jueves, 25 de febrero de 2010

Estupidez

Si la inteligencia es adaptación al medio, por qué a algunos, que no somos del todo idiotas, nos cuesta tanto tantas veces adaptarnos? Si la gente lo hace a diario, toda esa gente que a algunos (los que tampoco escapamos a veces de la soberbia) nos puede parecer elemental, por qué no nosotros, los que creemos haber leído tantos libros? Es como para pensárselo. Para pensárselo mucho. Si la supervivencia, al cabo, no es más que eso, la capacidad de resolver los problemas inevitables que más pronto que tarde se te echan encima, sortear las piedras del camino (y siempre, siempre hay piedras en el camino); si esto es cierto, los más listos deben ser aquellos más dotados para apartar a manotazos la angustia, la desidia, el terror, como si fueran moscas; aquellos que ven oportunidades donde los demás vemos sombras, y que son capaces de sentarse, trazar a tiempo una hoja de ruta, gramática o galimatías, y señalar un punto exacto del bosque: por allí. (A los demás, supongo, los árboles no nos dejaban ver el bosque).

Esa lucidez tendrá muchas maneras. Por ejemplo, la de esos héroes insobornables que saben componer una mueca socarrona cuando allá a lo lejos se acerca el nublao (Heroísmo: elegancia bajo presión, que dijo alguien). En mi caso, todo esto es más sangrante si cabe cuando precisamente crecí observando a verdaderos virtuosos en el arte de sonreír ante los lobos; gente que, por cierto, no tuvo tiempo de leer muchos libros. Por eso, entre otras cosas, me ando preguntando en qué fallamos algunos, qué es lo que somos incapaces de aprender, en qué me equivoqué, cuándo. Sabe todo el mundo (o casi todo) que puede llegar la ventisca desde cualquier punto cardinal, en cualquier momento. Pero existen los que no se detienen un instante, los que saben evitar la emboscada, los que siempre saben -qué suerte- lo que tienen que hacer; y también los que tantas veces nos abismamos en el borde del camino, absortos en el canto miserable de ese pájaro de mal agüero que parece presidirlo todo. Te dicen, con buena fe, te preguntan: cómo puedes darle a eso tantas vueltas? Parecen a punto de añadir, o añaden directamente: qué sentido tiene? Y uno sólo alcanza a encogerse de hombros (no hay mucho que explicar, y muchas veces no hay nada que explicar) y a mirar a los ojos. Qui potest capere, capiat. Quien pueda entender, que entienda.

Lo peor es que cuando hablo de lobos, de emboscadas, de problemas, puedo referirme a muchas cosas. Sé perfectamente lo que es un problema de verdad, lo he visto. Y sin embargo hay cosas que ni remotamente se acercan a eso y que consiguen que a algunos se nos pare el reloj interno, aunque sean cinco minutos, un instante, o un día entero. Es el precio a pagar por ser tan consciente del hueco en sombra de la escalera, me respondo íntimamente, para justificarlo; es una pérdida de tiempo, me responden ésos que tienen muy claro lo que merece un segundo de atención y lo que no. Y probablemente tengan razón. Si la inteligencia es adaptación al medio, supongo que el mayor estadio es ser feliz en ese medio. Casos de encefalograma plano aparte, puede que los felices sean aquéllos que consiguen exprimir la vida hasta lo último, no dejar ni gota: no perder el tiempo, en fin. Estamos algunos muy tentados a pensar que la felicidad no es el destino de los inteligentes (“la tristeza siempre ha gozado / de un raro y comunal prestigio”), y a lo mejor es exactamente lo contrario. A lo mejor somos los tontos los que nos dejamos acuchillar por un remordimiento, una palabra con espinas, un espejo, una tarde muy a solas. Tontos y pueriles y señoritos y maleducados: pues cómo somos capaces de consentirlo, con la que está cayendo en el resto del planeta.

Si es así, ruego que alguien me explique cómo evitarlo. A lo mejor debería avergonzarme de todas las cosas tristes que he escrito durante años, por ser la prueba testifical de mi estupidez. A lo mejor soy gilipollas y nadie me lo ha querido decir nunca en serio: por pudor, por vergüenza, por lástima.


miércoles, 10 de febrero de 2010

Vanitas vanitatis...

Y todo es vanidad, señora. Aunque en este caso no, no todo: en este caso todo, o casi todo, es gratitud. Casi todo fue un saludo muy de lejos, el saldo de una deuda muy vieja, y sentirme en casa con desconocidos íntimos que ahora son amigos. (Quizás otro día explique aquí el significado real de la palabra premio). Todo fue emoción y mediodía. Y como sé que también pasáis por aquí, de vez en cuando, algunos desconocidos íntimos, aquí os dejo un resumen que me pidieron a vuelapluma esos otros amigos u colegas periodistos (lo que dije en voz alta se olvidó, cosa que la pierna que me temblaba y yo agradecemos infinitamente)

Todo es vanidad; pero cabe preguntarse si no será otra de las mil formas de arrebujarnos en torno a la vieja hoguera, quitarnos el frío, y arrancar a la vida otra brizna de inocencia con aquellos que nos hacen más amable el viaje, y lo justifican

Barcarola es un territorio, una bandera, “una niña de treinta años” -señor Bravo dixit- y un poema de Neruda en el que algún fantasma redobla azules con ecos de naufragio. Barcarola es una familia, y ‘La edad del mediodía’ es otra familia, la mía. Que la familia y los fantasmas que habitan en mi poemario pasen a formar parte de la herencia de este premio, de su revista necesaria, de su casa, ha sido un orgullo y un blasón para este adultescente que escribió mucho a solas, muchas tardes, soñando con acercar un poco de calor a sus fantasmas. Ni en el delirium tremens más insensato hubiera osado imaginar tan alto honor, cuando hace dos inviernos me sentaba ante aquella ventana, a la luz de otro siglo, a levantar mi bandera y limpiar de sombras el territorio de mi infancia; ésta que dura toda la vida, capitán Félix Grande. Cualquier gratitud es poca para honrar que lectores tales hayan escuchado con ternura esta historia de soles y alfileres, esta leyenda humilde de niños ya tan viejos. Por eso me gusta aún más esta familia Barcarola, esta niña treintañera y libertaria que me ha guiñado el ojo izquierdo. Me gusta mucho esta niña. Estoy muy orgulloso, muy feliz, de que mis fantasmas se queden a habitar, también, su casa.