jueves, 24 de diciembre de 2009

Salud


El mundo es una pesadilla, y yo no tengo de qué quejarme. Nos han perseguido durante milenios los brujos de la tribu, los hombres del saco y de la mitra, pero tú y yo nacimos en el tiempo de la pérgola y el escondite a medianoche (jugábamos en la calle, y en la calle no había bombas, y al volver todo el mundo seguía allí: nadie se los había llevado a punta de fusil). Siguen bramando, escupiendo odio los más muertos de miedo al juego éste, que consiste en jugar hasta el final, pero no nos alcanzarán, no nos darán caza sus reglas, sus leyes infames, su miedo atroz a esconderse entre tus piernas. Nacimos, en fin, en la orilla más alejada de lo atroz, con la sangre remansando bien de lejos. Y no tenemos de qué quejarnos. Y sin embargo la queja es un deber civil, y sin embargo el vaso estará lleno si denunciamos lo medio vacío, aunque nos bebamos el resto. El mundo es una pesadilla, pero cabe preguntarse por qué algunas tragedias no nos quitan la cuchara de la boca delante de la televisión, y otras sin embargo nos arrancan de cuajo el estómago para siempre. Ya sé que tiene fácil explicación (“Hay dos tipos de personas en el mundo: tú y todos los demás”, le dice el fantasma de Nathaniel Fisher a su hijo mayor hacia el final de esa obra maestra absoluta llamada A dos metros bajo tierra). Ya sé que tiene fácil explicación, pero las fluctuaciones científicas de la condición humana no son un consuelo precisamente.


El mundo ha seguido siendo una pesadilla durante este último otoño del norte, pero la vida se ha portado demasiado bien conmigo, trayéndome semanas como carruseles de licor, nuevos amigos que lo serán para siempre, siestas de día y sueños de noche, regalos como sueños de hace mucho y hasta miradas con calma a contraluz, tratos más adultos con la vida (crecer sin ser mayor) e incluso mujeres sabias que intuyen mi temperatura en un terceto. También las paces con más de un fantasma, y más de dos, y más de tres. Mientras la infamia monetaria escupía un millón de ahogados a la playa de mi país, mientras los señores de la guerra seguían su guerra y los muertos seguían su muerte, mientras en tantos sitios se sufría el horror a manos llenas, yo apuraba la vida a tragos con el corazón a toda vela y la risa antigua de cuando todo (o casi todo) está en su sitio. Yo -pero qué estoy diciendo- he sido feliz mientras el mundo apuraba su ruleta rusa, mientras todos los días, todos los días en Granada se moría un niño, Federico García que estás en la tierra.


¿Cómo has podido caer tan bajo?, me escupiría Rimbaud, atravesado. Y quizás, en cierta forma, tenga razón, aunque mi estado de ánimo no vaya a determinar el cáncer de la atmósfera, y mi compungimiento sea tan inútil como intentar negociar con un imbécil. No pidamos, por tanto, disculpas por vivir: sólo las justas por darnos cuenta de que el mundo es una pesadilla, pero cualquier atardecer como éste lo puede redimir si miramos con ternura ese olivo de allá lejos. Hasta la nieve (en la ventana) fue generosa conmigo y me dejó despegar, y volver con ojos nuevos a las calles de Madrí donde nos hicimos tanto daño, pero también donde te quise tanto, y poder estar sentado ahora junto a la ventanilla del tren que lleva hasta mi hogar. Se ven montes tímidos, viñedos en cueros, el azul constante que yo sé. Y me acuerdo de repente de hace casi diez años, cuando un adolescente con la cabeza llena de pájaros de Portugal escribía reseñas sobre las páginas de la Castilla de Azorín, soñando con escribir la canción más hermosa del mundo. Y recuerdo la otra emoción tan distinta pero igual de pura del diciembre de hace un año y el invierno del delirio a la luz de aquella vela, y la primavera que quiso ser más fuerte y el verano que me dio esa ternura a cambio de este loco.


Se inclina el sol para mirar lo que escribo ahora por encima de mi hombro, y la resaca se me transforma, como pasos que se acercan, en un sentimiento de misterio que algunos libros llaman plenitud. Como de algo que concluye para empezar de nuevo, como de títulos de crédito (salud, Doctor :) en la ventanilla del avión que anunciasen a la vez el capítulo siguiente, como de mañana de sábado de cuando todos los cuentos eran el cuento de nunca empezar. No estoy seguro de qué hablo exactamente, pero se parece a un destello de felicidad que -lo siento- hoy no me vencen ni la mujer esposada del periódico (cabrones), ni el ligero dolor de cabeza, ni el cansancio brutal. Ni siquiera la señora que viaja a mi lado, leyendo un libro de Ana Rosa Campos, o María Teresa Quintana -ahora mismo no puedo verlo bien-, y que me está ametrallando el oído con su conversación telefónico-maternal. Crispándome los nervios. Pero me acuerdo de Reverte, y de Marías, y de Maruja Torres y de Carlos Boyero, y hasta de la perla que le soltaría seguramente el colega Recio, que es showman a la par que lírico, y termino por soltar una carcajada que sobresalta aquí a la ministra (algún problema, señora?). Es alarmante este estado de ánimo (tengo una reputación que mantener, pordiós); tanto, que, aunque la deteste, estoy a punto de desearos feliz navidad a todos los que habéis pasado, pasáis o pasaréis por aquí, aunque yo no lo sepa. Mientras el diario habla de piratas, de corrupción y hasta de mí (aunque sea bien), yo pienso en este sol murciano, en aquel caballo verde, en el castillo de mi pueblo, que ya asoma hacia el sur. Y también, sonriendo cómplice, en ti. Donde quiera que vayas, donde quiera que estés.