sábado, 21 de septiembre de 2013

Conversación (o entrevista herética) con Luis Eduardo Aute

Acaba de cumplir 70 años. Setenta veranos de búsqueda, de preguntas, de inquirir al misterio en todos los mapas del terror o la carne, la barbarie o la belleza. Porque lo cierto es que Luis Eduardo Aute (Manila, Filipinas, 1943) no se considera más que eso, alguien que se hace preguntas: un tenaz interrogador empeñado en esclarecer de qué va exactamente el juego de vivir. Por más que las reglas que le han impuesto siempre sus semejantes no le hayan convencido jamás; y hoy menos que nunca. Sin embargo, dice encontrarse en pleno proceso de "pacificación consigo mismo" este artesano renacentista que presentó su primera exposición pictórica a los 16 años y su primer cortometraje –en Súper-8– a los 17; que desnudó a Marilyn –con una foto de revista, lápiz y pasta de dientes– a los 10, y que desde su irrupción en la canción popular, a finales de los 60, no ha hecho sino cultivar un territorio en el que las intimidades compartidas de varias generaciones fueron encontrando un refugio común contra el frío. Ésas que viraron del miedo a la ilusión, y del desencanto al encantamiento suicida, antes de despertar súbitamente de "la estafa". En su horizonte más próximo, una gira por América y la posibilidad (en voz muy baja aún) de repetir aquel legendario concierto con Silvio Rodríguez, Mano a mano, veinte años después. Pero, en cualquier caso, con la prioridad –ganada a pulso–  de hacer esencialmente lo que le dé "la real gana".
-Quería preguntarle si usted, como artista, ha…
-…Un matiz: artistas somos todos.
-¿…?
[... La entrevista completa, en eldiario.es]

domingo, 1 de septiembre de 2013

Espectro de septiembre

Algo hay emboscado en el aire, como un fantasma compasivo, cavilando entre el sí y el no, la claudicación y la promesa. Es él (o ella) otra vez. De dónde nace, de qué cripta verde derramada de siesta llegará siempre, puntual, por esta época, este espectro. Hay un cabalgar, de golpe; algo que quiere irse pero quedarse, algo que zarpa (no dejará nunca de zarpar) y algo como de miedo de niño que no sabe cómo será el invierno.
 
Se presiente un tiempo de hogueras en el monte, de crepúsculos, que en realidad nunca llegan a ser, o quizá fueron hace demasiado tiempo. Se quisiera una fiesta antigua, severa, como invocando al demonio de los septiembres en el bosque (fascinación de aquella foto de anochecer azul en que se recorta la silueta de un arlequín en algún campo improbable del Norte...).
 
...El Norte. También, siempre, inevitable, una nostalgia de algo que sólo fue alguna vez en los altos salones de la lluvia de aquí dentro de uno mismo, encontrado sólo afuera en un rapto de alcohol y noche y luz y máscaras.
 
Septiembre se parece siempre a las ganas de enamorarse.
 
O a fundar una ciudad que sólo existió también en un vislumbre de alucinación: avenida entrevista de mañana primordial que algunos días adiviné en Bruselas, en la calle de la Ley, y tiempo después en Buenos Aires, en un septiembre inverso y con la luz que entra ahora por la tronera ésta del cuarto de baño.
 
Algo, algo agazapado siempre en el aire, con la inquietud sombría de ir saliendo de la placenta del verano, con la expectación y el temor y la fe en que el otoño cumpla uno a uno todos los vislumbres que fuimos sembrando.
 
Hay que elegir entre el miedo y la alegría. Hay que recordar que nunca hizo tanto frío en realidad. Hay que saber de nuevo de aquellas manchas de sol en la pared, como un liquen amarillo, que se van demorando conforme se hunde uno en la atardecida, en las ceremonias de interior que traerán las crónicas –como esta misma– del otro lado.
 
Nostalgia de una casa en el monte con los que ya no son. Estampas de cuando salía feroz y turbulento y disponible a la vanguardia de la noche. Negativos de ron, cicatrices de miel, y aquella ansiedad vieja de que ya no quieran jugar contigo, o de que sea el invierno, otra vez, una larga playa gris en que atraque el día.
 
Pero hay que elegir, se puede elegir muchas veces entre el miedo y la alegría. Como al salir del cine de verano te sacudes la tristeza viral de una historia que no es la tuya; o, al menos, no lo es ya, no. Los besos que vendrán, las risas que vendrán aunque vuelva el frío. Y las canciones, los poemas, las historias por escribir si es que llega uno a merecerlas. Saber que lleva uno dentro todos los espectros, todos los salones de carnaval y lluvia, todas las cabañas en el bosque que protegen del lobo, todas las luces de septiembre por donde vaga tu sombra en la ciudad del invierno.
 
Saber que uno es el lugar, y que la felicidad consistirá en que la vida no te reproche una cita en otra parte.