miércoles, 14 de julio de 2010

Cerrar la boca

Este no tener nada que decir es peligroso: puede ser un conducto obstruido del desagüe interno, un tapón de quietud de árboles que no dejan ver el bosque, o bien, sencillamente, el fiel reflejo de una época sobre la que muy poco cabe decir; escupir, como mucho, en todo caso. Aunque quizá la palabra peligroso sea excesiva. Digamos que es incómodo. Como saber que tienes que mear pero no acordarte, o no poder. El maestro José Hierro nos regaló, por supuesto sin pretenderlo, una sentencia que debería estar pegada en los espejos y en el mueble-bar de cualquier aprendiz de plumilla: “Cuando no tengo nada que decir, no lo digo”, aseveró; y añadió luego: “Pero cuando tengo algo que decir y no sé cómo decirlo, tampoco lo digo”.

Saber cómo decirlo, después de saber qué decir. Mis a veces precipitados impulsos adolescentes me llevarían a una larga digresión, a colmillo goteante, sobre cómo ciertos (o cientos) profesionales del ser y la nada son capaces de llenar páginas y páginas de inanidades, en verso y prosa, saltándose a la torera dicho consejo, ocultando con ello lo poco o nada que tienen que decir. Pero no iré por ahí. Simplemente, estoy de acuerdo en que más vale enmudecer cuando toca (que debería ser las más de las veces), y sobre todo cuando no sabe uno definir lo que le está tocando.

Cómo definir una tarde cualquiera de verano en que mi generación sigue languideciendo, ay, sigue muriendo, entre la desidia de lo que no se mueve y un futuro que no llega, entre los latigazos de un capataz invisible, la perplejidad necia de los que no sabían -no querían saber- lo que hacían, y la inercia de lo que no nos enseñaron a tiempo; por ejemplo, a fabricar cócteles molotov. Cómo acentuar el pensamiento y la certeza de ser una bestia agotando en círculos una jaula, hasta dejar de ser bestia, hasta ser la jaula misma, hasta ser el límite de uno mismo. De qué manera maldecir, escupir, conjurar esta infamia, este juego de tahúres del que somos juez y parte, y para el que nos vienen sutilmente preparando, palmadita en la espalda mientras te susurran al oído: o aprendes a jugar, chaval, o serás una ficha toda tu puta vida; en el mejor de los casos, convidado de piedra con propina que compre tu silencio.

Quiero pensar que existe una salida para todo esto, una puerta más allá del espejo que rompiera al abrirse todas las barajas, y que nos llevase a un tiempo fundacional en el que todo fuera posible. Pero tampoco para eso tengo respuestas. Mientras espero que la mariposa del Caos bata de mi lado, como todos, me limito a soñar, como todos, con una carretera hacia el sur que no se detiene, mientras arden a la espalda el tráfico y las oficinas. Sueño con no consentir que nadie me diga nunca lo que tengo que hacer, y con que me crezcan hojas de hierba en el bolsillo con las que pudiera pagar la amistad, el alquiler y la penúltima. Sueño con salir corriendo. Sueño con una plaza, un aljibe, una siesta a media voz y un cuerpo como un mapa que indicase todos los caminos. Pero también para eso me falta definición, me falta temperatura; y afuera es verano, y es norte, y llueve.

Por eso, por no saber cómo decirlo, hubiera sido mejor aplicarme el cuento. No escribir una sola línea, seguir fumando en la ventana, y cerrar la boca.