sábado, 24 de noviembre de 2012

Estadística (o 'meterse en política')

Un día, el escriba que Winston Churchill llevaba siempre detrás (porque es sabido que los ingleses ilustres siempre han tenido uno de ésos, como Oscar Wilde, para que la Historia no se perdiera ni una sola gema de lucidez) transcribió un exabrupto que desde entonces no ha perdido vigencia: “Un muerto es una tragedia; muchos miles es estadística”. Y no me digan que no es verdad. Si está usted, pongamos por caso, viendo el telediario de las tres, con el puchero, y le informan de que están en vías de palmarla siete mil personas en la India debido a un escape de gas tóxico en una planta que una multinacional norteamericana tiene allí, haciendo turismo, seguramente la voz de Ana Blanco –que a este paso acabará dando las campanas del Juicio Final– no alterará lo más mínimo su deglución. Cosas que pasan, al fin y al cabo; no somos nadie, etcétera. Ahora: si en vez de esa nebulosa, remota historia, a usted le cuentan con pelos y señales el caso concreto del señor Khan, que ha perdido la vista, a sus tres hijos y al perro, y que ya no podrá volver a trabajar en su vida, quizás el potaje se le venga atragantando un poco. Quizás hasta cambie a Saber y ganar, donde lo más inquietante que puede ocurrir es que algún concursante no sepa de qué color eran las bragas de Nefertiti.
 
Lo que hemos sabido ahora es que en España se están produciendo unos 500 desahucios al día, con 119 suicidios directamente relacionados con ese dato en lo que va de año. También, que hay ya casi dos millones (1.737.900 exactamente, dicen, por no perder la afinación numérica) de hogares en los que no entra un solo duro. Todo esto quiere decir que podemos estar ya tranquilos, pues dejamos atrás señorialmente el zafio terreno de la tragedia para entrar en el de la distinguida estadística británica, la de salón, copa y puro. Aunque quizás en nuestro caso sería más atinado decir casino: un término más acorde, al fin y al cabo, con esa nobiliaria tradición de próceres locales de provincias que siempre nos han arreglado el mundo (o sea la finca) entre el humo y los bostezos del domingo. Pues tal es el entorno exacto del que proviene nuestro actual prócer, señor Rajoy Brey. En su caso fueron los geniales escribas de Las noticias del guiñol –la más trágica pérdida televisiva de las últimas décadas, por cierto– quienes le atribuyeron esta impagable gema de lucidez, hace ya unos años, cuando era apenas ministro del Interior de Aznar, o así: llegaba algún otro amiguete suyo del Gobierno, a hacerle una consulta, y Rajoy, que para donManuel Fraga Iribarne-que-en-gloria-esté siempre fue la viva estampa del Churchill gallego, respondía, altivo y socarrón, entre las sempiternas volutas de humo de su puro: “A mí no me pregunteshhh, yo no me meto en política”.
Rajoy consolando a su guiñol -o viceversa- (Foto: Gorka Lejarcegi)
 
Yo no me meto en política. Hay que ser un genio, o poseer directamente dotes telepáticas, para clavar de tal forma, y por aquel entonces, la psique de nuestro registrador de la propiedad. Porque ése fue, ahora que caigo, el primer trabajo del señor Rajoy, registrar propiedades: ya ven que el que avisa no es traidor. Claro que aquello era demasiada política para alguien cuya verdadera vocación era estudiar doce horas diarias en bata mientras su madre le hacía los colacaos. Por eso tardó tan poco en dejar aquel curro tan estresante, y por eso acabó entrando en política: precisamente para no tener que meterse nunca en política. Todo esto, dicho así, quizás suene un pelín abstruso, pero recuerden que la cosa va de salones y de casinos, y no de ordinarieces como la lógica o la realidad, ésa que al parecer acabó truncando tan inoportunamente el programa electoral de nuestro hombre.   
 
De modo que, según esta aplastante I-lógica (Lógica 3.0), el panorama nos cuadra perfectamente: Rajoy ha estado todo este año en su despacho de guiñol de La Moncloa, repantigado en el otrora sillón de Zeus-Aznar y soltando circulitos de humo cual Churchill gallego viendo al ejército de la crisis invadir Polonia (o sea la finca), en una resolución de cuadro edípico como para que ande brindando Fraga, allá donde esté, con Arias Navarro. Esperando, todo este tiempo, de puro en puro, a que la tragedia derivara en estadística. Supongo que cuando los españoles caídos (por la ventana) hagan un grueso suficiente en las aceras, el prócer tomará cartas en el asunto. Churchill, entre frase y frase, acabó declarándole la guerra a Alemania; lo de Rajoy sería aún más heroico, porque tendría que acabar enfrentándose con los dueños del casino y a ver qué haría entonces el hombre por las tardes sin su tertulia. Además, y en contra de lo que pueda parecer, debe de andar muy ocupado, devanándose los sesos en busca de alguna frase para la Historia que mejore la de su guiñol. No sabemos cuál de esas dos misiones es más improbable. 
 
[Publicado en FTS C. Magazine]
 

martes, 20 de noviembre de 2012

Aquellos 'mediocres' tiempos

Tiempos mediocres. Lo fui recordando puntualmente, misteriosamente, durante los últimos años; algo que escribió Manuel Vicent a cuenta del estado (aparente) de cosas en los primeros compases del siglo XXI. De cuando este estruendo macabro que hoy escuchamos hasta en sueños era apenas un murmullo, y la mayoría de las hoy víctimas directas del seísmo no oían nada, o preferían no oír –ingenuidad o terror profético– subiendo el volumen del mp3 en el metro, en la facultad, en las soleadas mañanas del Madrid viejo en que todavía podía uno leer El País y sentirse a salvo, en el mundo y la conciencia (o leer El País, a secas): España y todo el orbe seguían siendo un avispero en permanente estado larvario, pero nada llegaba (llegaría) nunca a ser tan grave; al menos, para los nacidos a este lado de la alambrada –lo que no deja de ser llamativo, visto ahora, teniendo en cuenta que ya había sucedido lo de Atocha con su consecuente cum laude en el horror–. De modo que se indignaba uno lo pertinente, se afianzaba hasta la complacencia en su convicción de saber por dónde iban –y vendrían después– los tiros, y con ese cóctel moral e intelectual agitado y mezclado con tinta fresca, César Vallejo y vino verde, pasaba uno a discurrir, solo o con Fulanita, sobre lo que más le importaba en el fondo: o sea, uno mismo.

No lo recuerdo literalmente, pero venía a decir Vicent que vivíamos tiempos de indiscutible perfil bajo, sin esas grandes hazañas y momentos dramáticos (entendidos como estados de ánimo y no como hechos puntuales: ya hemos dicho que de dramas de éstos siempre hemos estado lamentablemente surtidos) que amalgaman y coronan la Historia con mayúsculas, y por tanto sin esos personajes que la propia Historia vomita necesariamente como héroes, por vocación o por fuerza. Mediocridad en todos y en todo, vamos; mediocridad en los bares y en el Congreso, en los círculos literarios y en los saraos de copetín, en la Universidad y en la televisión, en el hampa y en las finanzas –arriba y abajo–, en la prensa y en la música, en el arte y hasta en las guerras en las que cuatro paletos visionarios se empeñaron en meternos sin llegar a meternos de verdad, como si fuera un Risk televisado –aunque los muertos y mutilados eran rigurosamente reales–. Tiene su sentido, visto ahora también, que durante aquellos cándidos días y los lustros anteriores la única fascinación épica posible la encontrase la peña en el deporte: como si las Nike ungidas en barro de Rafa Nadal –por ejemplo– nos redimieran algo a todos de la vergonzosa homogeneidad de nuestras zapatillas de andar por casa.

Tiempos mediocres aquellos, en fin, en los que todo era o parecía ser escandalosamente plano, y ni siquiera andaban ya los Azcona y compañía, por ejemplo, para contar el absurdo como dios manda. Ni Manuelas Malasaña tirando macetas desde el balcón ni Larras pegándose tiros en la sien, aunque fuera por mera protesta ante el aburrimiento. De Che Guevaras, Nerudas o Aurelianos Buendía, por supuesto, ni hablemos; y lo mismo –aparentemente– en el extremo opuesto. De vez en cuando, es verdad, a Zapatero se le olvidaba –pero para bien: era cuando aún molaba, recuerden– qué país gobernaba, y se le ocurría casar a los homosexuales, o dejar que TVE fuera un ente público y no púbico, o abrir fosas comunes, o pactar con los nazis etarras para que dejaran de matar de una puta vez, y entonces volvíamos a tener marchuqui hispánica de la buena, aunque fuera un rato, y Jiménez Losantos alcanzaba la resonancia que nunca logró en el patio del instituto soltando calculada basura ideológica por maitines, y los señoritos de la finca insinuaban sin complejos que el 11-M había sido cosa de Rubalcaba, ayudado por dos moros de Lavapiés “y un camellito sin dientes sobrino de un primo hermano de algún pariente asturiano” de la kale borroka –con explosivos de Paracuellos–, y Rouco Varela, mi querido, venerado, idolatrado Rouco, montaba raves católicas de tiernos castrati en la plaza de Colón, con respetables señoras-pitbull de pelo cardado que te atizaban con el paraguas a poco que no les convenciera tu indumentaria o la pegatina del medio de comunicación de tu micrófono.

Pero nada, oigan: fuegos fatuos, pobres pirotecnias; pueriles escaramuzas de chichinabo, lo de aquellos mediocres y ahora furiosamente añorados tiempos. Porque, si algo hemos ganado con la que está cayendo, si algo podemos sacar en claro de estos extraordinariamente infames días, es al menos dónde está realmente cada uno. Antes, hace un lustro apenas, todo era anodinamente difuso, obtuso y confuso; todo flotaba en un mismo y grisáceo magma de mediocridad en el que era difícil, a priori, ubicar las cosas. ¿Recuerdan aquel Contra Franco vivíamos mejor de los irreductibles y canosos analistas? ¿Recuerdan –qué risa, señora, visto ahora– aquella sibilina y conciliadora salmodia del “ya no hay izquierdas ni derechas” que te espetaban en la barra, sin variación, los inequívocamente más escorados a estribor de la nave? Bien: pues la demolición, al menos, también está acabando ya con esas mediocres ambigüedades.   

Hay una frase de aquel artículo de Vicent que sí puedo recordar casi literalmente ahora, porque es el motivo real de que haya recordado siempre esa pieza; una frase que siempre me titiló y que ahora me retumba de manera inquietante: “Benditos tiempos mediocres éstos –concluía, más o menos– en los que puede uno darle la mano en un cóctel a alguien que en otra situación no hubiera dudado en hacerte fusilar”.

Ya terminaron los tiempos mediocres, a mayor gloria de la claridad y muy a pesar nuestro. Ya no es difícil ubicar al peligro, a los enemigos, porque están donde siempre estuvieron: en realidad no se fueron nunca. Ahora lo que necesitamos saber es dónde están los héroes.  


[Publicado en FTS C. Magazine]

martes, 13 de noviembre de 2012

No habrá paz para los malvados

Hace ya algún tiempo (parece que fue nunca), en una entrevista de trabajo con cierto medio de comunicación, el señor de marras quiso saber de qué palo iba uno. Algo así como aquel “Quién es tu maestro, ¿nene?” que te espetaban las viejas del pueblo al salir del colegio, cuando te pillaban llamando a los telefonillos de los portales para salir pitando acto seguido... [Sigue leyendo]