde hay luz sola”, dijo otro hermano de la misma cofradía (Goethe). Así es: una luz absoluta, totalitaria, sólo ciega. No somos ángeles sino hombres; no podemos mirar al sol directamente, ni vivir sólo de la luz, en la luz. Es precisa la sombra. Que unas alas negras se ciernan enormes sobre el páramo. Sólo así podremos identificar los contornos de todo lo que nos rodea, de todo lo hermoso y de todo lo atroz: es decir, de lo que somos... [Sigue leyendo]


Umbral: la tinta y la venganza



Se escribe en legítima defensa; muchos no sospechan hasta qué punto.

El hombre que tanta gente en España conoce sólo porque un día dijo en televisión que él había ido allí “a hablar de su libro”, y no de “lo que opine el personal, que me da lo mismo”, vino a este mundo precisamente, exclusivamente, a hablarnos de su libro. Quedó, aquella cosa de la tele –la cosa, decía él siempre–, en boutade frívola y folclórica que reponer a cada tanto, entre los colorines de Alaska y el milenarismo de Arrabal con Dragó. Pero la ironía está ahí, como una carcajada siniestra, vista hoy a buena luz: sin darse cuenta, Paco Umbral dio a Mercedes Milá aquella tarde una poética resumida y exacta de su vida. [Sigue leyendo]

jueves, 26 de octubre de 2017

España, camisa blanca de mi venganza



–¿No crees, Federico, que la patria no es nada, que las fronteras están llamadas a desaparecer? ¿Por qué un español malo tiene que ser más hermano nuestro que un chino bueno? 

–Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro del hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre de mundo y hermano de todos. Desde luego, no creo en la frontera política. 

Federico era, claro, Federico García Lorca; quien le preguntaba era el periodista Luis Bagaría; la conversación, célebre ya por la determinación de las respuestas y lo lúcido de las preguntas de uno y de otro, fue publicada en el diario El Sol en junio de 1936: apenas un mes antes de que cierta idea nacionalista abstracta ondeara como estandarte de quienes dieron el golpe de Estado que desembocaría en nuestra última guerra civil.


martes, 5 de septiembre de 2017

Cine de verano '17




Algunos niños siempre quisimos ser Indiana Jones. En los cines de verano, en las pantallas soleadas del invierno; en la proyección de la película propia que nos contábamos cada día, cada tarde al salir del colegio, cada noche antes de dormir, soñando con una vida que no existía aún pero que tratábamos de planear como el mapa futuro de una aventura que ya hubiéramos vivido de tanto imaginarla. 




Quizás te guste tanto el cine, como a mí, por ser ese extraño universo paralelo en que sucede la vida sin consecuencias. Sin consecuencias para nosotros, digo; los que participamos de esa historia desde esta orilla como testigos privilegiados de algo que está sucediendo en otro sitio, pero cuyo destino sólo nos afecta hasta que vuelvan a encender la luz. Quizás te guste tanto por ser una tregua: tu verdadera vida queda afuera; y bajo el manto celeste de este cine de verano, por ejemplo, puedes vivir las pasiones de turno en propia piel sabiendo, sin embargo, que pase lo que pase no serás tú quien muera, quien mate, a quien traicionen o quien tenga que traicionar, esta vez. (Quizás te guste tanto el cine, las novelas, cualquier historia que te cuenten para ir a dormir, porque lo que sucede es y no es verdad, al mismo tiempo.)




No se lo dirás nunca, ¿verdad, amiga mía? Te dices que sí, que sucederá, que alguna vez tendrá que suceder (hay tantos, tantos días –piensas– en esta vida, en este mundo...). Pero déjame decirte hoy, esta noche, ahora que no nos oye nadie y que en verano todo importa un poco menos, se perdonan más las faltas, que quizás no se lo digas nunca.




No es el sexo; es la desolación lo que nos une. No es el verano, su constelación de pieles lúbricas como soles, como lunas en celo, lo que nos imanta el uno al otro: es el frío que traemos de antes, de mucho antes de cualquier invierno.


domingo, 30 de julio de 2017

Donde yo debía


...Y un frío de matadero me recuerda tu distancia...
(M.)


Ahora que me han dejado solo,
que soy esa guitarra que percute a oscuras
en el rincón azul cuando ya no la oye nadie

ahora que la casa es epitafio
y una brisa notaria resume en cada alcoba
capítulos de sueño y llanto adulto
y lámparas de sombra y la certeza
de la llamada aquella que no he de recibir nunca

ahora que soy sombra, y abdicación, y solo,

quisiera recordar

que observé fiel mis votos de pobreza,
que recé con la luna en la tronera del baño;
que procuré no oír la aldaba de esta celda
mientras duró la noche, duró el llanto,
duró la ingobernable libertad aquella
de ser otra vez solo.



Ayer/Hoy

martes, 25 de julio de 2017

Todas las muertes de Pablo del Águila



La orfandad es interminable. Cuando creemos –ingenuos– que ya se ha cobrado todas las víctimas, vuelve a comparecer, regresa, dejándonos un nuevo cadáver aterido en la orilla. En el arte, sin embargo, su corriente es mucho más vieja; puede remontarse siglos, décadas atrás: podemos recibir de repente el testimonio de otro de sus crímenes sin culpables en forma de sarcófago, en forma de cofre lleno de regalos para después, mucho tiempo después de todo lo muerto y lo escrito y lo vivido. Con frecuencia el hallazgo supone una fortuna; casi siempre le acompaña un remordimiento. 

Pablo del Águila (Granada, 1946-1968), el fantasma de Pablo del Águila, debió de resistir aún mucho tiempo sobre el Darro tras su muerte, vislumbrado en su ciudad natal como el símbolo de un sueño poético desvanecido sin causa –aunque siempre hay causa, por más imposible que nos sea su autopsia–... [Sigue leyendo]

domingo, 16 de julio de 2017

Nacho Vegas, las Hostilidades, Etcétera



Alguien contempla, atónito, desde la ventana de su estudio, cómo una mujer se revuelve y da una paliza a un hombre, en la acera de enfrente, bajo la lluvia: cuando baja a la calle comprueba que la pareja sólo avanzaba de la mano, feliz, camino de la playa. Una señora declara ante el juez: “Fue el calor y la humedad” –esta vida iba a ser otra y algo salió mal–; una vez muerto y enterrado su marido en el jardín. Ezequiel regresa a su lugar de origen para descubrir que su familia y su pueblo entero le repudian; está maldito: dicen que hizo algo, nadie podrá perdonárselo nunca, pero él no consigue recordar qué es, qué fue aquello atroz que cometió. Alguien ajusta cuentas con su pasado familiar llamando a su padre Hombre, a su madre Mujer; a los vacíos desconocidos de la historia, Etcétera; a darse cuenta de las cosas demasiado tarde, Iluminaciones. Como

cuando alguien que de verdad me importa
me está gritando desde el baño
que la deje en paz,
que qué es lo que quiero yo de ella,
que haga el favor de no hacerle más daño,
y yo no dejo de preguntarme
cómo he podido llegar a esto.

(Adivine el lector, de entre toda esa siniestra comedia humana, qué estampa pertenece a un poema, cuál a un relato, cuál a una canción, cuál a un remordimiento.) ...

[La entrevista completa, en CTXT.es]

lunes, 26 de junio de 2017

Chris y Anne: el "privilegio" de encontrar tu sitio




En la Alpujarra anochece ya a las diez de la tarde. Pero un reloj en la Alpujarra tiene la única utilidad de contarnos qué hora será más allá, ahí en el mundo, no aquí; qué es lo que el mundo llamado real estará haciendo a estas horas, al otro lado del anochecer, del atardecer, del crepúsculo de la Alpujarra como una alcancía de oro derramándose, la tierra estremeciéndose en silencio.

En la Alpujarra granadina el tiempo empieza a ser otro conforme avanza el coche por la carretera, bordeando barrancos de árboles frutales, y tumbas anónimas de una guerra que parece no terminar nunca, y curvas temerarias sobre riscos; conforme se interna el coche por infinitos caminos de tierra, hasta llegar a los confines donde ya sólo se puede seguir a pie, cruzando el puente secreto sobre un río sin nombre.

En la Alpujarra hay un valle, y en el valle un camino, y en el camino un cortijo, y en el cortijo una pareja de jovencísimos sesentañeros ingleses que hace ya casi tres décadas descubrieron aquí la tierra prometida. Un paraíso al alcance de cualquiera, siempre que cualquiera estuviera dispuesto a llegar hasta aquí, y a quedarse...


miércoles, 24 de mayo de 2017

Medio siglo contando el cuento en que sucede todo



Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro. 

(No hay, adrede, comillas o cursivas en esa voz que habla más arriba: la mejor lectora de ese delirio, según el autor de ese delirio, fue una señora rusa que lo transcribió de principio a fin, de su puño y letra, palabra por palabra, con el fin de averiguar “quién es el loco, si él o yo”.) 

[Lectura-homenaje de Cien años de soledad 
en el 50 aniversario de su publicación, 


martes, 25 de abril de 2017

La canción de cuna de José Hierro



En la derrota hay silencio, cristales rotos, telas rotas, y vergüenza. En la derrota hay silencio de relojes rotos, muy parados, rachas de viento que no cesan –no van a callarse en toda la noche–, y vergüenza: ciertas ganas niñas, cabizbajas, de pedir perdón. No por haber perdido, sino por haber contribuido a ahondar esa brecha indigna –el verdadero crimen– que enaltece o rebaja a los hombres, separándolos.

(Porque, a pesar de todo,

“aquel que anduvo por los campos
solitario, pisando odios,
era un hombre de carne y hueso
como nosotros”.)

domingo, 12 de marzo de 2017

El cofre aquel


Y de la maleta que dejé bajo tu cama,
de la reliquia atroz que allí dejé
como prueba y talismán de mi regreso;
de la bolsa que abdiqué
allí, bajo los pliegues dulces de tu cama,
y que era la fianza de mi viaje,
el cofre del tesoro que enterré, para volver,
bajo la arena ámbar de tu cama,

qué fue,
qué es lo que habrá sido


La dejé llena de luz,
de folios preñados de la lumbre
que dibujó un invierno el mediodía;
la dejé opulenta, colmada y
caudalosa,
                    terrible de sucesos
mas cansada; cansada
                                  

El polvo la asediaría
lento, a pedazos,
con su plaga silenciosa de abandono
y epidemia goteante hacia la tierra;
la luz sumaria del atardecer
la encendería, la quemaría,
la abrazaría agónica de escombros
en una hoguera negra que olerías sin duda
en los días de fiesta al despertar;
llena de sangre y culpa hasta los bordes,
anegaría de a poco los rincones
cuando no la viera nadie,
cuando sólo tú, tú sola


Te hablaría de madrugada, esa maleta,
ese baúl como un túnel de tiempo
te hablaría, te contaría desde su cráter
bajo tu cama
                       aullidos sordos de muy lejos,
recuerdos de naufragios en vigilia
que te despertarían de súbito,
aterrada,
con su estrépito feroz y penitente,
mojadas de muertos y de agua
las sábanas aquellas de tu cama

(No te dejaría dormir, tantas veces,
aquel cofre,
                       con su soplo funerario desde abajo,
su hálito de cueva en llamas)


Se tornaría pálido y febril,
el hatillo que dejé bajo tu cama,
aquel último equipaje que dejé
sabiendo, quizás
    (de alguna forma oscura, muy lejana),

que se quedaría allí sin más remedio,
sin más destino
que vivir allí como notario,
como prueba clamorosa de aquel crimen,
varada y boqueante esa maleta
hasta hacerse raíz bajo tu cama,
hasta hundirse en pozo en el silencio,
hasta hacerse un sepulcro en la penumbra,
una tumba sin nadie,
                                   una cajita de muertos
tan vacía ya, tan vacía,
que no pesaba nada y no lloraste
                                                          (no llorarías)
la tarde ésa cualquiera en que la abrazaste finalmente
para enterrarla sin dolor en el jardín.


[B., otoño '10. De Memorias del fantasma]



martes, 7 de marzo de 2017

El animal


Mirando por encima de los hombros
de los que no nos dejan salir –ciegos
centinelas de amor, en cuyos rostros
encerramos nosotros al sosiego–,

¿qué es lo que gritas, qué es lo que yo niego
al apartar la vista a los escombros
de la llama furtiva que al fin riego
y que tú entierras: el feroz asombro?

Tras la lenta mudez de esta alambrada
Les amants bleus - Marc Chagall
un animal se vuelve como un ruego
mientras lame la mano de su dueña;

mientras al otro lado, en su morada,
calla otra bestia, guarda para luego
los despojos de un párpado que sueña.

domingo, 5 de marzo de 2017

La memoria en llamas de Angelina Gatell



Alguien –quizás otro grande poeta–, en algún atardecer de posguerra de un campo manchego, escuchó a un viejo pastor decir que “las guerras civiles duran cien años”. (Un anciano probablemente analfabeto pero que sabría leer de carrerilla el abecedario de la desventura humana.) ¿Dura ya entonces ochenta años la guerra civil española? ¿Durará cien? No estamos haciendo literatura: ese viejo sabía muy bien lo que decía. De igual manera que dudamos, muchas veces, sobre si cabe escribir en mayúsculas ese nombre y ese apellido tan antiguos, como de una bisabuela remota: Guerra Civil. [“¿Qué guerra civil?”, nos preguntamos ya, en otro episodio de la misma: “la única; la del año 36, o la que empezó hace siglos”.]

No; ya acabó la guerra civil, la abuela Guerra Civil española: el 1 de abril de 1939. Ya terminó aquel capítulo ilustre de la historia universal de la infamia. Pero es cierto que algunas cosas parecen no terminar jamás. Pareciera que ciertos sucesos no dejan de supurar, como el reguero que deja la culpa. Quizás porque –decía la poeta austríaca Ingeborg Bachmann– el mal, no los errores, perdura, /lo perdonable está perdurado hace tiempo, los cortes de navaja / se han curado también, sólo el corte que produce el mal, / ése no se cura, se reabre en la noche, cada noche.

Así, también, algunos seres

Atravesados por el miedo, 
indefensos, perdidos 
en la ciudad que se llamó posguerra
...


miércoles, 15 de febrero de 2017

Buscar casa




Pero todos estamos siempre buscando casa. (Dónde la casa, dónde la lumbre, dónde el rincón en que rendir los ojos, mecidos por el Tiempo de febrero, su cabaña del monte, al atardecer.)

Siempre estamos buscando casa; pero al encontrarla, al habitarla, seguimos aún buscando, la lumbre alerta de los ojos, tratando de descifrar al horizonte la otra casa que custodiarán los niños en la estrella primera del crepúsculo. (Nos traicionamos continuamente, sí, buscando la luz de más allá.)

Hoy se quisiera volver (¿adónde?), pero sé que cuando estuve allí, cuando era entonces, también velaba en la tarde, como ahora, acechando hacia aquel bosque otro candil. Todos buscamos volver a casa. Y en la espiral del Tiempo vuelve el corazón en vilo a habitarlas todas. Vienen comparsas de frío y de aire azul, de máscaras de sueño por la calle primera del invierno; pasan vísperas de sol bendiciendo la fragua primordial de mi Península, donde pudimos ser felices (donde lo fuimos, ¿recuerdas?, muchas veces); y un gato niño llora al otro lado de la pared ésta a mi espalda, llamándome todavía. (...pared, pared que callas, que no nombras, / que no avisas jamás de lo viene / y callas lo que vino y está siendo / a dentelladas sordas, sin que suene.) Se levanta un alud de ámbar en los párpados; se remansa. Y en un fulgor de lágrima puedo habitarme otra vez, a contraluz de una vida que sigue viviendo, ella sola, que no terminará de vivirse nunca, en aquella casa blanca de mejillas verdes y ojo azul y pájaros tutelares del verano. Donde supe del milagro. Donde aprendí a rezar.

Casas, también, en que dormir la culpa, oyendo el terrorífico sonido del mundo (algo había que hacer, había que hacerlo cuanto antes: ¿el qué?). Casas en las que esperaba a que llegaras; casas que no ibas a conocer nunca. Al cabalgar la carretera, entre la luna y el cofre ardiendo hacia poniente, de vuelta otra mil vez a la intemperie, entreveo en la llanura las casas sencillas de la gente que vive aún ese silencio, que supo bendecir su casa, que quizás sigue siendo feliz, todavía, muchas veces. Y quiero parar allí, quiero quedarme en su penumbra, mirar todo ese óleo, que anochezca. Qué es lo que buscamos siempre, buscando siempre tanta casa, siempre más allá, siempre ahí a lo lejos. Qué carnaval, qué fiesta sorda en el pasillo; qué noche deslumbrante de vestido de plata y cabellera de fuego y antifaz, esperando en el balcón que alumbra el río. Qué espejismo que redima; qué sortilegio que nos salve. “Aquí, en esta casa, aquí te amo”; “Yo sé qué luz habrá a esta hora / en cierta calle, en cierta casa, / en cierto jardín de génesis perdido / donde quedaron las ruinas de mi cáliz”; “Porque me habitas, porque tú me habitas, lejana, / y eres la voz, y el ciego fantasma centinela / que vela este secreto y su farsa cotidiana”; “Como sobre las ruinas de una civilización sepultada, / otros vivirán; otros –sin saberlo– habrán llegado, / habitarán ya el lugar de aquella casa”.

“En noches así,
tú eres mi casa”  

Pero no; pero ahora ya lo sabes, viejo nómada del corazón en cueros. Ahora ya no puedes hacerte trampas. Ya sabes que, cuando la encuentras, la casa crece a tu alrededor como un alambrada de hiedra: porque es sólo a ti a quien vas buscando por ese palacio vacío en que lo tienes todo, sin saberlo. Vamos buscándonos a nosotros mismos por los salones y los fantasmas, por las máscaras y los espejos, por el sol y las catacumbas en que todo fue, todo será, / todo hubo siendo / todavía. Pero ya sabes que sólo en ti la casa, el palacio, el fuego que es fuego toda la noche y permanece. Así que olvidar la cama, la falsa lumbre, el rincón en que dormirse y claudicar. (Sólo así se rompe la jaula en luz: habitando los rincones más oscuros porque en la gruta, en la cueva, en el sótano siniestro, alienta el Aleph de todos los delirios. Esperándote, hace milenios, en el palacio de espejos de tu sombra.)

En todas las esquinas del mundo, los mendigos que fui se lavan los ojos de locura. En las cabañas del monte acechan los niños mi porvenir. Las mujeres que fueron mi casa siguen errantes, por el camino que baja y que cruje de mi corazón a pie; pero ya se esperan ellas solas, valientes, a sí mismas, ellas solas, en el trono de lluvia de su cetro encendido.


Porque nada es afuera, todo es adentro,
y hacia adentro el verano invencible. 

domingo, 29 de enero de 2017

Larra: escribir, llorar, tal vez morir



Se escribe en legítima defensa. Pero si escribir en Madrid es llorar, qué clase de defensa queda a quienes sólo saben escribir para defenderse.

Por eso, tantas veces, escribir en Madrid es llorar a latigazos.

Soy periodista, paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Como sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír. 

Pero lo dijo; todo lo dijo. Y ese párrafo no es más que otra de las fintas de arlequín de Mariano José de Larra, embozado de nuevo en la ironía desesperada para poder hundir mejor, cuando ya parecía haber huido, la estocada, el escupitajo, el bastón impoluto...