viernes, 21 de diciembre de 2012

Noche de gloria

(...)
Escucha la luz,
observa el estruendo;
penetra en mi puñal
y arrodíllate a mi sombra;
que no vendrán los lobos,
pero cuando vengan
seremos ya esta luz,
seremos ya este escalofrío



Escúchame, fantasma; abrázame fuerte
Convoca a los caídos del milagro

Acúname bien mientras ardemos borrachos
en la fiesta gloriosa del juicio final


jueves, 20 de diciembre de 2012

Decir que 'No'

Un 'yayoflauta' contra el 'repago'

En algo coincidieron de primeras Manuel Fernández Martín, jubilado y yayoflauta, y el joven médico que le atendió el pasado verano en un centro de salud de Granada: a ninguno de los dos les habían iniciado nunca en el significado del término desobediencia civil. “¿Pero es que no habéis tenido en el colegio clases de Humanidades donde os lo expliquen?”, le preguntó Manuel a aquel doctor que, por edad, bien podía ser su hijo. “Yo lo he tenido que buscar en el Google porque tampoco me lo explicaron, pero tú, con una carrera…”. [Reportaje para eldiario.es]

lunes, 3 de diciembre de 2012

Nacho Vegas: la tonada inextirpable

Existe. Siempre ha existido, en todo tiempo y latitud, en toda época: una secreta, perseguida, inquebrantable orden de exiliados en la propia piel cuyo único emblema es No; escrito en sangre sobre fondo oscuro... [Seguir leyendo en POCAVERGÜENZA]




sábado, 24 de noviembre de 2012

Estadística (o 'meterse en política')

Un día, el escriba que Winston Churchill llevaba siempre detrás (porque es sabido que los ingleses ilustres siempre han tenido uno de ésos, como Oscar Wilde, para que la Historia no se perdiera ni una sola gema de lucidez) transcribió un exabrupto que desde entonces no ha perdido vigencia: “Un muerto es una tragedia; muchos miles es estadística”. Y no me digan que no es verdad. Si está usted, pongamos por caso, viendo el telediario de las tres, con el puchero, y le informan de que están en vías de palmarla siete mil personas en la India debido a un escape de gas tóxico en una planta que una multinacional norteamericana tiene allí, haciendo turismo, seguramente la voz de Ana Blanco –que a este paso acabará dando las campanas del Juicio Final– no alterará lo más mínimo su deglución. Cosas que pasan, al fin y al cabo; no somos nadie, etcétera. Ahora: si en vez de esa nebulosa, remota historia, a usted le cuentan con pelos y señales el caso concreto del señor Khan, que ha perdido la vista, a sus tres hijos y al perro, y que ya no podrá volver a trabajar en su vida, quizás el potaje se le venga atragantando un poco. Quizás hasta cambie a Saber y ganar, donde lo más inquietante que puede ocurrir es que algún concursante no sepa de qué color eran las bragas de Nefertiti.
 
Lo que hemos sabido ahora es que en España se están produciendo unos 500 desahucios al día, con 119 suicidios directamente relacionados con ese dato en lo que va de año. También, que hay ya casi dos millones (1.737.900 exactamente, dicen, por no perder la afinación numérica) de hogares en los que no entra un solo duro. Todo esto quiere decir que podemos estar ya tranquilos, pues dejamos atrás señorialmente el zafio terreno de la tragedia para entrar en el de la distinguida estadística británica, la de salón, copa y puro. Aunque quizás en nuestro caso sería más atinado decir casino: un término más acorde, al fin y al cabo, con esa nobiliaria tradición de próceres locales de provincias que siempre nos han arreglado el mundo (o sea la finca) entre el humo y los bostezos del domingo. Pues tal es el entorno exacto del que proviene nuestro actual prócer, señor Rajoy Brey. En su caso fueron los geniales escribas de Las noticias del guiñol –la más trágica pérdida televisiva de las últimas décadas, por cierto– quienes le atribuyeron esta impagable gema de lucidez, hace ya unos años, cuando era apenas ministro del Interior de Aznar, o así: llegaba algún otro amiguete suyo del Gobierno, a hacerle una consulta, y Rajoy, que para donManuel Fraga Iribarne-que-en-gloria-esté siempre fue la viva estampa del Churchill gallego, respondía, altivo y socarrón, entre las sempiternas volutas de humo de su puro: “A mí no me pregunteshhh, yo no me meto en política”.
Rajoy consolando a su guiñol -o viceversa- (Foto: Gorka Lejarcegi)
 
Yo no me meto en política. Hay que ser un genio, o poseer directamente dotes telepáticas, para clavar de tal forma, y por aquel entonces, la psique de nuestro registrador de la propiedad. Porque ése fue, ahora que caigo, el primer trabajo del señor Rajoy, registrar propiedades: ya ven que el que avisa no es traidor. Claro que aquello era demasiada política para alguien cuya verdadera vocación era estudiar doce horas diarias en bata mientras su madre le hacía los colacaos. Por eso tardó tan poco en dejar aquel curro tan estresante, y por eso acabó entrando en política: precisamente para no tener que meterse nunca en política. Todo esto, dicho así, quizás suene un pelín abstruso, pero recuerden que la cosa va de salones y de casinos, y no de ordinarieces como la lógica o la realidad, ésa que al parecer acabó truncando tan inoportunamente el programa electoral de nuestro hombre.   
 
De modo que, según esta aplastante I-lógica (Lógica 3.0), el panorama nos cuadra perfectamente: Rajoy ha estado todo este año en su despacho de guiñol de La Moncloa, repantigado en el otrora sillón de Zeus-Aznar y soltando circulitos de humo cual Churchill gallego viendo al ejército de la crisis invadir Polonia (o sea la finca), en una resolución de cuadro edípico como para que ande brindando Fraga, allá donde esté, con Arias Navarro. Esperando, todo este tiempo, de puro en puro, a que la tragedia derivara en estadística. Supongo que cuando los españoles caídos (por la ventana) hagan un grueso suficiente en las aceras, el prócer tomará cartas en el asunto. Churchill, entre frase y frase, acabó declarándole la guerra a Alemania; lo de Rajoy sería aún más heroico, porque tendría que acabar enfrentándose con los dueños del casino y a ver qué haría entonces el hombre por las tardes sin su tertulia. Además, y en contra de lo que pueda parecer, debe de andar muy ocupado, devanándose los sesos en busca de alguna frase para la Historia que mejore la de su guiñol. No sabemos cuál de esas dos misiones es más improbable. 
 
[Publicado en FTS C. Magazine]
 

martes, 20 de noviembre de 2012

Aquellos 'mediocres' tiempos

Tiempos mediocres. Lo fui recordando puntualmente, misteriosamente, durante los últimos años; algo que escribió Manuel Vicent a cuenta del estado (aparente) de cosas en los primeros compases del siglo XXI. De cuando este estruendo macabro que hoy escuchamos hasta en sueños era apenas un murmullo, y la mayoría de las hoy víctimas directas del seísmo no oían nada, o preferían no oír –ingenuidad o terror profético– subiendo el volumen del mp3 en el metro, en la facultad, en las soleadas mañanas del Madrid viejo en que todavía podía uno leer El País y sentirse a salvo, en el mundo y la conciencia (o leer El País, a secas): España y todo el orbe seguían siendo un avispero en permanente estado larvario, pero nada llegaba (llegaría) nunca a ser tan grave; al menos, para los nacidos a este lado de la alambrada –lo que no deja de ser llamativo, visto ahora, teniendo en cuenta que ya había sucedido lo de Atocha con su consecuente cum laude en el horror–. De modo que se indignaba uno lo pertinente, se afianzaba hasta la complacencia en su convicción de saber por dónde iban –y vendrían después– los tiros, y con ese cóctel moral e intelectual agitado y mezclado con tinta fresca, César Vallejo y vino verde, pasaba uno a discurrir, solo o con Fulanita, sobre lo que más le importaba en el fondo: o sea, uno mismo.

No lo recuerdo literalmente, pero venía a decir Vicent que vivíamos tiempos de indiscutible perfil bajo, sin esas grandes hazañas y momentos dramáticos (entendidos como estados de ánimo y no como hechos puntuales: ya hemos dicho que de dramas de éstos siempre hemos estado lamentablemente surtidos) que amalgaman y coronan la Historia con mayúsculas, y por tanto sin esos personajes que la propia Historia vomita necesariamente como héroes, por vocación o por fuerza. Mediocridad en todos y en todo, vamos; mediocridad en los bares y en el Congreso, en los círculos literarios y en los saraos de copetín, en la Universidad y en la televisión, en el hampa y en las finanzas –arriba y abajo–, en la prensa y en la música, en el arte y hasta en las guerras en las que cuatro paletos visionarios se empeñaron en meternos sin llegar a meternos de verdad, como si fuera un Risk televisado –aunque los muertos y mutilados eran rigurosamente reales–. Tiene su sentido, visto ahora también, que durante aquellos cándidos días y los lustros anteriores la única fascinación épica posible la encontrase la peña en el deporte: como si las Nike ungidas en barro de Rafa Nadal –por ejemplo– nos redimieran algo a todos de la vergonzosa homogeneidad de nuestras zapatillas de andar por casa.

Tiempos mediocres aquellos, en fin, en los que todo era o parecía ser escandalosamente plano, y ni siquiera andaban ya los Azcona y compañía, por ejemplo, para contar el absurdo como dios manda. Ni Manuelas Malasaña tirando macetas desde el balcón ni Larras pegándose tiros en la sien, aunque fuera por mera protesta ante el aburrimiento. De Che Guevaras, Nerudas o Aurelianos Buendía, por supuesto, ni hablemos; y lo mismo –aparentemente– en el extremo opuesto. De vez en cuando, es verdad, a Zapatero se le olvidaba –pero para bien: era cuando aún molaba, recuerden– qué país gobernaba, y se le ocurría casar a los homosexuales, o dejar que TVE fuera un ente público y no púbico, o abrir fosas comunes, o pactar con los nazis etarras para que dejaran de matar de una puta vez, y entonces volvíamos a tener marchuqui hispánica de la buena, aunque fuera un rato, y Jiménez Losantos alcanzaba la resonancia que nunca logró en el patio del instituto soltando calculada basura ideológica por maitines, y los señoritos de la finca insinuaban sin complejos que el 11-M había sido cosa de Rubalcaba, ayudado por dos moros de Lavapiés “y un camellito sin dientes sobrino de un primo hermano de algún pariente asturiano” de la kale borroka –con explosivos de Paracuellos–, y Rouco Varela, mi querido, venerado, idolatrado Rouco, montaba raves católicas de tiernos castrati en la plaza de Colón, con respetables señoras-pitbull de pelo cardado que te atizaban con el paraguas a poco que no les convenciera tu indumentaria o la pegatina del medio de comunicación de tu micrófono.

Pero nada, oigan: fuegos fatuos, pobres pirotecnias; pueriles escaramuzas de chichinabo, lo de aquellos mediocres y ahora furiosamente añorados tiempos. Porque, si algo hemos ganado con la que está cayendo, si algo podemos sacar en claro de estos extraordinariamente infames días, es al menos dónde está realmente cada uno. Antes, hace un lustro apenas, todo era anodinamente difuso, obtuso y confuso; todo flotaba en un mismo y grisáceo magma de mediocridad en el que era difícil, a priori, ubicar las cosas. ¿Recuerdan aquel Contra Franco vivíamos mejor de los irreductibles y canosos analistas? ¿Recuerdan –qué risa, señora, visto ahora– aquella sibilina y conciliadora salmodia del “ya no hay izquierdas ni derechas” que te espetaban en la barra, sin variación, los inequívocamente más escorados a estribor de la nave? Bien: pues la demolición, al menos, también está acabando ya con esas mediocres ambigüedades.   

Hay una frase de aquel artículo de Vicent que sí puedo recordar casi literalmente ahora, porque es el motivo real de que haya recordado siempre esa pieza; una frase que siempre me titiló y que ahora me retumba de manera inquietante: “Benditos tiempos mediocres éstos –concluía, más o menos– en los que puede uno darle la mano en un cóctel a alguien que en otra situación no hubiera dudado en hacerte fusilar”.

Ya terminaron los tiempos mediocres, a mayor gloria de la claridad y muy a pesar nuestro. Ya no es difícil ubicar al peligro, a los enemigos, porque están donde siempre estuvieron: en realidad no se fueron nunca. Ahora lo que necesitamos saber es dónde están los héroes.  


[Publicado en FTS C. Magazine]

martes, 13 de noviembre de 2012

No habrá paz para los malvados

Hace ya algún tiempo (parece que fue nunca), en una entrevista de trabajo con cierto medio de comunicación, el señor de marras quiso saber de qué palo iba uno. Algo así como aquel “Quién es tu maestro, ¿nene?” que te espetaban las viejas del pueblo al salir del colegio, cuando te pillaban llamando a los telefonillos de los portales para salir pitando acto seguido... [Sigue leyendo]


 

viernes, 26 de octubre de 2012

Los muertos silenciosos de la crisis

Desahucio trágico y secreto
 
Llegó antes la ambulancia que los agentes judiciales. Se llamaba José Miguel Domingo Águila, pero era Domingo, el del kiosco, para todos los habitantes de La Chana: una humilde barriada granadina en la que todo el mundo se conoce y todos, a priori, lo saben todo de todos. O lo intuyen. Sin embargo, no fue hasta las diez de la mañana de ayer, cuando el secretario del juzgado se personó en la calle del Arzobispo Guerrero, cuando se supo que Domingo, de 54 años, iba a ser desalojado del inmueble en el que vivía solo, justo encima del local de su negocio, en el edificio que su familia posee desde hace décadas.
 
Uno de sus hermanos -que regenta una frutería junto al kiosco, en los mismos bajos del inmueble- lo había encontrado ahorcado, a primera hora de la mañana, en el viejo patio de la casa.
 
En realidad nadie lo sabía. Se le veía algo "deprimido", sí; un poco más "triste", quizás; extrañamente "alicaído", en los últimos tiempos, para su carácter naturalmente alegre. Pero lo cierto es que ningún vecino del barrio, en el que era francamente querido, podía imaginar que la desesperación que incubaba Domingo se pareciese más a una bomba de relojería que a la tristeza ambiental, ya casi endémica, que asfixia a este rincón de Granada. Al fin y al cabo, son horas duras para todos. [Reportaje para eldiario.es]

 

martes, 23 de octubre de 2012

El Latifundio

Sucedió en Madrid, en el año 2007. Muchos de ustedes no habían nacido aún, pero servidor apuraba por entonces sus últimos coletazos académicos en la sacrosanta casa complutensis de las ciencias informacionales, o meta-bio-intrínsecas, o como carajo llamen ahora a esa facultad; si es que sigue existiendo y Esperanza-Aguirre-de Arco y Gil de Biedma-enlapérgolayeltenis y sus monaguillos libertarios no han puesto ya orden allí de una puta vez, devolviéndola a su naturaleza franquista originaria: una cárcel para mujeres, según contaba la leyenda (que, si non é vera, é ben trovata). En fin; que nosotros, los de entonces, aún éramos aquéllos, y éste que escribe repartía su jeta entre la lírica y los deportes de riesgo, entre el periódico en el que curraba de becario por las tardes (con gran libertad de maniobra gracias a mi amable jefa, por cierto), los ritos iniciáticos en el Libertad 8 con mi compadre Manuel Cuesta y el bucanero del Valle, los cine-cerves de los miércoles con Ramos & Montero, y mi querida Casa del Sheriff: un lugar mitológico en Chamberí, mitad piso de estudiantes, mitad Aleph borgiano, en el que sucedieron tantas cosas en tres años no seguidos que hasta el cadete Dustin Hoffmann de El graduado hubiera salido de allí hecho un hombre, a las primeras de cambio, sin necesidad de tanto estrés. [El Sheriff, además, era una simpática y nada imprevisible señora que aparecía por allí a primeros de mes, sacaba una automática del bolso y te espetaba, apuntándote, con la cuchara con crispis en la boca aún: “El dinero”].
 
Sé –gracias a mi implacable memoria para ubicar cronológicamente cualquier estupidez– que debió de ser hacia la primavera, en una de esas tardes cada vez más largas en las que uno empezaba a sentir (no pregunten) un remordimiento anticipado por el futuro. Debía de hacer muy buen tiempo ya, lo cual explica el suceso posterior, que tiene que ver con una camiseta: la camiseta negra de manga corta (algodón por más señas) que llevaba aquel día; muy parecida, precisamente, a la que llevo justo ahora, mientras escribo.
 
Aquella tarde-noche, uno de los colegas con los que compartía techo en la mentada Sheriff’s House me invitó a unirme a él y sus compañeros de facultad en un bar de copas. Cerca de Argüelles, si no recuerdo mal. Así que volví del curro, dejé los bártulos y me fui para allá. Dos cosas me llamaron la atención, instantáneamente, al entrar en el garito. Una fue el cálido recibimiento, el espontáneo buen rollo general, atribuible, sin duda, a que todos eran buena gente y a que llevaban ya varias horas allí, dándole al frasco. La otra fue uno de los chavales del grupo, porque era imposible que no llamara la atención: después de saludarme efusivamente, me preguntó a bocajarro qué quería tomar, que allí invitaba él. Encantado de la vida, le dije que un Johnnie, por favor. Con cola. Acto seguido se abalanzó sobre la barra, feliz, sonriente, expansivo, con ademán de propietario, y al poco volvió al corrillo con un cubata para mí y varios para otros amigos más. Este detalle, sin ser corriente en absoluto (allá de donde yo vengo estas invitaciones suelen depender de asuntos de honor: el palo), no fue sin embargo lo que más me extrañó. Tardé un rato en darme cuenta: era su pinta, su aspecto físico, su careto.
 
 
Juro que no es una construcción literaria facilona y a toro pasado: yo sabía que la universidad a la que iba mi compañero de piso (un tipo cojonudo y de lo más normal, por cierto) no era normal en absoluto, porque no salía ni en los mapas (curiosamente, en nuestra casa había un póster con todas las universidades de Madrid; ésta ni siquiera figuraba). Mi amigo había ido a parar allí porque su carrera no se daba en ningún otro lado, o casi; las matrículas valían lo que se estará gastando en váliums Juan Luis Cebrián. Yo sabía todo esto, y ciertas trazas del muchacho pródigo (camisa y pantalón de marca, zapatos carísimos, raya a un lado del pelo y bronceado de serie) no me extrañaron nada. Sin embargo, me encontré pensando, estupefacto, algo que no había pensado nunca antes, porque nunca antes (o casi) había tenido oportunidad. Este tío, me dije –acechando de refilón su cutis perfecto, su perfecto pelo negro, su lugar perfectamente ocupado en el ambiente y en el mundo–, no ha pasado hambre en su vida; como tú, claro, como yo: como casi nadie de los nacidos en España en el segundo tramo del siglo XX. Pero hay algo más, me dije, en una intuición más de piel que de argumentos, más de instinto que de ciencia: su padre tampoco pasó hambre; ni su abuelo; ni su bisabuelo; ni su tatarabuelo. Seguramente –me dije–, era un ancestro suyo el que controlaba el cotarro en las cuevas de Altamira.
 
Repito que esta reflexión o delirio absurdo de clase (yo tampoco me crié en Burundi) era más atribuible al inconsciente que a razones serias, pero –ay, amigos, las razones mentales…– eso fue lo que pensé. Y no sé si era precisamente esto lo que andaba pensando, o ya lo había pensado, cuando, sentado en un taburete, copa en una mano y cigar en la otra, y mientras escuchaba la conversación que por supuesto monopolizaba nuestro hombre, oí de su boca una frase que casi me hizo literalmente atragantarme del impacto: “Es que en mi latifundio…”
 
 
Vale: los colegios y el instituto y la universidad a los que yo había ido sí salían en los mapas (señal inequívoca de su poquísima clase), y (vale) tampoco es que uno fuera nunca un alumno modélico. Sin embargo, a esas alturas de la vida, con 23 tiernos diciembres, uno tenía bastante claro qué era (qué había sido) un latifundio. Al menos en España. Si ustedes buscan ahora el término –como acabo de hacer yo– en el diccionario digital de la RAE, comprobarán que los augustos y ecuánimes académicos lo definen, sucintamente, como Finca rústica de gran extensión. Y tiene su gracia, porque eso fue precisamente lo que yo respondí, más o menos. Quiero decir: el término me pareció tan chocante en ese momento (tampoco fui a clase el día en que dieron algunas imprescindibles pautas sobre la prudencia en sociedad), que al oírlo se me escapó un conato de risilla del estómago; éste, en su llegada a la garganta, colisionó levemente con el trago de J.W., sin más consecuencias; pero las burbujillas que se me subieron a la nariz hicieron un poco más aparatosa mi reacción a la frase. Se me quedaron mirando muy quietos, el latifundista y un apéndice suyo que le había estado riendo las gracias todo el tiempo (supongo que el hijo del guardés del latifundio). Qué pasa, dijo; no sé si con palabras o con gestos. Entonces me aclaré la voz: ¿Un latifundio, tienes?, pregunté. Sí, qué pasa –el otro–. Pues –respondí, más o menos, intentado suavizar con una sonrisa algo que era ya insuavizable– que lo que querrás decir, supongo, es que tienes una finca, ¿no? Una finca (rústica) muy grande (de gran extensión), con mucha gente trabajando y tal; pero un latifundio, colega, como que suena más al siglo diecinueve; principios del veinte… ¿… No?
 
Algo así dije. El muchacho, visiblemente encendido, se lió entonces con cuestiones etimológicas. ¿Es que no sabes latín?, me inquirió –casi escupió–: De ‘latis’, tierra… Ahí confieso que dudé un segundo, porque en mis dos años de latín en el vulgar instituto público de mi ¡tierra! jamás había oído relación alguna entre esos dos términos [en realidad: latifundium: de latos, extenso, amplio; y fundo, propiedad; y la definición y explicaciones que vienen dadas en la Wikipedia le hubieran encantado también, aquí al erudito]. La discusión no duró mucho más; como iba a ser imposible ponerse de acuerdo en algo que en realidad no era ni mucho menos un debate lingüístico, sino moral (porque el lenguaje es inocente pero nunca o casi nunca la manera de usarlo), la conversación se zanjó de cualquier manera, y ahí seguimos, cada uno a lo suyo. El muchacho tenía (su papá más bien) un latifundio en algún lugar entre Andalucía y Extremadura, y yo no tenía ni puta idea de latín. Punto final.
 
Pero no era ningún punto final. Al poco, se me acercó otra vez, sinuoso, el Dúo Dinámico. Yo seguía en mi taburete. Pensaba que me iban a cantar algo (“Quisiera serrrr aurora boreaaalllll…"), pero lo que hizo, en realidad, el Jefe de Todo Aquello, fue preguntarme por qué llevaba esa camiseta. ¿Y esa camiseta, por qué?, me preguntó. Fue más la actitud que la pregunta, por supuesto, lo que me hizo ponerme en guardia: la pregunta me parecía absurda, pero la forma de dirigirse a mí había cambiado por completo. Digamos que el señorito (el de Gracita Morales) ya no tenía por qué seguir fingiendo lo que seguramente desde el principio había estado pensando: simplemente, le había abierto la puerta de la jaula y había salido, igual de exultante que cuando al principio invitaba a cubatas a los parias de la tierra. Esa camiseta, repitió, cuando le dije entre el humo del cigarro que yo no veía en ella ninguna cara de Bélmez, ¿vosotros sí? Entonces intentó explicar, en un extrañísimo discurso que combinaba el cinismo, el dadaísmo y un sentido del humor que quizás entenderían en su latifundio (el que le llevaba la cantimplora y la escopeta de caza se lo estaba pasando en grande), que le parecía extrañísima, aquella camiseta negra. Es que en mi pueblo, dijo, sólo van de negro las viejas, y los que van de luto. No recuerdo qué respondí, porque seguramente no respondí nada, más allá de limitarme a mirarles de arriba abajo, estupefacto, y a mirar alrededor buscando el condensador de fluzo de Regreso al futuro, a ver si me había equivocado de época también o, peor aún, había ido a dar al 2015 alternativo de Hill Valley, con el casino de Biff Tannen y todo el pifostio.
 
 
Lo siguiente, y lo último, que sucedió fue que me levanté del taburete, apuré la copa y me dispuse a despedirme de todo el grupo. Ya saben: palmadita en la espalda o apretón de manos, yo me voy que he quedado, pasadlo bien, etcétera. Por supuesto –cuánto daño (me) ha hecho siempre la ingenuidad combinada con la buena educación–, también quise despedirme gentilmente de los dos figuras de Cine de barrio. Me acerqué al latifundista, le tendí la mano; le dije, sin mirarlo apenas, cualquier frase de rigor. Pero, cuando iba a deshacer –urgentemente– el saludo, el sujeto se me acercó más, sin soltarme la mano, hasta darme con el aliento en el oído. Entonces pude oír, lenta, nítidamente, en algo que intentaba ser un susurro pero con todo el desprecio del que fue capaz:
 
–Que sepas que esa camiseta que llevas es de las que se ponen los que trabajan para mí en mi latifundio.
 
Lo poco que queda de la historia lo recuerdo vagamente; sólo retengo la imagen de mi compañero de piso, invitándome prudentemente a que saliera de allí, porque yo no tenía intención alguna de que aquella íntima, clandestina, romántica relación que se había establecido entre Cayetano-Froilán de Pichuli-Sidonia y servidor, tan potita, se acabara tan abrutamente; un lamentable coitus interruptus (seguro que con su profundo conocimiento del latín lo entenderá mi Señorito mejor que nadie) por el que aún me doy de cabezazos contra el suelo. Que ni con Monica Bellucci, señora.
 
 
A lo mejor se preguntan ustedes a qué venía aquí esta trivial historia de amor y desamor, lances y deshonras, más merecedora de la florida prosa de Antonio Burgos o Alfonso Ussía; cuando, además, bien habría podido yo vendérsela a Anne Igartiburu, o a Peñafiel. Pero es que, no sé. Uno nunca sabe, en el fondo, por qué le obsesionan ciertas historias. Simplemente, me ha regresado muchas veces a la cabeza, en los últimos tiempos, en las últimas semanas, esta historia; el fulano aquel, Altamira, el latifundio; Madrid, año 2007.

El inconsciente es que tiene estas cosas.


[Publicado en FTS C. Magazine]
 
  

 

domingo, 14 de octubre de 2012

“Yo, señor, no soy malo…” (del rencor, la EGB y el insomnio de Carl Ericsson)


“Yo no soy un rencoroso; por eso me voy a apuntar aquí esto que usted me acaba de hacer, para que no se me olvide”. Camilo José Cela, gran erudito en la materia –que no sólo por tremenda prosa llega uno a escribir el Pascual Duarte–, es de los que con más talento lo supo expresar, a la ibérica manera. Y es que si algo nos queda de hidalgos, aparte la candorosa e incorregible costumbre de que nuestro ego extienda cheques que nuestro bolsillo no puede pagar, parafraseando a otro filósofo contemporáneo amigo nuestro, es el genio para cagarnos en los muertos del prójimo de todas las formas y colores. Elegantemente incluso. [Seguir leyendo en POCAVERGÜENZA]




miércoles, 10 de octubre de 2012

A los heraldos negros


La revolución está dormida
en esta habitación

los soldados del sol
en la siesta de madera
           los pájaros
la esfinge dorada del domingo


la habitación es una iglesia: no podréis entrar aquí


La revolución está dormida
-he dicho dormida-
y vuestra marcha de Atilas en la hierba
le ingresa sueños de murciélago
(sólo la perturba)



Pero sigue este sol
-no os confundáis-,
          sigue cantando en el eclipse
el pájaro que sueña con nosotros
que reza por nosotros


No os confundáis:
esta tarde es una iglesia
hay un templo en los tejados




Nunca detendréis a la belleza
           
          oídme:
                     Jamás se detiene, la belleza




X/'12

jueves, 4 de octubre de 2012

'keeps turning'

“On our aniversary…”
(Tom Waits)


En nuestro aniversario,
cuando ya lo hayas olvidado todo,
cuando ya no recuerdes lo que te dije
la noche que quisimos arriesgar,
hablar claro vendándonos los ojos,


cuando el viento haya barrido esa ciudad
y a tu regreso ya no sepas ni quién fui,
ni por qué,


                  cuando pienses que ya no existo,
que ya lo habré olvidado todo,
tal noche como aquella
                                     yo estaré


aquí,
         apagando toda la casa,
emergiendo las velas del espejo,
vestido de etiqueta en la penumbra
y escribiendo esto
mientras llega, corazón,
mientras lleg  






lunes, 3 de septiembre de 2012

Olímpicos

Soñar con saltar dos centímetros más, que uno mismo o que el de al lado: eso es a lo que casi todos consagramos nuestras grotescas vidas. Tuve esta desoladora revelación, cual caído del caballo (de la hamaca), una tarde de agosto, en pleno sestero, al observar de reojo en la pantalla cómo una señora cincelada en ébano tomaba carrerilla para salvar de un salto un banco de arena. Como perseguida por un predador, o por Esperanza Aguirre. Nosecuántos metros con nosecuántos centímetros. Parecía tratar de contener una gran alegría, la mujer; me recordó a cuando conseguíamos, de críos, que no nos sacaran a hacer ecuaciones a la pizarra, tras rezar lo que supiéramos o (los más místicos) tirar el lápiz al suelo y agacharnos a recogerlo con el fin de desaparecer del campo visual del profesor, en un éxtasis de fe que ni los suicidas de Al Qaeda. Toma-toma-tomaaa…, se felicitaba uno por lo bajini, agitando el brazo espasmódicamente con el puño cerrado, mientras el elegido para el sacrificio se levantaba desfallecido de la silla y avanzaba entre las mesas arrastrando los pies, camino del cadalso. Pues menuda estupidez, pensé, invertir años (décadas?) en el único y glorioso objetivo de subir o bajar dos números de nosequé marca que a nadie importa un cojón de pato. Pero acto seguido tuve que pensar, honestamente, que quién era yo para juzgar la relevancia de tal cosa. Y tuve que pensar también, con gran dolor, que, puestos a eso (estaba esperando a que pusieran la final de baloncesto entre España y Estados Unidos), invertir años o décadas de tu vida en ser el mejor haciendo pasar un balón por un aro colgado de un tablero a tres metros del suelo no dejaba de ser menos estúpido: precisamente era esto con lo que soñaba uno en esos tiempos de las ecuaciones en la pizarra, antes de que me llamara el Señor por otras sendas (Y todavía hoy sueño de vez en cuando con que las enchufo de todos los colores, en un partido en el que parezco jugar yo solo contra unos adversarios imprecisos, que jamás pillan un balón). 

Y bien, puestos a eso –pensé finalmente, atónito–, qué diferencia habrá entre la muchacha que quiere saltar dos dedos más de arena y servidor, que quisiera escribir piezas en verso y prosa cada vez más esplendorosas y floridas; o entre aquello y lo del señor que tiene cuartos para comprarse el Mar Menor pero que no pega ojo porque quisiera tener cuartos para alfombrar el desierto del Gobi; o la lumbrera que se levanta todos los días queriendo ser más vasco-y-vasca o español-español-español que el día anterior. O entre todos éstos y –aquí ya me asusté bastante– Ferrán Adriá, que debe de pillarse unas depresiones tremebundas cada día que no le sacan en El País, contando cómo le ha ido en el cuarto de baño. A ver si vamos a ser todos gilipollas, pensé. Y es más que probable. Pero es que el camino que va llevando hasta dicha gilipollez está bien claro y asfaltado, y  transitado que no vea, señora.

Cuál es el resorte por el cual vamos confundiendo en la vida la felicidad con el éxito, y el éxito con determinados conceptos (generalmente numéricos) que a la postre se revelan como paulatina y flagrante ciencia ficción, es una de las cuestiones más inquietantes de nuestros estúpidos días. Ponga usted lo que quiera: número de ceros de la cuenta corriente, número de milagros que hace su teléfono móvil, número de sitios que ha visitado este verano como si fuera usted Barack Obama en campaña electoral (no por el placer de viajar, sino para echarse la foto, subirla una décima de segundo después y que se sepa cuánto ha viajado, a cuántos exóticos lugares, y qué guay es usted, en suma), número de ejemplares vendidos, número de veces que le da la peña al me gusta en esta misma página… Pero bueno, en fin; en absoluto es cosa de hace dos días, todo este despropósito. Nanai: no sé si somos conscientes, por ejemplo, de cómo en esos mismos colegios a los que antes me referí nos fueron y siguen inoculando a todos, antes de aprender a balbucear siquiera, algunas cosas bastante útiles para vivir, pero también algunas otras, bastantes, para el sinvivir. Por ejemplo, el sutil e inconsciente credo de que el compañero de pupitre no es un amigo sino la Competencia, presente o futura, y la vida una carrera constante en la que aspirar a medalla obligatoriamente; y si dejas de pedalear –no lo olvides nunca–, te caes. Y como demasiadas veces en los últimos tiempos las medallas –números de nuevo, qué casualidad– las ponen perfectísimos analfabetos que hicieron Magisterio para no marearse mucho y tener cuatro meses de vacaciones al año (que ésa es otra también, en manos de quién se deja algo tan extraordinariamente esencial como la educación), pues resulta que tenemos espléndidas legiones de criaturas a los que jamás se les enseñó a disfrutar del conocimiento, de la ciencia y la cultura, sino a aguantar con miedo o desidia una infinidad de horas criminales en las que se les alecciona industrialmente en el gregarismo, la indiferencia y el adocenamiento crítico. Enviándoles el mensaje tácito y suicida de que el saber (“lo más hermoso”, que decía mi tía-abuela la Antonia) es un coñazo. Y así nos va, y nos irá. (Y en el aire les dejo la trivial cuestión de a quiénes puede interesar que todo esto sea así).

Pero me desvío, creo; y tampoco es cuestión de echarle (toda) la culpa al sistema educativo de los últimos siglos. Al fin y al cabo, siempre ha habido y habrá de todo en la viña del Señor. Y yo sólo trataba de desentrañar esa insondable y frenética ceguera por llegar antes que nadie a romper la piñata. Que en el fondo, como siempre, no es sino otro sordo aullido de ese miedo puro, elemental y originario que tenemos todos a la extinción, tal y como la entendemos por aquí, y que nos lleva a tener que justificar nuestra existencia constantemente, ante nosotros mismos y ante los otros, pues lo contrario –si dejas de pedalear, te caes– sería el equivalente a no haber existido jamás, según pretende creer nuestro cándido ego. Hagan la prueba. Pregúntense, los millones que no tienen trabajo ahora mismo (más de la mitad de ellos de mi generación), cuál es la más profunda razón de su ansiedad; comprobarán cómo, ineludibles cuestiones económicas aparte, el miedo a la consideración del entorno (familiar, social, el que sea) es la más potente de ellas. Porque: tanto produces, tanto vales; tanto ganas, tanto eres; tanto prestigio –concebido por las ya mencionadas productoras de ciencia ficción– aparentas tener, tanto te respetaremos. Da terroríficamente igual si uno era feliz o no con el trabajo que tenía; si, por esas cosas del Caos y del misterio, está uno aprendiendo más de la vida al perder ese trabajo que en veinte años rompiéndose el culo para Perico de los Palotes S.A.; si, quizás –y porque la vida es siempre mucho más sabia, si uno sabe escuchar–, gracias a lo que en un principio era una putada acaba uno encontrando su verdadero camino: da pavorosamente igual, para la escandalosa mayoría, porque aquí de lo que se trata es de llegar a tiempo (llegar, aquel cándido verbo: Tú llegarás, nene; Ése no llegará a ningún sitio, etcétera) adonde cuatro listos y otros cuatrocientos millones de cómplices idiotas han decidido que hay que llegar. Y, oiga: si usted invierte toda su vida en ser un absoluto infeliz, pues a todos nos parecerá muy bien, porque usted llegó, aunque nadie sepa exactamente adónde, aunque haya sido a costa de su salud o de pisar cabezas. Y los autosatisfechos y lamentables capullos que te necesitan como ellos en su traje nuevo (y gris) del emperador te acogerán en su seno, te darán palmaditas en el hombro y te enseñarán encantadísimos las fotos de su váter con el móvil, antes de volver cada uno a dormirla para ir a trabajar al día siguiente en algo que aborrecen, para poder amueblar una vida que, si pudieran, cambiarían a toda leche por la de otro gilipollas que sale en Telecinco.

“Sólo cuando aprendamos que la vida es gratuita, que no hay que pagarla con nada, habremos aprendido a vivir”, escribió, más o menos (cito de memoria), Francisco Umbral, precisamente en esa obra maestra dedicada a la muerte de su hijo llamada Mortal y rosa. Pero hasta a él, que le ocurrió lo peor que puede ocurrirle a nadie, se le fue olvidando su propia verdad, hasta volver a convertirse –metafóricamente, digo– en ese talento feroz pero angustiado que, recién llegado a Madrid, se iba parando en los kioskos para contar las publicaciones en las que debía estar escribiendo, porque él quería ver su firma en todas. Y es que ninguno estamos libres del terror, del ensueño, de la vanidad; y la competencia bien entendida puede ser providencial como acicate, como aguijón para dar lo mejor de uno mismo. El problema surge cuando ésta se convierte en ley, en filosofía de un tiempo y en dogma de fe; cuando uno consagra toda su vida a eso, a la medalla, olvidándose de si disfruta o no con la misión, hasta que un día le revienta un cáncer, o los años, o una bala perdida, y entonces, algún viejo –si es que aún quedan para entonces viejos así– pronunciará en nuestro honor la antiquísima salmodia, “No somos nadie”, tras haber alcanzado al fin, impetuosos, asqueados y encantadísimos de habernos conocido, la cima de la Nada.

[Publicado en FTS Cultural Magazine] 


lunes, 23 de julio de 2012

Ismael Serrano o la cita necesaria


A mi amiga Mariel Bordené/Eloísa Dougherty,
campanilla del Sur,
que nos recupera del susto
con los ángeles del canto
en Ushuaia, Argentina,
diez años después



Una de las grandes lecciones que los profesores del arte y de la vida nos enseñan es que un artista no es sólo su trabajo: también suele serlo –aunque no necesariamente– su conducta. Si es cierto que no conviene confundir vida y obra, a riesgo de caer en pueriles equívocos o en incómodos, desagradables desengaños, también lo es que ciertas formas de estar en el mundo, ciertas maneras, cierta insobornable mirada de un creador sobre los sucesos y las cosas, quizá no hagan mejor el resultado de su esfuerzo, pero sí pueden colorear, alentar, mantener encendida una luz insomne, familiar, antigua, que inviste y hermana a cada pieza de su artesanía como un eslabón más de una misma memoria sentimental latiendo siempre en el escalofrío del seguidor, del cómplice, del cofrade.

Hay autores, por ello (y sospecho que es lo que sucede siempre con los más grandes), cuya proyección, cuya solidez en el imaginario colectivo no se funda exclusivamente sobre el éxito, ese diabólico término cuyas líneas jamás están bien definidas y que, máxime en estos tiempos de cortinas de humo y juguetes de usar y tirar, tampoco conviene confundir nunca con la victoria. Con la tantas veces secreta victoria con que la Fortuna condecora la valentía, la obcecación, la autenticidad de un artista, y que poco o nada tiene que ver con llenar auditorios o gozar de incuestionable prestigio público.

Ismael Serrano aúna legítimamente esas dos lecturas. O, digamos, la legitimidad de la una le llevó a la otra: su éxito, el hecho de que su música llene auditorios, sueños y conversaciones cotidianas a éste y al otro lado del Atlántico, no es ningún equívoco o malentendido precisamente porque la autenticidad le llevó allí; luego, la suerte, el azar, las leyes ocultas que rigen este tipo de cosas sólo han tenido que sentarse a escucharle a lo largo de los últimos quince años, como nosotros, simplemente porque este muchacho jamás bajó la guardia en su pulso con el mundo, su oficio y la vida. Cumpliendo sin descanso su parte del pacto.

Y es que, si no todos los discos de Ismael Serrano son imprescindibles (pero cuántas obras de cuántos artistas lo son?), él sí ha acabado por serlo; él sí se ha hecho necesario a fuerza de recordarnos tenaz, fielmente, cuál es el motivo último por el que se puso a cantar y nosotros a escucharlo, como a un hermano mayor en las barras de bar últimas de la adolescencia. Le descubrimos entonces –otoño del ‘98: yo iba a cumplir quince inverosímiles diciembres– y le abrazamos de inmediato, atónitos, subyugados y felices, perplejos de gratitud ante el acontecimiento súbito de aquel imberbe con voz de humo sin edad ni tiempo que parecía sin embargo haber estado ahí desde siempre, custodiando el mito de la juventud serratiana y el imaginario sentimental de transición de nuestros padres mientras apuraba el cubo de calimocho en el metro de Madrid y se manchaba de hierba los pantalones en el campus de la misma universidad a la que iría yo, años después, quién sabe si para seguir aquellas huellas. Fue escuchar los primeros compases de Últimamente en el Sol Música (se acuerdan?: aún podía oírse de casi todo en la tele), y pensar: “De dónde ha salido este tío, que no me toca nada y es mi hermano???”. Habebamus heredero de Serrat, hijo conocido de Silvio y Aute, vida después de Sabina. Veinticuatro -24- insólitos años contaba apenas la criatura cuando aquello, cuando nos hizo aquel regalo llamado La memoria de los peces. Luego nos enteramos de que tenía otro disco, anterior pero igualmente pasmoso (Atrapados en azul, 1997), y tuvimos ya que arrodillarnos, mitad devoción, mitad susto.  

Ismael Serrano fue, ha sido tantas cosas para quien esto escribe que resulta imposible ser ecuánime al hablar de él, y sólo los acólitos de la hermandad entenderán esto en fondo. Porque por supuesto que hay peros que ponerle (lógicamente, si uno no ha descuidado su honestidad crítica); pero qué relevancia tienen cuando uno se inició en la edad del dolor poniendo a sus lances esa banda sonora. Cantaba Ismael en las desolaciones iniciáticas y en las euforias del alma en cueros, cuando volvía uno de madrugada prometiéndose cumplir punto por punto las profecías de la aventura. Cantaba alentando en las heridas y cantaba en los primeros himnos del despertar político, cuando empezábamos a llamar a las cosas por su nombre y encontrábamos en el trastero de los abuelos los papeles escondidos de la Historia. Cantaba en sincronía absoluta cuando se consumían en sus rincones los abuelos del bando vencido y yo me enamoraba cada día y lo contaba todo y lo escribía todo en cartas desde Cieza que leía mi amigo Jorge en Cartagena oyendo también al otro lado la misma canción. Cantaba, en fin, durante las confesiones ante el fiscal nocturno tras cada desengaño y antes de cada desengaño y durante fines de semana eternos del instituto en que todas las noches llenísimas de escándalo, de vino y rosas, parecían ser –benditas sean– como aquella canción suya, La cita, en la que dos colegas que se corren una juerga memorable prometen, al despedirse, reunirse en el mismo bar pasados exactamente diez años.

Esos diez años, y algunos más, ya han pasado. Ya han pasado esos diez años, y alguno más, desde que salimos del instituto para cumplir todas las promesas del corazón. También han pasado muchas cosas, tantas y tantas cosas, en nuestras vidas y en la suya, en el mundo y en cada habitación. Wendy ya nos traicionó a todos pero no dejamos de beber y de llorar de ron en las noches azules junto al balcón abierto. Ya dejamos de reconocernos unos a otros en los bares de Malasaña, pero las miradas al pie de la barra siguieron siendo las mismas, en La Latina o en el exilio. Vimos princesas cabalgar desnudas al filo de la niebla y también, más pronto que tarde, claudicar ante la ley a las cenicientas más insolentes, más audaces en otra época a la hora de saltarse en marcha de las carrozas el toque de queda. Vimos al mundo rendirse al miedo y entregarse sin complejos a los tahúres que nos han traído estos lodos desde el polvo de los escombros de las Torres Gemelas, y a nuestro país caer al pozo de una infamia política y moral inédita en decenios [tranquilos: siempre podremos seguir cavando, una vez toquemos fondo, hasta alcanzar un día de éstos el núcleo terrestre]. Vimos el horror en Madrid, pero empezamos a asumir la incertidumbre que implica siempre la vida. Hasta empezamos a perder pelo: o se nos caía al hacer la matrícula en septiembre o nos lo tomaba incansable la loca aquella que siempre nos estaba dejando –qué estrés, qué estrés–; luego la vida echaría abajo su puerta, pero también todas las nuestras, las demás, irremediablemente. Fuimos creciendo, en fin; algunos, hasta madurando. Y unos se quedaron y otros se fueron, y algunos empezamos a amar aterrados los aeropuertos y algunas se quedaron a dormir en Barajas, como Penélope, y unos ejercieron sin saberlo de Victor Lazlo y otros tuvimos que aprender a enarcar la ceja como Bogart/Blaine, inevitablemente, por cojones vamos, que tampoco somos tan idiotas: al final siempre dio un poco igual, sin embargo, porque los de esta nuestra estirpe siempre estuvimos dispuestos a pagar las copas de los maridos de las mujeres que amamos tanto, dónde estarás, cuando nobleza obligaba. Estuvimos a punto de ver al abuelito Augusto palmarla en el trullo, pero el estado mundial de cosas se ha ido revelando tan tópicamente exacto a algunos versos del Papá cuéntame otra vez que al final nos estamos doctorando en AscoPena. Las hostias siguen cayendo, sigue en el metro esa mujer que se parece a ti, y demasiados colegas no han acudido a la cita. También se han ido cumpliendo algunos sueños, pero ya sabemos que no sólo por azar, o por suerte, sino por haber tratado, menesterosamente, de ser lo más fieles posible a lo que soñábamos, pautando todavía en la guitarra el Vértigo viejo en la penumbra como en las noches de oráculo de la selectividad. Volvimos, como Sísifo, una y otra vez, a las casas demolidas del amor; resucitamos en el templo de la fruta, los pájaros y la risa. Le pusimos pantalones largos al viejo Peter Pan para sobrevivir con honor al marzo de fiebre, temblor y naufragio de Buenos Aires.

En todo este tiempo, en todos estos años, unas épocas más, otras menos, unas veces con reconocimiento tranquilo y otras con renovados gratitud y entusiasmo, pero siempre, siempre con la profunda sensación de estar tomando el tren a casa, hemos acudido a la cita infalible que Ismael ha seguido estableciendo con nosotros en cada disco, en cada canción, en cada concierto; siempre puntual, fidelísimo y necesario ha cumplido Ismael con el jubiloso compromiso que contrajo hace ya tres lustros con todos nosotros, sus familiares, amigos, desconocidos íntimos, que esperamos sus acordes, su verso de calle y sueño y su declaración de abrazos como decía Miguel Hernández que espera siempre el pueblo a los poetas: “Con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”. Sobre todo –ay–, sobre todo en este mezquino siglo en que nos va a tocar a nosotros, con miedo y esperanza, con dolor, resolución y coraje, transitar el derrumbe de aquella infamia del fin de la historia. Como siempre sucedió, en cualquier época, al fin y al cabo.

Mientras tanto, seguiremos acordándonos de vivir todos los días; seguiremos siendo enemigos del ruido y partidarios de vivir con el compromiso sagrado, inaplazable, de ser lo más felices posible mientras dura el viaje; que ésa es, y no otra, la verdadera y más profunda deuda que contrajimos con aquéllos que se dejaron la piel y las uñas y el estómago para que podamos ahora cantar, escribir, besarnos en la calle y tener muy claro que hay ciertos suelos bajo nuestros pies que jamás dejaremos que nos privatice esa turba de miserables, sórdidos castrados para cualquier cosa parecida a la belleza. Es lo que algunos seguiremos intentando a toda costa: es la lección que algunos insustituibles referentes, como Ismael Serrano, nos han enseñado a lo largo de todos estos años, más allá de matices ideológicos o aparentes eslóganes de ocasión. Porque ésa es nuestra parte del pacto, lo menos que podemos hacer para corresponder a esos pedazos de belleza que han puesto temblor y escalofrío a algunos de los momentos más decisivos de nuestras vidas, pomada y gasas a nuestras cotidianas tristezas; que, como las canciones de Ismael Serrano, vienen siempre a ofrecernos una mano y un motivo, una hoguera, un trago y un recuerdo de hogar cuando arrecia la derrota, el insomnio, el desamparo.

Decía el señor George Steiner que la crítica literaria (cualquier tipo de crítica artística, añadiríamos nosotros) debería surgir de una deuda de amor. Servidor pretendía un vistazo sucinto, un homenaje, un saludo riguroso y guerrillero a la trayectoria del más célebre paladín, primum inter pares, de una generación prodigiosa de trovadores, pero ya ven, no ha habido forma; y al final me ha salido un delirio perfectamente denunciable a los de azul [y aún así y con todo se me quedan cosas en el tintero: que alguien me denuncie ya]. Es lo que suele suceder cuando intenta uno saldar humildemente ciertas deudas. Esta deuda es infinita y viene de muy lejos, así que intentar pagarla en estos términos suele resultar inútil. Que continúe Ismael acrecentándola con su voz y sus silencios, con su guitarra alerta y su relámpago en los ojos, y que sigamos todos nosotros escuchándole en un mismo escalofrío, del Cono Sur al Mediterráneo, tratando de saldarla cada día en la insobornable determinación de no dejar jamás de ver más allá del horizonte. Y que todos ustedes lo vean en días más piadosos, más festivos, más felices.



viernes, 13 de julio de 2012

"Cosas muy claras / que no son verdad"

Durante bastante tiempo he vivido sin televisión. En países distintos, en épocas alternas. En realidad nunca supuso ningún trauma, pues ya desde los tiempos de la facultad en Madrid empecé a pasar bastante del rollo, por voluntad o por fuerza, entre las escasas cosas que me interesaba ver y los rigurosos consejos de guerra que en los pisos de estudiantes se suelen celebrar a cuenta de la posesión del mando a distancia (El Mando), terroríficamente parecidos, demasiadas veces, a las juntas de vecinos de Aquí no hay quien viva. Algunos tenemos esa suerte, la de encontrar en ciertas pantallas mentales, de papel, tinta o humo de sueño, historias tanto o más adictivas que las que ofrece ese aparato (incluso más peligrosas, si cabe); más necesarias aún cuando, además, no siempre ha dispuesto uno de conexión a internet: o sea, a la HBO –que ésa es otra

De modo que no la eché de menos en absoluto cuando, en cierto diciembre de exilio y fantasma, de velas y mudez, me fui a vivir solo a una casita en el desierto de nieve del centro de Europa. Mi palacio de papel. Había otras televisiones, allí. Una era un cuaderno azul a rayas; otra, un ventanal que miraba hacia la calle, la noche y los cuervos de los tejados; la tercera consistía en mi alucinación constante y cotidiana. (Y juro que puede uno volverse mucho más loco que haciéndose un maratón catódico entre Intereconomía y Telemadrid hasta arriba de anfetas)

Así estuve casi dos años –sin tele, digo, que la vida de ermitaño duró poco, a dios gracias–, y, tras el paréntesis de otro año, más o menos, regresé finalmente a ese silencio monacal que puede revelar dragones en el salón, y que también provee de impagable calidad de vida. De salud, que es lo principal, como decían las viejas de mi pueblo

He dicho salud, y no ha sido a la ligera. Porque de manera lenta, casi imperceptible, he ido abrazando como un dogma las infinitas propiedades benéficas de vivir sin ese trasto; cosa que, por cierto, el ser humano soportó perfectamente durante varios millones de años, hasta los 50 del siglo XX o así. Puede uno pasar de esta forma noches enteras de vino y penumbra conversando con quien más quiere, por ejemplo, llegando hasta lo más profundo de uno mismo y del laberinto. Puede escuchar mucho más durante el día el sonido del silencio, que es algo a lo que la mayor parte de mis congéneres ha ido renunciando con urgencia en las últimas décadas, acojonados por si alguna vocecilla interior les pide ciertas incómodas explicaciones. Puede ahorrarse basura ambiental y ganar en claridad de ideas [demasiada información es des-información en la mayoría de los casos]… Puede, en fin, aprovechar muchísimo más el tiempo, sobre todo si uno es propenso, como servidor, a embobarse con el vuelo de la mosca

Y sin embargo todo esto ha quedado lamentablemente relegado a un segundo plano en los últimos tiempos. Estas ventajas, quiero decir; estas menesterosas conquistas. Porque, a lo largo del último curso, lo de vivir sin televisión se ha convertido también en una cuestión de supervivencia moral. No insinúo ni remotamente que para conservar la decencia haya que tirar la tele por el balcón: simplemente, que esta desolación, la terrorífica, escandalosa, implacable desolación con que nos están azotando diariamente los amos del universo todos estos meses, ha provocado que el hecho de tener o no la televisión encendida pueda suponer la diferencia entre la esperanza y la depresión, entre la alucinación y la tranquilidad necesaria para ponderar la realidad en su justa medida


En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad

, escribió una vez, desde dios sabe qué abismo, don Antonio Machado. Que era un sabio muy consciente de que demasiadas veces las cosas que vemos en los sótanos de la conciencia, como pájaros de luto, son sólo sombras, escombros de marionetas bailando al son de la música siniestra del miedo. En el caso que nos ocupa, del miedo que a los psicópatas que mueven nuestros hilos les conviene tanto que sintamos

Porque yo no sé ya, a estas alturas, cuánto del miedo que sentimos es real y cuánto es el imperativo, el clima o la necesidad de ese miedo. He vivido todo este tiempo sin televisión, pero por supuesto no desconectado del mundo. En los últimos meses sí que conservé la costumbre de echar cada mañana un vistazo a las portadas de todos los periódicos al pasar junto al kiosco. También dejé de hacerlo. Que nos vayamos todos ya a la mierda, pensaba al reanudar el paso, al confirmar cada día que hasta el periódico de referencia también era ya inútil. Que todo se hunda ya de una puta vez si es que tiene que hundirse, pero que no nos sigan llenando de miedo y asco todos los días con leyendas y conceptos de ciencia ficción (prima de riesgo, rescate, recapitalización) que prácticamente ninguno entendemos de facto porque no les interesa que lo entendamos. Que se joda todo ya, si es que se tiene que joder, pensaba, pero que se acabe ya esta puta incertidumbre y así al menos podamos volver a empezar


El otro día me mudé. Por décimo-no sé cuánta vez ya. A una casa blanca, amplia, barata, recién pintada, con vistas a los sueños lorquianos que tenía uno de adolescente, cuando mucho antes de casi todo (sí, lo siento: yo también soy feliz, a veces, en medio de la desgracia de los hombres). De entre las cosas que los anteriores inquilinos dejaron allí, una tele. Un monitor. Hasta me alegré un poco al enchufarlo, pensando que al menos en el calor de la siesta y en algunas noches podría pillar algo que merezca la pena. Era la hora de comer, así que puse –viejas inercias– el telediario. Salieron los psicópatas retorciendo por enésima vez el tornillo del garrote vil. Duré poco. Ya con la comida acabada la volví a encender. La Sexta 3. Ponían una película bellísima de José Luis Cuerda basada en un relato tanto o más hermoso y terrible de Manuel Rivas, La lengua de las mariposas. Hacía años (mucho antes de casi todo) que no había vuelto a verlos, ni la película ni el libro de relatos de Rivas (Qué me quieres, amor). La pillé, precisamente, en ese momento en que en la escuela homenajean al maestro, interpretado de manera subyugante, tremenda, conmovedora, por el inmenso Fernando Fernán Gómez

Pillé esa película justo en el momento en que el director del colegio le dice al profesor gracias, muchas gracias, en nombre de todo el pueblo, y los padres de los niños aplauden, y los niños aplauden, y el cura y el militar se miran de soslayo diciéndoselo todo sin decir nada, y un padre malencarado, rufián, se lleva a su hijo de la clase como una exhalación, borracho de ira, justo cuando, con los ojos húmedos y el corazón en la garganta, el maestro Fernán Gómez dice para todos los que le oyen (cito de memoria): “Si conseguimos que al menos una generación, una sola generación, crezca libre en España, ya nadie podrá quitarles la libertad”


Y, como otro maestro -José Hierro- en una situación parecida,

no le he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar



miércoles, 4 de julio de 2012

Félix Grande: el pozo, la lágrima, la victoria

Existen deudas del corazón que uno no terminará de pagar nunca. Existen paladines, tutores del corazón, a quienes uno no terminará nunca de agradecer su consuelo, su ofrenda, su investidura. Las líneas que siguen son esbozo de un trabajo (corregido y aumentado) mucho más excesivo, más impúdico, más vasto y depravado, sobre el capitán de la poesía Félix Grande. Fue publicado hace unos meses en el último número de la revista República de las Letras, con motivo de su 75 cumpleaños y de la aparición de su nuevo poemario, Libro de familia, tras décadas de relativo silencio poético editorial. Lo que en principio iba a ser tan sólo un saludo cortés hacia ese acontecimiento literario, aspiró sin embargo, finalmente, a saldar un antiguo asunto de honor con uno de los artistas a los que más debe este humilde plumilla, aprendiz de discípulo de todo. No creo que lo consiguiera; sí me quedó, en cualquier caso, la fiesta de celebrar su obra, la alegría de abrazarle de nuevo en la distancia y el orgullo de haber hecho, honestamente, todo lo que pude

Ya sabéis: todo lo bueno
que uno malamente pudo


***


Hubo un niño, una vez, que antes de aprender a escribir ya había aprendido de memoria, bien aplicado, bien atento y perplejo en la primera fila, el abecedario del terror inscrito en el brocal de un pozo.

Hubo un niño, una vez, que, después de remontar como una liebre los campos amarillos, y de mirar mucho al horizonte con la aventura en los ojos, y de vislumbrar el escalofrío en los ojos de otra niña del pueblo que apartaba la vista y sonreía, salió al patio de su casa, despacito, para aprender de golpe y sin remedio una lección que algunos tardan décadas en aprender, por afortunados, y otros muchos evitan aprender estrictamente, muertos de miedo.

Hubo un niño, una vez, que aprendió muy pronto –¿demasiado pronto?– el sonido del silencio goteando en una víspera, el respirar del lobo tras la puerta cerrada con llave por los adultos, y esos golpes de la vida, tan fuertes, ante los que sólo cabe enmudecer.

(...)

Aquel crío se llama Félix Grande Lara, y acaba de cumplir –perdóneseme la indiscreción– setenta y cinco años. Setenta y cinco siglos, setenta y cinco estocadas, setenta y cinco fiestas con candil celebrando esta cosa rarísima de respirar y ser y estar vivo. También tiene planta de seductor irredento, un pasillo infinito lleno de libros, una mujer –Francisca Aguirre– a quien acompaña y le acompaña desde hace medio siglo, una hija –Lupe– que heredó su perfil, una patria en Tomelloso –Ciudad Real– y otra en Santiago de Chuco –Perú–, un heterónimo que se llama Horacio Martín, un billete de vuelta a Atocha, una guitarra que le abandonó por Paco de Lucía, un retrato del pincel de Luis Eduardo Aute, las manos cuarteadas por el amor, la cabeza como una cosecha de nieve, un banquete con Neruda, una deuda con Cortázar, el altísimo honor de que Luis Rosales le ordenase caballero y el nada desdeñable honor de que Gabriel García Márquez la cagase estrepitosamente, por una vez, al endosarle un adjetivo. Cuando habla no habla: saca del fondo de algún río íntimo palabras que son gemas, fruta, música; cuando te mira en silencio, y te escucha, parece venir de muy lejos, como para darte la mano por un camino que él ya transitó mucho tiempo antes que tú. También es, como su propio apellido indica, uno de los más grandes poetas en lengua castellana que haya dado el siglo XX, a pesar de tener siempre muy presente quiénes son los maestros, los "capitanes del idioma", y sólo consienta denominarse "aprendiz de discípulo" de esos templos; no es falsa modestia: es que este caballero no concibe faltar al respeto a sus mayores, los que le han dado pan, cobijo, apretura, desde que quedase a la intemperie. Pero como yo soy un poco más gamberro, y mi gratitud hacia él es paralela a la suya hacia esos nombres legendarios, no tengo problema en contradecirle, tocarle las narices, ponerle en su sitio, y llamarle Capitán.

(...)

El caso es que fue hace ya –jesucristo– siete inviernos (yo tenía veintiún años, mucha prisa y un cuaderno preñado de tinta azul hasta los bordes) cuando me encontré, o me encontró a mí, un libro titulado 'Biografía (poesía completa 1958-1984)'. Un libro puede producirte muchos estados de ánimo, desde el tedio a la admiración, desde el placer hasta el consuelo o al cabreo más infame: este libro fue una revelación. Cuando se establecen –o los estableces tú mismo– paralelismos atónitos entre lo que lees y lo que vives; cuando una voz lejanísima parece contarte una historia que tú ya sabías desde dentro, pero que nunca habías dicho en voz alta; cuando unas páginas conspiran para convertirse en un espejo múltiple que refleja tu historia en todas las esquinas, estalla uno de esos milagros que sólo el arte es capaz de urdir: la reunión con todos los seres que han pasado por aquí antes que tú, acercándote la certeza de que no estás solo en mitad del vendaval.

La conmoción fue mayor si cabe ante el hallazgo de ciertos “escabrosos madrigales” firmados por un proscrito, furibundo solitario y forajido sin perseguidores llamado Horacio Martín, dizque “mejor amigo” del tal Félix Grande. Un fulano nebuloso, supuesto biznieto del machadiano Abel Martín, que se me (nos) había adelantado imperdonablemente escribiendo el poemario de amor y crueldad que cualquier pobre, menesteroso aprendiz de asaltabalcones clandestino hubiera querido escribir. [De hecho jamás te lo perdonaremos, Horacio, que lo sepas: estés donde no estés.] Me es francamente difícil no caer en personales (fantasmales) disquisiciones sobre qué significó, significa ese libro para mi misma mismidad; de modo que me apresuraré a notificar que muy pocas veces se habrá escrito un catecismo tal sobre el deseo, la rabia y la desolación, un manual tan implacable contra los enemigos del placer, un susurro tan escandaloso de hombre sublevado contra el tiempo, el olvido y la ceniza, defendiendo a cuchilladas la belleza

"...Tu piel junto a mi piel, eso es lenguaje.

Todo cuanto pretenda enmudecerlo
maldito sea"

Félix Grande –cómo evitarlo– fue una conmoción, un rayo súbito, porque (él sí) “mete la boca entre los muslos de las sílabas”; las lame, las muerde, las venera; las honra con sudor, con sangre, con lágrimas, con semen, con maldiciones; contempla en su cuerpo las constelaciones, las mareas y el Tiempo y luego la aniquilación de las constelaciones, las mareas y el Tiempo para acabar lanzando un aullido salvaje desde el fondo de la especie: “clamar socorro como el nombre de un dios”. Desde el fondo de la especie: porque no se pude entender su obra, ni este libro ni ninguna línea de las miles que ha escrito durante toda su vida, sin una concepción fraternal de la palabra poética, ésa que nos reúne a todos como hermanos ancestrales para mirarnos a los ojos mientras todo se derrumba y “avanza la carcoma camino de los goznes”. Una concepción que ya traía inoculada desde su infancia (campesina, humilde, de hombres y mujeres humanísimos y de la tierra), y que ese mendigo rotundo, ese príncipe del desamparo llamado César Vallejo le acabaría enseñando a pautar. Difícil encontrar en su obra –no sólo poética, también en prosa– alguna pieza en que la alegría no contenga un algo de descomunal abrazo de muchedumbre, o la pena una limosna de calor para los últimos: si hay homenaje, será para todos; si hay orfandad, será universal.

(...)

Es una ética, es una estética: es una moral. El arte literario llevado a las más altas y necesarias consecuencias como implacable arma de inocencia, de protesta, de dolor y de amor (los cuatro puntos cardinales –consanguíneos, anudados, indiscernibles unos de otros– de toda esta poética) al servicio de una belleza subversiva: ésa que nos lleva a todos, finalmente, a reconocernos en un sueño comunal de –otra palabra clave aquí– concordia. La obra de Grande entronca así con la mejor tradición de aquellos que a lo largo del Tiempo, pero sobre todo durante nuestro problemático y febril siglo XX, han tratado de encender en la noche del bosque algún candil que alumbrase para todos el camino; esos “grandes escépticos que supieron dudar de todo sin caer en la misantropía ni en la frialdad de corazón”, en certera definición de Antonio Muñoz Molina: Antonio Machado, César Vallejo, Albert Camus, Luis Rosales, Octavio Paz… Paladines civiles que han puesto toda su piedad, y todo su genio, al servicio de ese día en que los habitantes de este desventurado planeta nos veamos “al borde / de una mañana eterna, desayunados todos” (César). Viejos soldados que, saltando por encima de la inercia, del miedo, de lo aborreciblemente testarudo de los hechos (aunque no ignorándolos, sino precisamente desafiándolos), han sabido reunir, con un pie en el desencanto y otro en la esperanza, como 'optimistas que parten del desengaño' (Rosales), con toda la humildad y el coraje posibles, esos pedazos de inocencia de hace décadas para aprender a vivir cada día.

(...)

Pues de esto, de todo esto viene Félix Grande. Desde su iniciático, prodigioso homenaje a Vallejo en Taranto (1961), desde Las Piedras (1963), hasta la majestuosidad secreta de sus sonetos a Daena (1985); desde el inmenso Sobre el amor y la separación (1996) hasta las monumentales memorias noveladas La balada del abuelo Palancas (2003); desde Música amenazada (1966) o Puedo escribir los versos más tristes esta noche (1969) hasta Blanco Spirituals (1967; en el mejor sentido del término, un libro modernísimo: hoy, y sospecho que por muchos años) o La cabellera de la Shoá (2010), ese insólito, larguísimo, apabullante poema sobre el Holocausto redactado hace apenas dos años sobre el que cabría escribir muchas más páginas, pero que, por resumir, diré que habría hecho enmudecer a Walt Withman y Alejandra Pizarnik y brindar con bourbon a José Hierro y Blas de Otero y amarillear de envidia a san Pablo Neruda: Llámenlo como quieran; invéntense un nuevo término aquellos que censaron la poesía social y lo anterior y lo subsiguiente; tracen una nueva frontera los amigos de las líneas, los esquemas, las escuelas y las generaciones, ésas en las que (dicen siempre) es tan difícil encuadrar a nuestro poeta de marras. Por mi parte, sugiero humildemente que lo coloquen en ésta: la que seguirá dando calor en varios tomos cuando todos nos hayamos ido (al carajo, a hacer puñetas o al otro barrio).

(...)

Félix Grande acerca las manos a la hoguera del idioma para quitarse el frío, sacudirse el desamparo, y escribir a su luz una plegaria que puede ser un canto de escolar o un salmo dolorido de anciana tras la puerta. Llega exhausto, tras remontar senderos de niebla o mediodías llenos de sol con los más suyos, y hace guardia toda la noche en torno al fuego como si cada poema fuese una oración de llanto, rebelión o gratitud que rendir puntual a su familia inmensa de insomnes semejantes, los que tampoco podemos dormir. Escribe como un soldado muy alerta, como un mendigo en su borde exacto, como un padre velando la enfermedad de un hijo que puede ser él mismo o todos nosotros, usted, yo, cualquiera, que desayunamos, pagamos alquileres, buscamos compañía y sabemos que algún día dejaremos de existir. Escribe para conversar con sus fantasmas, para escupir sobre el dolor, para dar un beso a ciegas, para no volverse loco. Escribe como una ofrenda, como una limosna, como un aullido. Escribe para honrar a sus cicatrices y escribe para ponerse una venda de consuelo en la herida irremediable de su pie, como hacía su abuelico: en legítima defensa.

Escribe, esencialmente, irreparablemente, para dar miguitas de inocencia y de calor a aquel niño que ha llevado sobre los hombros toda su vida, y que sólo hace poco aprendió a dormir sin sobresaltos, muy cerca de ese pozo donde las sílabas del terror apenas pueden leerse ya


“Mamá, no te mates”

Setenta años. Setenta siglos. Setenta veces siete estocadas entre el hambre y la dicha, el fervor y la angustia, la miseria y la farra, la guerra y la democracia y el éxito y el miedo y Francisca Aguirre y la calle y la huida y Francisca Aguirre y Lupe Grande Aguirre y la calle de Asia, la calle de Alenza, el océano Atlántico y América en llamas y vuelta de nuevo (siempre, siempre de vuelta de nuevo), ha tardado este muchacho, este niño en canas, este implume mayorcito ejemplar, en conjurar una súplica tatuada a hierro candente en su conciencia pronunciada cuando apenas había aprendido a hablar siquiera

Mamá: No Te Mates

Pero miren, mirad: está hablando con ella. Setenta veces siete aullidos más tarde MamáNoTeMates ahí está, hablando con ella. ¿Lo oís, lo habéis oído? Saben, saben ustedes escuchar? Óiganlo, oídlo: es un niño en un cementerio. Es una conversación bajita, vacilante y valleja; una conversación infantil, libérrima y bajita, de un niño que no ha dejado jamás de preguntar Por Qué, de un niño absorto ante el trono final de la primera novia, de la muerta inmortal de la leche del origen. ¿Saben ustedes escuchar? Sabéis? Lo habéis oído? Es un susurro muy quedo, muy bajito, que arde en canas y eriza al mundo y "lo oye todo. Retumba".

Félix Grande ha escrito el poema de su vida. Félix Grande ha tenido que llegar al último recodo de su vida, al antepenúltimo escalón de la escalera de su vida, para escribir el poema de su vida. Se llama El madrigal del odio muerto. Puede que no sea el mejor (pero cuál es el mejor: opinen, díganlo ustedes, montaremos una fiesta), el más pirotécnico, el más equilibrista; tal vez no sea el que más pueda llamar su atención, oh mi cómplice, mi hermano: pero es el poema de su vida, el que llevaba esperando a ser escrito desde que, siendo él así de alto apenas, comenzase su madre a “enredar” con el brocal del pozo [no llegó a matarse; no llegó…]. Y lo puede usted encontrar, qué detalle, en el que es también, puede que no el mejor (opinen, opinen…), pero sí el libro de su vida. Un libro que es su familia. Un libro que ha esperado setenta inviernos a ser escrito y que se llama (ah: es que volvió a llamar a su puerta la señora Poesía, varias décadas después…), no había otra, Libro de familia...
Reconocerá usted al autor, si se fija bien en la foto, desde el principio [Grupo Escolar]:

Fila dos, desde abajo.
El sexto, de derecha a izquierda.
En tus ojos dos clavos de silencio,
garrapatas de sino. Cuánto miedo,
cuánto dos ojos, hijo mío, pariente
absoluto y menesteroso

Pues si oyen, si hacen oído, también verán a ese mismo niño hablando con ese mismo niño,  hijopaterno de sí mismo setenta veces siete vendavales después. Óiganlo: es el consuelo. Es el niño en canas setenta años después, abrigando, revolviéndole el pelo, dando caramelitos de miel y de reposo a ese mismo niño, abuelopadrehijo al mismo acorde en un abrazo setenta años antes-después de todo:

Yérguete. Desapénate:
disfruta ya del desagravio:
esta cazuela de sosiego
que ambos nos hemos merecido:
yo aquí en tu infancia y tú allá en mi posguerra…
(…)
Atiende, hijopaterno de mí:
no van a fusilar a papá:
el maestro don Ramón es buena gente y no va a denunciarlo.
Merienda en paz: mamá no va a tirarse al pozo,
ni se va a ahorcar en el árbol del patio,
oh llanto seco en su jaula de susto,
pobre mamá, pobre mujer tu madre mía,
perdónala en mis canas, hijo…
(…)
No creas todo lo que deambula
por tu cabeza hereditaria. Te lo digo
en secreto: hoy es siempre todavía. Sss…
(…)
Cálmate. Cálmame. Danos por fin la paz que necesitas
para envejecer despacito y morir sonriendo…

Hoy es siempre todavía… ¿Recuerdan, recordáis ese verso? ¿Lo tenéis presente? Sucede que existen dos ancianos, dos muchachos de cincuenta años después (ahora que al final de la alcoba va el río…), que, gracias a muchas cosas, incluido ese verso del abuelo Machado, han alcanzado la meta; han abrazado la victoria; lo han conseguido; no están: son reunidos. Son juntos. Más juntos que una lágrima.
[Péndulo santo]:

Yo era consciente de que hacías milagros.

Respirabas junto al brocal
de las heridas de mi niñez agarrotada

Por entre el lujo incógnito de medio siglo de vivir
ha ido llegando a casa la multitud indescifrable:
canas, arrugas, dietas, achaques: la vejez,
el tragaluz por donde nos es dado
contemplar el hermoso abismo de la vida

…Pero si sigue usted leyendo, subiendo y bajando esa escalera bamboleante de medio siglo perfumada de mundo, olorosa a la humedad insurgente de dos criaturas finitas, quizás se quede muy quieto en su sitio, mudo y muda; quizás sin dar crédito a lo que acaba de leer; quizás –si sabe usted, más o menos, de qué va la feria– se quede usted, te quedes literalmente sin aliento: Félix Grande acaba de decirle [Esta vejez] a su bastón, a su mástil, al suelo bajo sus pies… o sea, a Paca Aguirre:

Vamos, yérguete de la silla, ponte guapa:
estamos convidados
a envejecer del todo, y a morir


Qué clase de suprema calma, me pregunto, de totalitaria lucidez, de valentía o paz o vislumbre o entendimiento o revelación o perdón o locura inversa o clarividencia supremos; qué clase de milagro –me pregunto, después de buscar mentalmente, durante un buen rato, el término que más se le pudiera aproximar, sin éxito–, qué clase de milagro, repito, me repito, te repito, pudo fraguarse para que el eterno insomne, el clandestino, el empujado; el niño más atento al hueco en sombra del pozo y la escalera y la fosa; el adolescente maltrecho, el amante frenético, el abrochado en llagas; el que escribió, como un mantra, sobre ti y sobre mí, que “somos los lentos forajidos que inventamos los mitos, las religiones y la historia, el lenguaje y las drogas y el amor, únicamente porque sabemos que vamos a morir”; el hijo, en fin, de María Lara Pradillos y hermano en la niebla de Cesitar Vallejo y hermano menor y mayor, al cabo, del suicida Horacio Martín…: qué clase de sortilegio, santodiós, pudo invocar o lamerle la cara a este hombre, a Éste (a quien mentir en una página resultaría más nauseabundo que pegarle a un padre y pedirle dinero después: “Yo no he llamado patria más que a ti y al lenguaje”), para pronunciar al fin, sin metafísica, objetivamente, sin vuelo en el verso, objetivamente, tamaño descomunal indescriptible alarido final de   
Triunfo?!!?

No tardaremos en morir, señora.

En este momento me pide el cuerpo soltar un exabrupto indigno de tan noble lugar –cierto sintagma nominal de postración muy caro al propio F.G. para situaciones similares–; pero no, no lo haré; me contendré de nuevo, qué remedio. Tendré que calmarme, respirar, contar hasta diez, y lanzar a cambio otra pregunta, una más, al aire: ¿Cuántos versos han leído ustedes, habéis leído en vuestra vida, amigos míos, más transgresores que éstos?
Reflexionen, reflexionad un momento sobre el significado profundo de la palabra transgresión, de la palabra subversión, de la hermosísima palabra desobediencia; y ahora pensad también en cuál es el mayor desafío, la mayor y más terrorífica condena de la vida de cualquier miembro de ésta nuestra especie de monos gramáticos, como nos denominó el bautista Octavio Paz.
“No tardaremos en morir, señora”; más aún: en “morir sonriendo”.
Pero ¡quéhijodep…

Qué es lo que ha sido; qué es Esto? Los que nos sentamos extasiados, acongojados de emoción, a ese banquete verbal de La balada del abuelo Palancas, supimos ya que este hombre en llamas andaba muy cerca de transmutarse en una hoguera tranquila, en una lenta brasa de sabiduría impávida ya ante el precipicio: “Ahí pude ya sin darme cuenta hablar de la guerra, de la posguerra, del hambre, del miedo, del dolor…, con naturalidad, y hasta con encanto. Yo nunca había escrito un libro tan afectuoso, ni un libro sobre temas terribles con tanta serenidad, y paz, y buen humor. Pude ya desprenderme de todos esos piojos emocionales que me tenían contraído, incapaz de perdonar a nadie, ni a mí… Bueno; de pronto llega una edad en la que no necesitas odiar, ni puedes odiarte más a ti mismo”. Y es que llegó el abuelo, su abuelo, Félix Grande Martínez (apodado Palancas por sus paisanos debido a cierta hercúlea proeza que emplazo urgentemente al lector a descubrir por sí mismo), cincuenta años después de dejar de fumar, para tomar de la mano a su nieto y enseñarle a entrar en la vejez como entonces le enseñase a entrar en la adolescencia: mirando al miedo a la cara. “Mi abuelo no era ningún genio y cuando llegó la hora de morir no tuvo miedo. Mi padre tampoco; tal y como lo he contado sucedió: no era un ser particularmente excepcional, pero al final de su vida miró a la muerte con descaro; más aún: con descaro personal y con piedad para los suyos: no consintió que el deterioro depravase una vida poderosa. Por eso, el camino que nos toca hacer a los demás es conseguir que el miedo no nos enloquezca, que no nos convierta en seres perversos el espanto de dejar de ser, de desaparecer, de no haber sido”.
Es cierto, debe de ser consoladoramente cierto que, llegados a ciertas edades (lo aseguró hace poco otro angustiado victorioso que vive en un traje llamado Leonard Cohen), nuestras neuronas del pánico comienzan a rendirse, a bajar la guardia, a encogerse de hombros con alguna insondable resignación; con… alegría?! [Se me viene a las mientes ahora mismo otra anciana legendaria, que dejó este mundo cuando a ella le dio la gana –a los 97 tacos–, y que advertía siempre a sus biznietos estar esperando ansiosa la visita de la hermana Muerte.] También debe de tener una musculatura genética de primer orden quien es heredero directo de tal estirpe de gigantes morales: jornaleros del vino y de los montes y de las cabras que enarcaban la ceja impasibles lo mismo cuando se acercaba el nublao que cuando les iban a buscar de noche los señoritos con pistola; caballeros de la tierra con un pie en la alegría y otro en la fatalidad, con un pie en la llanura manchega y otro en la Casa del Pueblo y la Institución Libre de Enseñanza (ya ven: ese “intratable pueblo de cabreros” que tan distraídamente describió alguien, aunque sin ánimo de ofender, desde alguna pérgola).
Todo esto debe de ser cierto, y vale en parte para explicarnos qué ha sucedido durante los últimos años en las últimas habitaciones de la sangre de este niño nacido en Mérida en 1937 entre –y no es metáfora– la calle Concordia y la calle Calvario; debe de ser cierto, debe de explicarlo en parte, pero sólo en parte: no todo. “Sólo el misterio nos hace vivir, sólo el misterio”: quizás, seguramente, es sólo el Misterio, también, el que nos puede premiar (si merecemos tal honor) con ese grandioso galardón de envejecer despacito y morir sonriendo.

No tardaremos en morir, señora.

¿Han, habéis leído bien ese verso? Chirría, escuece; provoca un ruido callado y estruendoso en las grutas últimas de la conciencia. Por varios motivos. Primero, porque pone negro sobre blanco una certeza pavorosa que muy pocos (¿pero quiénes?) se habrán atrevido a escribir, a decir nunca. Segundo, porque precisamente (paradójicamente!) en los días en que vivimos es cada vez más difícil, más raro, más infrecuente, hablar del dolor: simplemente hablar del dolor –y mucho, muchísimo menos en estos términos. Este verso, ese poema, este libro definitivo del maestro Félix Grande chirría, escuece, provoca un terremoto sordo más allá de las cortinas del engaño, porque es como ese secreto a voces que nadie se atreve nunca a pronunciar, no ya en un poema, sino en la intimidad, entre las cuatro paredes de la conciencia donde solemos pensarnos en voz alta con la honestidad más brutal y a bocajarro…
…Perdone, ¿qué ha dicho…? ¿Impudor? Pues sí, claro que sí, señora, caballero; por supuesto: es que se lo ha ganado. Es que puede. No es una distracción; es una conquista. No es ya una cuestión de llegar a viejo: es una cuestión de entender del todo –sospecho– lo único que importa decirse. Unas pocas palabras verdaderas es otro eco machadiano que F.G. ha escuchado siempre, a lo lejos, a la hora de enfrentar una página: es una moral, ya lo dije más arriba. Es una estética exquisita al servicio siempre, fatalmente, de una ética ineludible que busca sin descanso la verdad. No la Verdad, por supuesto, con esa grotesca, irrisoria mayúscula, sino la verdad secreta, pequeñita e insobornable que no deja de protestar, de pedir que la vistamos con un poco de belleza para poder decirnos aquí estoy, así me llamo. “Soy tu propio dolor, déjame amarte” [déjame hablarte].
Todo arte verdadero es protesta, porque todo arte que aspira a la honestidad es un fiel homenaje a la inocencia, es decir, a la verdad; todo arte verdadero es protesta porque es, también, una infinita deuda de amor. Y el amor es siempre subversivo. ¿Recuerdan?: el amor es la cuarta pata, la última y más esencial de esta mesa poética de la que hablamos –junto a la inocencia, la protesta y el dolor– y sobre la cual celebramos este banquete mendicante y colmadísimo que es la poesía, la obra entera de Félix Grande. Hay quienes se dedican a este raro y noble oficio de juntar palabras que aún no han entendido esto, o que (profilaxis literaria también) simplemente no pueden llegar a esto por falta de abundancia vital o de lujuria expresiva. Sí, he dicho lujuria expresiva. Se quedan en una (todo lo respetable que ustedes quieran) aurea mediocritas poética porque no pueden o no quieren o no saben entender que la poesía es un acto sensual, o no es en absoluto. Lo que F.G. también nos enseña es que es sólo a pecho descubierto, en cueros si se quiere, en cueros vivos, como debe uno enfrentarse en una página a los enigmas, los miedos y las conmociones de la propia vida. (Y sí, esto es sólo una opinión; pero es que yo no soy objetivo: valga la redundancia).
En lo referente a este libro que nos ocupa, el lector también podría sentir algún comprensible desconcierto al encontrar, en un mismo poema, exclamaciones como “hijo de puta el miedo, / tus muertos, miedo, atrévete a volver, miedo de mierda!”… y exclamaciones como “¡Qué parto de tristeza, qué aborto interminable de dolor…!”; palabros manchegos tales como custión o mandanga aliñados con relámpagos endecasílabos como “tu atareada costumbre de morir”. Es una custión de gustos, claro, y para gustos los colores; a lo que voy, lo que trato de decir es que esta voz libérrima, esta manera cuasi terrorista de mezclar en un mismo compuesto la taberna y la Academia, el diccionario y la canalla, la rima con el párrafo y el soneto entre la plática con Johann Sebastian Bach, el desollado altivo [Ante tu trono me presento], y salir airoso del quite, lo consiente, por supuesto, un dominio de los resortes poéticos de primer orden, sí, pero también otra cosa, o sea, lo otro. [Y no es casual recordar ahora que el autor se haya proclamado siempre un irreparable guitarrista flamenco frustrado; y qué inmensa deuda, por cierto, qué inmenso débito antiguo sigue acrecentando y enriqueciendo ese arte milenario (Criatura de dolor) la pasión inalterable de este septuagenario tan niño y tan pacodelucía.] No se trata de un ejercicio de gratuito funambulismo verbal, éste de pasar de la historia del flamenco a la de las propias llagas, de la cantaora Tía Anica la Periñaca a Jorge Manrique, de su médico de insomnios y niño de Varsovia Jaime Szpilka a Juan de Mairena y los delfines: esto es maestría, sí, pero también la feroz, furibunda, insobornable autenticidad, verdad de la poesía de F.G., que como tal verdad se escribe ya fuera de las normas y de los límites y del Tiempo porque la poesía ya es, debe ser, el Tiempo mismo que no existe y que existe a la vez al mismo arpegio en una larguísima y jubilosa conversación consigo mismo y con toda su historia, con todo su tiempo, con todo su amor, con toda su escalera junta. La poesía de este flamenco frustrado (¿?) no es ninguna estatua, ningún fuego fatuo, sino un hermosísimo animal de carne y canto y luces al que siempre se le ven (Lorca de nuevo, claro) los huesos y la sangre: por eso no hay distancia alguna entre Tomelloso y Santiago de Chuco; por eso los cadáveres de Mérida son los mismos de Austwitzch; por eso un conmovedor, irrepetible bramido vallejiano (“¡Amadas sean las orejas Sánchez!”) puede oírse al mismo tiempo y reconocerse hermano y consanguíneo fatal de otro seísmo pronunciado por una humildísima viejecilla, llamada Ana Ruiz, camino de la muerte y del exilio y del último verso de su hijo don Antonio Machado: “¿Llegaremos pronto a Sevilla?”
El Lenguaje, inevitablemente, rompe a llorar.


No tardaremos en morir, señora.

Este verso, tantos versos de este libro entero, en fin (como ya sucediese cuarenta años antes en las Rubáiyátas; como un saludo a las Rubáiyátas, incluso, al otro lado ya del amanecer temido), hieden, deslumbran la vista, abrasan, pueden resultar tan incómodos, tan corrosivos, porque son una herejía, una pura e implacable transgresión demasiado violenta para nuestro cobarde, anestesiado tiempo, para nuestra pobre y frágil y cobarde condición.
Y un prodigio mayor si cabe, un sortilegio, un inapelable milagro –sigo sin encontrar mejor término–, para quien hasta hace apenas cuatro días rogaba a ese mismo Misterio (a la Hermana Muerte!) que le llevase antes que a su compañera de toda la vida. No es ningún secreto, él mismo lo ha dicho varias veces, en varios sitios: había rogado puntualmente a todos los dioses paganos que le consintieran el último favor de no tener que seguir respirando sin la mano irreemplazable de su rima, su amiga íntima, la poeta Francisca Aguirre.“No podría soportar vivir en un mundo en el que ella no existiese”, me dijo una vez –él ni se acordará–, mucho antes de casi todo. Pero poco después lo pensó mejor, rectificó: concluyó que la verdadera prueba de amor consistiría precisamente en lo contrario, en dejar a ella irse primero; que no fuese ella quien sufriese la amputación. De nuevo un círculo, un péndulo santo irresoluble: virando, del insomnio del agua negra de la ausencia de su mujer, al agua negra que su propia mujer contemplaría en su ausencia [Esta vejez]: “¿Puedo / puedes podemos calcular el tamaño del pasmo, el grosor / del desconsuelo del primero que se derrame de la vida / sabiendo que al que se queda Aquí, al sentenciado, / le espera la orfandad desenfrenada, la inundación / de un mar de soledad prelógica? / ¡Quién deja al otro aquí? ¡Con qué energía / sobrevivir? ¿Con qué egoísmo ir el primero / al delito del abandono?...”
Pero tampoco olvida, cómo iba a olvidarla, a su hija, a la hija de ambos, Guadalupe; “es ella, es nuestra hija, la intrépida dulzura / que habrá de dirimir la potestad de su destino / entre el silencio de una tumba amada / y el estruendo de un alma en pena… […] Pero, amor nuestro, cuando llegue el día / recuerda que en tus lágrimas mamá te está pariendo, / y recuerda en tus lágrimas que nueve meses antes / mamá y papá lanzaron su placer al cuenco de tu nombre…

Y sin embargo, ah, sin embargo
(y los dos lo sabemos desde la edad del bronce
ahora que cada beso es mineral iluminado)
… un poder misterioso mueve sus herramientas
desde las más insignes sapiencias de la tribu
y le arranca a esta veta de la catástrofe,
a este vómito de tiniebla, a este impavidez cósmica,
la convulsión de la felicidad

¿Oyes? He pronunciado al fin esa palabra inconcebible:
Felicidad, señora.

[Sí, Félix; también nosotros la oímos]:

… ahora tenemos junta a toda nuestra vida:
gorjean en La mayor todos los pájaros de antaño.

¡Éste era el premio! Éste era: (…)
esta señorial resistencia a las acometidas
del dolor y el dolor…


Éste era: éste era el premio. “Nuestra vida reunida, cauterizada, entera: mírala”. Éste era el premio, el blasón, el galardón último y final. Ésta era la victoria. El bisabuelo Palancas atravesando las brumas del Tiempo para venir a dar a Lupe las naranjas de la inocencia. El abuelo Rosales remontando tiempoarriba la calle Libreros de Granada para ir a dar clase por la noche y nunca ya de día, sin saber ya nunca de aquel colegio y aquella vestiduría y aquel sombrero atroz. Horacio Martín rindiendo pleitesía al crepúsculo, a Ítaca y a Doina para “aceptar el fin sin dañar ni dañarse”. Miguel Hernández compartiendo su tabaco con Perico el Postinero. Julio Cortázar jugándose el tabaco con Juan Carlos Onetti. Félix Grande Ortega y María Lara Pradillos recién casados sin saber ya nunca qué sería eso que llamasen los viejos Guerra Civil. Una prenda de hoguera y tiempo tejiéndose y trenzándose imparable para Félix y los cuatro hermanos de Félix y toda la familia de Félix y la familia toda de Paca Aguirre y para todos los vivos y todos los muertos de una misma familia mientras allá en un rincón César Vallejo y Antonio Machado beben de la vida y ríen más acá Fernando Quiñones y Eladio Cabañero y llueve Charlie Parker y llueve Piaf y llueve Caracol y el pintor Lorenzo Aguirre pinta sonriendo la escena toda: esto, todo esto era el premio: este tiempo que “ya es incendio en calma, / eco de norias, procesión de nudos, tertulia / de ausencias apretadas como los juramentos, / coro de espigas en el viento dormido, / templo en donde el silencio, con su elocuencia exacta, / litúrgica, nacida en la semilla de la música, / dice: Bendito sea cuanto aquí sucedió”.


Y un sueño, también era un sueño el premio, esta victoria: setenta inviernos, setenta veces siete aullidos MamáNoTeMates después (lo oyen, amigos, podéis oírlo???), éste era el premio:

Madre: he tenido un sueño.
He visto la bisagra de la vida y la muerte.
He visto jadear al origen del mundo
en el átomo del Deseo.
He visto a las galaxias, sonrientes
ante tu pelo negro derramado en la almohada

Mamá: he tenido un sueño.
He visto la bisagra de la vida y la muerte
y al verla, allí, infantil, dormido, importantísimo
como el susurro de la Inauguración,
escuché el formidable estruendo de alegría
que se abre en el Espacio para parir los astros


¿Lo oís, podéis oírlo? Está hablando con ella. Óiganlo, oídlo: es un niño en un cementerio. Es una conversación bajita, vacilante y valleja; una conversación infantil, libérrima y bajita, de un niño anciano con un pañuelo apretado contra la boca invocando a la lágrima más antigua del mundo, desde el brocal de un pozo que ya no existe.
Félix Grande ha escrito el poema de su vida. Félix Grande ha hecho las paces consigo mismo, con su infancia, con su madre, con su terror, con “la soga, el árbol, la puta rama, el patio”, con su niño mismo. Para qué sirve la poesía, suele preguntarse a menudo. Pues para esto, señora: para Esto.
Alguna vez he pensado que, posiblemente, el sueño (el sueño fisiológico) no es más que la larga carta, goteante y puntual, que uno le escribe a los muertos que más quiere mientras sigue viviendo, mientras sigue sucediendo la vida, imparable, incomprensiblemente, sin que ellos lo sepan ya; y también que es posible, más probable incluso, lo contrario: que sea la carta que ellos nos envían a nosotros desde su orilla de niebla, desde el otro borde de la vida: para que sepamos cómo están, para darnos sus noticias (para que no nos falte de nada…). Y si convenimos, si damos por cierto este delirio, que el sueño es la larga correspondencia con los muertos mientras dormimos, la carta dormida, quizás la poesía sea la carta despierta, la llamada que hacemos con los ojos abiertos, mientras habitamos la zona tangible de este mundo, para que llegue la niebla, para que podamos habitar también, al mismo tiempo, en el fantasma. Para tener, literal, exacta, totalitariamente, toda nuestra vida junta.
Para qué sirve la poesía: pues, por ejemplo, para urdir el sortilegio de que un anciano que durmió toda su vida en la cueva del miedo, atenazado, perseguido por el terror que le amamantó desde el principio de los tiempos a través los pechos de una mujer enloquecida por los mastines de pesadilla de la guerra civil (de La guerra civil), pueda ahora regresar, erguirse de escalofrío ante esa tumba, y que sea ahora su mano la que baje hasta su calavera
para depositar una limosna quíntuple
en la mendicidad exacta de tu muerte

Porque estos versos, este poema, este libro entero de Félix Grande es un sueño tenaz, un enigma sonámbulo, un territorio de niebla donde las palabras ya no son palabras, ese milenario y afectuoso nombre que les damos a las criaturas que nos dicen; esto ya no es hablar: esto es morder la tierra. Esto no es poesía: es otra cosa que estas menesterosas líneas no alcanzarán a describir; ese roce sigiloso que acecha al golpe de cada verso pero que no se ve, semejante a una bestia moribunda arañando los cristales; una gota de escalofrío recorriendo lenta, implacable, la espina dorsal del otro lado. Quizás exagere ya, a estas alturas (es que soy de Cieza), pero convendrán conmigo en que calificar a todo esto con el común término de estilo es algo que, me temo, rayaría en la ordinariez. Pues cómo describir –ya me voy rindiendo–, cómo esbozar aquí la conversación definitiva de un viejo y una muerta en asamblea en torno a la lágrima que responde a todas las preguntas

Acomódate, madre, en tu mecedora de tierra
(…)
La paz está llegando, madre
(…)
Todo va  a ser mejor que nunca:
ni tú verás mi miedo, ni viviré tu miedo,
ya no habrá miedo, ya no hay miedo…
(…)
…Luisita Grande Lara no volverá a morir
ahogándose mirándote resollando penando
consumiéndose hediendo a pus y muerte
muriendo de difteria mirándote a los ojos
mirándote con pena purulenta …mirándote
quieta de pronto para siempre ante tus alaridos
y el sollozo de piedras de papá…
(…)
… Y ya no voy a verter la tacita de aceite. Ya no me voy a hacer otro siete en la camisa. …Ya no voy a derramar la taza del aceite con el maldito codo, y no vas a pegarme, coloradita por la congestión, loca de horror ante el aceite, tu mano, la alpargata, tu hijo… Espantada de tu violencia, furiosa por tu espanto, máquina de sufrir y de romperte y de romperme…

[César: …“Y ya no habrá reproches en tus ojos benditos, / ni volveré a ofenderte, y en una sepultura / los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.]

Es decir

la culpa: el excremento que engrudó mi vida, el tóxico con el que he hecho sufrir a seres inocentes: toda mi vida. Toda mi vida. Toda mi escalera. (…) Qué noria la del miedo pariendo odio, la del odio pariendo culpa, y qué noria de culpa pariendo angustia malparida! … La culpa, madre. ¡La Culpa, María Lara Pradillos! ¡La puta culpa entre tú y yo y el pozo!

… Sí, madre: aún me quedaba esta gota de odio

Ah: pero, ahora,

Ahora sí, madre: el llanto.
Llora con los cuatro ases imperiales del llanto.
Llora con los setenta veces siete mandamientos del llanto.
(…)
Llora hasta que se mezclen en la riada del llanto
los nonatos, los solos, los apestados, los hambrientos de llanto.
Llora sobre los dos odio de llanto, amor de llanto.
Llora a placer: es la liberación: tu último llanto.
(…)
Gota final de odio, gota final de llanto: criaturas
juntas de la manita entrando en el palacio
de la piedad. (…) Ya, madre, ya acabó.
Nos quedaba por sufrir este trago, este veneno,
esta monstruosidad …esta revelación. (…)
Aún había que tragar este maltrago
que misteriosamente mortuorio
le está abriendo las puertas a la felicidad.


¿Me oyes, María? Desde tu mecedora de tierra ¿puedes oírme? … Desde tu atareada costumbre de morir ¿puedes, durante un instante inaudito, demorar ese afán, volver la espalda a esa sequía, y recibir en medio de la cara, en medio de tu sed resurrecta, el diluvio apacible de esta lágrima que te ofrezco como un ramo de siemprevivas? ¿Puedes oírme, María? … ¿Te besan con su broche de lágrima todas estas palabras de alegría? ¿Aceptas la mano empalabrada de tu hijo, de este viejo que habla solo, con un pañuelo apretado contra la boca?


Mientras beso este puñado de tu tierra que yace palpitante en el absorto cuenco de mi mano, quiero que sepas que la alucinación materna que reside tras el cerrojo de la edad, la madre que está viva, la madre ritornella y lázara perpetua …desde bajo la tierra me contempla (…) con la luz ya sin susto de sus ojos …y de repente me sonríe: me perdona: me quiere.  

…Vuelve. Casi tres cuartos de siglo en nieve después de todo, vuelve. Vuelve el implume mayor del coraje y la inocencia para postrarse ante el trono de cuna del primer llanto y condecorar con una lágrima el feroz, jadeante y ya victorioso argumento de su vida
Vuelve para entonar, como un abuelo de sí mismo y padre ya de la madre niña, en estruendosa voz muy baja, uno de los finales más escalofriantes, emocionantes, vallejos, que uno haya podido oír jamás

Adiós, María. Descansa.
La tierra, el tiempo y yo somos tu cuna.

Duérmete, ea.

A la nana nanita del cementerio
una muerta y un viejo en asamblea.
Por fin lo que fue estrépito es ya misterio.
Duerme, mi niña, ea.
Pronto vendrá la luna
para lamer mi lágrima, para mecer tu cuna.

Ea, ea…


Por fin lo que fue estrépito es ya misterio; por fin lo que fue llaga es ya una lágrima: una secreta, jubilosa, infinita y leal correspondencia. Lo más parecido a la eternidad.
Si tal cosa existe, Félix, brujo, Capitán, esta gratitud innumerable, este escalofrío en los huesos del alma me asegura, susurrándome aquí cerca, que serás bienvenido.



Granada, febrero ‘12