Félix Grande ha escrito el poema de su vida. Félix Grande ha tenido que
llegar al último recodo de su vida, al antepenúltimo escalón de la escalera de
su vida, para escribir el poema de su vida. Se llama El madrigal del odio muerto. Puede que no sea el mejor (pero cuál
es el mejor: opinen, díganlo ustedes, montaremos una fiesta), el más pirotécnico,
el más equilibrista; tal vez no sea el que más pueda llamar su atención, oh mi
cómplice, mi hermano: pero es el poema de su vida, el que llevaba esperando a
ser escrito desde que, siendo él así de alto apenas, comenzase su madre a “enredar” con el brocal del pozo [no
llegó a matarse; no llegó…]. Y lo puede usted encontrar, qué detalle, en el que
es también, puede que no el mejor (opinen, opinen…), pero sí el libro de su
vida. Un libro que es su familia. Un libro que ha esperado setenta inviernos a
ser escrito y que se llama (ah: es que volvió a llamar a su puerta la señora
Poesía, varias décadas después…), no había otra, Libro de familia...
Reconocerá usted al autor, si se fija bien en la foto, desde el principio
[Grupo Escolar]:
Fila dos, desde abajo.
El sexto, de derecha a izquierda.
En tus ojos dos clavos de silencio,
garrapatas de sino. Cuánto miedo,
cuánto dos ojos, hijo mío, pariente
absoluto y menesteroso
Pues si oyen, si hacen oído, también verán
a ese mismo niño hablando con ese mismo niño, hijopaterno
de sí mismo setenta veces siete vendavales después. Óiganlo: es el
consuelo. Es el niño en canas setenta años después, abrigando, revolviéndole el
pelo, dando caramelitos de miel y de reposo a ese mismo niño, abuelopadrehijo
al mismo acorde en un abrazo setenta años antes-después de todo:
Yérguete. Desapénate:
disfruta ya del desagravio:
esta cazuela de sosiego
que ambos nos hemos merecido:
yo aquí en tu infancia y tú allá en
mi posguerra…
(…)
Atiende, hijopaterno de mí:
no van a fusilar a papá:
el maestro don Ramón es buena gente
y no va a denunciarlo.
Merienda en paz: mamá no va a
tirarse al pozo,
ni se va a ahorcar en el árbol del
patio,
oh llanto seco en su jaula de
susto,
pobre mamá, pobre mujer tu madre
mía,
perdónala en mis canas, hijo…
(…)
No creas todo lo que deambula
por tu cabeza hereditaria. Te lo
digo
en secreto: hoy es siempre todavía.
Sss…
(…)
Cálmate. Cálmame. Danos por fin la
paz que necesitas
para envejecer despacito y morir
sonriendo…
Hoy es siempre todavía… ¿Recuerdan,
recordáis ese verso? ¿Lo tenéis presente? Sucede que existen dos ancianos, dos
muchachos de cincuenta años después (ahora que al final de la alcoba va el río…),
que, gracias a muchas cosas, incluido ese verso del abuelo Machado, han
alcanzado la meta; han abrazado la victoria; lo han conseguido; no están: son reunidos. Son juntos.
Más juntos que una lágrima.
[Péndulo santo]:
Yo era consciente de que hacías
milagros.
Respirabas junto al brocal
de las heridas de mi niñez
agarrotada
Por entre el lujo incógnito de
medio siglo de vivir
ha ido llegando a casa la multitud
indescifrable:
canas, arrugas, dietas, achaques:
la vejez,
el tragaluz por donde nos es dado
contemplar el hermoso abismo de la
vida
…Pero si sigue usted leyendo, subiendo y bajando esa escalera bamboleante
de medio siglo perfumada de mundo, olorosa a la humedad insurgente de dos criaturas finitas, quizás se quede muy
quieto en su sitio, mudo y muda; quizás sin dar crédito a lo que acaba de leer;
quizás –si sabe usted, más o menos, de qué va la feria– se quede usted, te
quedes literalmente sin aliento: Félix Grande acaba de decirle [Esta vejez] a su bastón, a su mástil, al
suelo bajo sus pies… o sea, a Paca Aguirre:
Vamos,
yérguete de la silla, ponte guapa:
estamos
convidados
a
envejecer del todo, y a morir
Qué clase de suprema calma,
me pregunto, de totalitaria lucidez, de valentía o paz o vislumbre o
entendimiento o revelación o perdón o locura inversa o clarividencia supremos;
qué clase de milagro –me pregunto, después de buscar mentalmente, durante un
buen rato, el término que más se le pudiera aproximar, sin éxito–, qué clase de
milagro, repito, me repito, te repito, pudo fraguarse para que el eterno insomne,
el clandestino, el empujado; el niño más atento al hueco en sombra del pozo y
la escalera y la fosa; el adolescente maltrecho, el amante frenético, el
abrochado en llagas; el que escribió, como un mantra, sobre ti y sobre mí, que “somos los lentos forajidos que inventamos
los mitos, las religiones y la historia, el lenguaje y las drogas y el amor,
únicamente porque sabemos que vamos a morir”; el hijo, en fin, de María
Lara Pradillos y hermano en la niebla de Cesitar Vallejo y hermano menor y
mayor, al cabo, del suicida Horacio Martín…: qué clase de sortilegio,
santodiós, pudo invocar o lamerle la cara a este hombre, a Éste (a quien mentir
en una página resultaría más nauseabundo que pegarle a un padre y pedirle
dinero después: “Yo no he llamado patria
más que a ti y al lenguaje”), para pronunciar al fin, sin metafísica, objetivamente, sin
vuelo en el verso, objetivamente, tamaño descomunal indescriptible alarido
final de
Triunfo?!!?
No tardaremos en morir, señora.
En este momento me pide el cuerpo soltar un
exabrupto indigno de tan noble lugar –cierto sintagma nominal de postración muy
caro al propio F.G. para situaciones similares–; pero no, no lo haré; me
contendré de nuevo, qué remedio. Tendré que calmarme, respirar, contar hasta
diez, y lanzar a cambio otra pregunta, una más, al aire: ¿Cuántos versos han
leído ustedes, habéis leído en vuestra vida, amigos míos, más transgresores que
éstos?
Reflexionen, reflexionad un momento sobre el
significado profundo de la palabra transgresión,
de la palabra subversión, de la
hermosísima palabra desobediencia; y
ahora pensad también en cuál es el mayor desafío, la mayor y más terrorífica
condena de la vida de cualquier miembro de ésta nuestra especie de monos gramáticos, como nos denominó el bautista
Octavio Paz.
“No
tardaremos en morir, señora”; más aún: en “morir sonriendo”.
Pero ¡quéhijodep…
Qué es lo que ha sido; qué es Esto? Los que nos
sentamos extasiados, acongojados de emoción, a ese banquete verbal de La balada del abuelo Palancas, supimos
ya que este hombre en llamas andaba muy cerca de transmutarse en una hoguera
tranquila, en una lenta brasa de sabiduría impávida ya ante el precipicio: “Ahí pude ya sin darme cuenta hablar de la
guerra, de la posguerra, del hambre, del miedo, del dolor…, con naturalidad, y
hasta con encanto. Yo nunca había escrito un libro tan afectuoso, ni un libro
sobre temas terribles con tanta serenidad, y paz, y buen humor. Pude ya
desprenderme de todos esos piojos emocionales que me tenían contraído, incapaz
de perdonar a nadie, ni a mí… Bueno; de pronto llega una edad en la que no
necesitas odiar, ni puedes odiarte más a ti mismo”. Y es que llegó el abuelo,
su abuelo, Félix Grande Martínez (apodado Palancas
por sus paisanos debido a cierta hercúlea proeza que emplazo urgentemente al
lector a descubrir por sí mismo), cincuenta años después de dejar de fumar, para
tomar de la mano a su nieto y enseñarle a entrar en la vejez como entonces le
enseñase a entrar en la adolescencia: mirando al miedo a la cara. “Mi abuelo no era ningún genio y cuando
llegó la hora de morir no tuvo miedo. Mi padre tampoco; tal y como lo he
contado sucedió: no era un ser particularmente excepcional, pero al final de su
vida miró a la muerte con descaro; más aún: con descaro personal y con piedad
para los suyos: no consintió que el deterioro depravase una vida poderosa. Por
eso, el camino que nos toca hacer a los demás es conseguir que el miedo no nos
enloquezca, que no nos convierta en seres perversos el espanto de dejar de ser,
de desaparecer, de no haber sido”.
Es cierto, debe de ser consoladoramente cierto
que, llegados a ciertas edades (lo aseguró hace poco otro angustiado victorioso
que vive en un traje llamado Leonard Cohen), nuestras neuronas del pánico
comienzan a rendirse, a bajar la guardia, a encogerse de hombros con alguna insondable
resignación; con… alegría?! [Se me viene a las mientes ahora mismo otra anciana
legendaria, que dejó este mundo cuando a ella le dio la gana –a los 97 tacos–,
y que advertía siempre a sus biznietos estar esperando ansiosa la visita de la hermana
Muerte.] También debe de tener una musculatura genética de primer orden
quien es heredero directo de tal estirpe de gigantes morales: jornaleros del
vino y de los montes y de las cabras que enarcaban la ceja impasibles lo mismo
cuando se acercaba el nublao que
cuando les iban a buscar de noche los señoritos con pistola; caballeros de la
tierra con un pie en la alegría y otro en la fatalidad, con un pie en la
llanura manchega y otro en la Casa del Pueblo y la Institución Libre de
Enseñanza (ya ven: ese “intratable pueblo
de cabreros” que tan distraídamente describió alguien, aunque sin ánimo de
ofender, desde alguna pérgola).
Todo esto debe de ser cierto, y vale en parte
para explicarnos qué ha sucedido durante los últimos años en las últimas habitaciones de la sangre de
este niño nacido en Mérida en 1937 entre –y no es metáfora– la calle Concordia
y la calle Calvario; debe de ser cierto, debe de explicarlo en parte, pero sólo
en parte: no todo. “Sólo el misterio nos
hace vivir, sólo el misterio”: quizás, seguramente, es sólo el Misterio,
también, el que nos puede premiar (si merecemos tal honor) con ese grandioso
galardón de envejecer despacito y morir
sonriendo.
No
tardaremos en morir, señora.
¿Han, habéis leído bien ese verso? Chirría, escuece;
provoca un ruido callado y estruendoso en las grutas últimas de la conciencia.
Por varios motivos. Primero, porque pone negro sobre blanco una certeza
pavorosa que muy pocos (¿pero quiénes?) se habrán atrevido a escribir, a decir
nunca. Segundo, porque precisamente (paradójicamente!) en los días en que
vivimos es cada vez más difícil, más raro, más infrecuente, hablar del dolor:
simplemente hablar del dolor –y mucho, muchísimo menos en estos
términos. Este verso, ese
poema, este libro definitivo del maestro Félix Grande chirría, escuece, provoca
un terremoto sordo más allá de las cortinas del engaño, porque es como ese
secreto a voces que nadie se atreve nunca a pronunciar, no ya en un poema, sino
en la intimidad, entre las cuatro paredes de la conciencia donde solemos
pensarnos en voz alta con la honestidad más brutal y a bocajarro…
…Perdone, ¿qué ha dicho…?
¿Impudor? Pues sí, claro que sí, señora, caballero; por supuesto: es que se lo
ha ganado. Es que puede. No es una distracción; es una conquista.
No es ya una cuestión de llegar a viejo: es una cuestión de entender del todo
–sospecho– lo único que importa decirse. Unas
pocas palabras verdaderas es otro eco machadiano que F.G. ha escuchado
siempre, a lo lejos, a la hora de enfrentar una página: es una moral, ya lo
dije más arriba. Es una estética exquisita al servicio siempre, fatalmente, de
una ética ineludible que busca sin descanso la verdad. No la Verdad, por
supuesto, con esa grotesca, irrisoria mayúscula, sino la verdad secreta, pequeñita e insobornable que
no deja de protestar, de pedir que la
vistamos con un poco de belleza para poder decirnos aquí estoy, así me llamo. “Soy tu propio dolor, déjame amarte” [déjame hablarte].
Todo arte verdadero es protesta, porque
todo arte que aspira a la honestidad es un fiel homenaje a la inocencia, es
decir, a la verdad; todo arte verdadero es protesta porque es, también, una
infinita deuda de amor. Y el amor es
siempre subversivo. ¿Recuerdan?: el amor es la
cuarta pata, la última y más esencial de esta mesa poética de la que hablamos
–junto a la inocencia, la protesta y el dolor– y sobre la cual celebramos este
banquete mendicante y colmadísimo que es la poesía, la obra entera de Félix
Grande. Hay quienes se dedican a este raro y noble oficio de juntar palabras
que aún no han entendido esto, o que (profilaxis literaria también) simplemente
no pueden llegar a esto por falta de abundancia vital o de lujuria expresiva.
Sí, he dicho lujuria expresiva. Se
quedan en una (todo lo respetable que ustedes quieran) aurea mediocritas poética porque no pueden o no quieren o no saben
entender que la poesía es un acto sensual, o no es en absoluto. Lo que F.G.
también nos enseña es que es sólo a pecho descubierto, en cueros si se
quiere, en cueros vivos, como debe uno enfrentarse en una página a los enigmas,
los miedos y las conmociones de la propia vida. (Y sí, esto es sólo una
opinión; pero es que yo no soy objetivo: valga la redundancia).
En lo referente a este
libro que nos ocupa, el lector también podría sentir algún comprensible desconcierto
al encontrar, en un mismo poema, exclamaciones como “hijo de puta el miedo, / tus muertos, miedo, atrévete a volver, miedo
de mierda!”… y exclamaciones como “¡Qué
parto de tristeza, qué aborto interminable de dolor…!”; palabros manchegos tales
como custión o mandanga aliñados con relámpagos endecasílabos como “tu atareada costumbre de morir”. Es una
custión de gustos, claro, y para
gustos los colores; a lo que voy, lo que trato de decir es que esta voz
libérrima, esta manera cuasi terrorista de mezclar en un mismo compuesto la
taberna y la Academia, el diccionario y la canalla, la rima con el párrafo y el
soneto entre la plática con Johann Sebastian Bach, el desollado altivo [Ante tu
trono me presento], y salir airoso del quite, lo consiente, por supuesto,
un dominio de los resortes poéticos de primer orden, sí, pero también otra cosa,
o sea, lo otro. [Y no es casual
recordar ahora que el autor se haya proclamado siempre un irreparable guitarrista flamenco frustrado; y qué
inmensa deuda, por cierto, qué inmenso débito
antiguo sigue acrecentando y enriqueciendo ese arte milenario (Criatura de dolor) la pasión inalterable
de este septuagenario tan niño y tan pacodelucía.] No se trata de un ejercicio de gratuito
funambulismo verbal, éste de pasar de la historia del flamenco a la de las
propias llagas, de la cantaora Tía Anica la Periñaca a Jorge Manrique, de su
médico de insomnios y niño de Varsovia Jaime
Szpilka a Juan de Mairena y los delfines:
esto es maestría, sí, pero también la feroz, furibunda, insobornable autenticidad,
verdad de la poesía de F.G., que como
tal verdad se escribe ya fuera de las normas y de los límites y del Tiempo
porque la poesía ya es, debe ser, el Tiempo mismo que no existe y que existe a
la vez al mismo arpegio en una larguísima y jubilosa conversación consigo mismo
y con toda su historia, con todo su tiempo, con todo su amor, con toda su escalera junta. La poesía de este flamenco frustrado (¿?) no es ninguna estatua,
ningún fuego fatuo, sino un hermosísimo animal de carne y canto y luces al que siempre
se le ven (Lorca de nuevo, claro) los
huesos y la sangre: por eso no hay distancia alguna entre Tomelloso y
Santiago de Chuco; por eso los cadáveres de Mérida son los mismos de
Austwitzch; por eso un conmovedor, irrepetible bramido vallejiano (“¡Amadas sean las orejas Sánchez!”) puede
oírse al mismo tiempo y reconocerse hermano y consanguíneo fatal de otro seísmo
pronunciado por una humildísima viejecilla, llamada Ana Ruiz, camino de la
muerte y del exilio y del último verso de su hijo don Antonio Machado: “¿Llegaremos pronto a Sevilla?”
El Lenguaje, inevitablemente, rompe
a llorar.
No
tardaremos en morir, señora.
Este verso, tantos versos
de este libro entero, en fin (como ya sucediese cuarenta años antes en las Rubáiyátas;
como un saludo a las Rubáiyátas, incluso, al otro lado ya del
amanecer temido), hieden, deslumbran la vista, abrasan, pueden resultar tan
incómodos, tan corrosivos, porque son una herejía, una pura e implacable
transgresión demasiado violenta para nuestro cobarde, anestesiado tiempo, para
nuestra pobre y frágil y cobarde condición.
Y un prodigio mayor si cabe, un sortilegio, un inapelable milagro –sigo
sin encontrar mejor término–, para quien hasta hace apenas cuatro días rogaba a
ese mismo Misterio (a la Hermana Muerte!) que le llevase antes que a su
compañera de toda la vida. No es ningún secreto, él mismo lo ha dicho varias
veces, en varios sitios: había rogado puntualmente a todos los dioses paganos
que le consintieran el último favor de no tener que seguir respirando sin la
mano irreemplazable de su rima, su amiga íntima, la poeta Francisca Aguirre.“No
podría soportar vivir en un mundo en el que ella no existiese”, me dijo una
vez –él ni se acordará–, mucho antes de casi todo. Pero poco después lo pensó
mejor, rectificó: concluyó que la verdadera prueba de amor consistiría precisamente
en lo contrario, en dejar a ella irse primero; que no fuese ella quien sufriese
la amputación. De nuevo un círculo, un péndulo santo irresoluble:
virando, del insomnio del agua negra de la ausencia de su mujer, al agua
negra que su propia mujer contemplaría en su ausencia [Esta vejez]: “¿Puedo / puedes
podemos calcular el tamaño del pasmo, el grosor / del desconsuelo del primero
que se derrame de la vida / sabiendo que al que se queda Aquí, al sentenciado,
/ le espera la orfandad desenfrenada, la inundación / de un mar de soledad
prelógica? / ¡Quién deja al otro aquí? ¡Con qué energía / sobrevivir? ¿Con qué egoísmo ir el primero / al delito
del abandono?...”
Pero tampoco olvida, cómo iba a olvidarla, a su hija, a la hija de ambos, Guadalupe; “es ella, es nuestra hija, la intrépida
dulzura / que habrá de dirimir la potestad de su destino / entre el silencio de
una tumba amada / y el estruendo de un alma en pena… […] Pero, amor nuestro, cuando llegue el día / recuerda
que en tus lágrimas mamá te está pariendo, / y recuerda en tus lágrimas que
nueve meses antes / mamá y papá lanzaron su placer al cuenco de tu nombre…
Y sin embargo, ah, sin embargo
(y los dos lo sabemos desde la edad
del bronce
ahora que cada beso es mineral
iluminado)
… un poder misterioso mueve sus
herramientas
desde las más insignes sapiencias
de la tribu
y le arranca a esta veta de la
catástrofe,
a este vómito de tiniebla, a este
impavidez cósmica,
la convulsión de la felicidad
¿Oyes? He pronunciado al fin esa
palabra inconcebible:
Felicidad, señora.
[Sí, Félix; también nosotros la oímos]:
… ahora tenemos junta a toda
nuestra vida:
gorjean en La mayor todos los
pájaros de antaño.
¡Éste era el premio! Éste era: (…)
esta señorial resistencia a las
acometidas
del dolor y el dolor…
Éste era: éste era el premio. “Nuestra vida reunida, cauterizada, entera: mírala”. Éste era el
premio, el blasón, el galardón último y final. Ésta era la victoria. El bisabuelo
Palancas atravesando las brumas del Tiempo para venir a dar a Lupe las naranjas
de la inocencia. El abuelo Rosales remontando tiempoarriba la calle
Libreros de Granada para ir a dar clase por la noche y nunca ya de día, sin
saber ya nunca de aquel colegio y aquella vestiduría y aquel sombrero atroz. Horacio
Martín rindiendo pleitesía al crepúsculo, a Ítaca y a Doina para “aceptar el fin sin dañar ni dañarse”. Miguel
Hernández compartiendo su tabaco con Perico el Postinero. Julio Cortázar
jugándose el tabaco con Juan Carlos Onetti. Félix Grande Ortega y María Lara
Pradillos recién casados sin saber ya nunca qué sería eso que llamasen los
viejos Guerra Civil. Una prenda de hoguera y tiempo tejiéndose y trenzándose imparable
para Félix y los cuatro hermanos de Félix y toda la familia de Félix y la
familia toda de Paca Aguirre y para todos los vivos y todos los muertos de una
misma familia mientras allá en un rincón César Vallejo y Antonio Machado beben
de la vida y ríen más acá Fernando Quiñones y Eladio Cabañero y llueve Charlie
Parker y llueve Piaf y llueve Caracol y el pintor Lorenzo Aguirre pinta
sonriendo la escena toda: esto, todo esto era el premio: este tiempo que “ya es incendio en calma, / eco de norias, procesión de nudos,
tertulia / de ausencias apretadas como los juramentos, / coro de espigas en el
viento dormido, / templo en donde el silencio, con su elocuencia exacta, /
litúrgica, nacida en la semilla de la música, / dice: Bendito sea cuanto aquí
sucedió”.
Y un sueño, también era un sueño el premio, esta victoria: setenta inviernos,
setenta veces siete aullidos MamáNoTeMates después (lo oyen, amigos, podéis
oírlo???), éste era el premio:
Madre: he tenido un sueño.
He visto la bisagra de la vida y la
muerte.
He visto jadear al origen del mundo
en el átomo del Deseo.
He visto a las galaxias, sonrientes
ante tu pelo negro derramado en la
almohada
Mamá: he tenido un sueño.
He visto la bisagra de la vida y la
muerte
y al verla, allí, infantil,
dormido, importantísimo
como el susurro de la Inauguración,
escuché el formidable estruendo de
alegría
que se abre en el Espacio para
parir los astros
¿Lo oís, podéis oírlo? Está hablando con ella. Óiganlo, oídlo: es un niño
en un cementerio. Es una conversación bajita, vacilante y valleja; una
conversación infantil, libérrima y bajita, de un niño anciano con un pañuelo apretado contra la boca invocando a la
lágrima más antigua del mundo, desde el brocal de un pozo que ya no existe.
Félix Grande ha escrito el poema de su vida. Félix Grande ha hecho las
paces consigo mismo, con su infancia, con su madre, con su terror, con “la soga, el árbol, la puta rama, el patio”,
con su niño mismo. Para qué sirve la poesía, suele preguntarse a menudo.
Pues para esto, señora: para Esto.
Alguna vez he pensado que, posiblemente, el sueño (el sueño fisiológico)
no es más que la larga carta, goteante y puntual, que uno le escribe a los
muertos que más quiere mientras sigue viviendo, mientras sigue sucediendo la
vida, imparable, incomprensiblemente, sin que ellos lo sepan ya; y también que es
posible, más probable incluso, lo contrario: que sea la carta que ellos nos
envían a nosotros desde su orilla de niebla, desde el otro borde de la vida:
para que sepamos cómo están, para darnos sus noticias (para que no nos falte de nada…). Y si convenimos, si damos por
cierto este delirio, que el sueño es la larga correspondencia con los muertos
mientras dormimos, la carta dormida, quizás la poesía sea la carta despierta,
la llamada que hacemos con los ojos abiertos, mientras habitamos la zona
tangible de este mundo, para que llegue la niebla, para que podamos habitar
también, al mismo tiempo, en el fantasma.
Para tener, literal, exacta, totalitariamente, toda nuestra vida junta.
Para qué sirve la poesía: pues, por ejemplo, para urdir el sortilegio de
que un anciano que durmió toda su vida en la cueva del miedo, atenazado, perseguido por el terror que le
amamantó desde el principio de los tiempos a través los pechos de una mujer
enloquecida por los mastines de pesadilla de la guerra civil (de La guerra civil), pueda ahora regresar,
erguirse de escalofrío ante esa tumba, y que sea ahora su mano la que baje hasta su calavera
para depositar una limosna
quíntuple
en la mendicidad exacta de tu
muerte
Porque estos versos, este poema, este libro entero de Félix Grande es un
sueño tenaz, un enigma sonámbulo, un territorio de niebla donde las palabras ya
no son palabras, ese milenario y afectuoso nombre que les damos a las criaturas
que nos dicen; esto ya no es hablar:
esto es morder la tierra. Esto no es poesía: es otra cosa que estas
menesterosas líneas no alcanzarán a describir; ese roce sigiloso que acecha al golpe de cada verso pero que no se ve,
semejante a una bestia moribunda arañando los cristales; una gota de escalofrío
recorriendo lenta, implacable, la espina dorsal del otro lado. Quizás exagere
ya, a estas alturas (es que soy de Cieza), pero convendrán conmigo en que
calificar a todo esto con el común término de estilo es algo que, me temo, rayaría en la ordinariez. Pues cómo
describir –ya me voy rindiendo–, cómo esbozar aquí la conversación definitiva
de un viejo y una muerta en asamblea en
torno a la lágrima que responde a todas las preguntas
Acomódate, madre, en tu mecedora de
tierra
(…)
La paz está llegando, madre
(…)
Todo va a ser mejor que nunca:
ni tú verás mi miedo, ni viviré tu
miedo,
ya no habrá miedo, ya no hay miedo…
(…)
…Luisita Grande Lara no volverá a
morir
ahogándose mirándote resollando
penando
consumiéndose hediendo a pus y
muerte
muriendo de difteria mirándote a
los ojos
mirándote con pena purulenta
…mirándote
quieta de pronto para siempre ante
tus alaridos
y el sollozo de piedras de papá…
(…)
… Y ya no voy a verter la tacita de
aceite. Ya no me voy a hacer otro siete en la camisa. …Ya no voy a derramar la
taza del aceite con el maldito codo, y no vas a pegarme, coloradita por la
congestión, loca de horror ante el aceite, tu mano, la alpargata, tu hijo…
Espantada de tu violencia, furiosa por tu espanto, máquina de sufrir y de
romperte y de romperme…
[César: …“Y ya no habrá reproches
en tus ojos benditos, / ni volveré a ofenderte, y en una sepultura / los dos
nos dormiremos, como dos hermanitos”.]
Es decir
la culpa: el excremento que engrudó
mi vida, el tóxico con el que he hecho sufrir a seres inocentes: toda mi vida.
Toda mi vida. Toda mi escalera. (…) Qué
noria la del miedo pariendo odio, la del odio pariendo culpa, y qué noria de
culpa pariendo angustia malparida! … La culpa, madre. ¡La Culpa, María Lara
Pradillos! ¡La puta culpa entre tú y yo y el pozo!
… Sí, madre: aún me quedaba esta
gota de odio
Ah: pero, ahora,
Ahora sí, madre: el llanto.
Llora con los cuatro ases
imperiales del llanto.
Llora con los setenta veces siete
mandamientos del llanto.
(…)
Llora hasta que se mezclen en la
riada del llanto
los nonatos, los solos, los
apestados, los hambrientos de llanto.
Llora sobre los dos odio de llanto,
amor de llanto.
Llora a placer: es la liberación:
tu último llanto.
(…)
Gota final de odio, gota final de
llanto: criaturas
juntas de la manita entrando en el
palacio
de la piedad. (…) Ya, madre, ya acabó.
Nos quedaba por sufrir este trago,
este veneno,
esta monstruosidad …esta
revelación. (…)
Aún había que tragar este maltrago
que misteriosamente mortuorio
le está abriendo las puertas a la
felicidad.
…
¿Me oyes, María? Desde tu mecedora
de tierra ¿puedes oírme? … Desde tu atareada costumbre de morir ¿puedes,
durante un instante inaudito, demorar ese afán, volver la espalda a esa sequía,
y recibir en medio de la cara, en medio de tu sed resurrecta, el diluvio
apacible de esta lágrima que te ofrezco como un ramo de siemprevivas? ¿Puedes
oírme, María? … ¿Te besan con su broche de lágrima todas estas palabras de
alegría? ¿Aceptas la mano empalabrada de tu hijo, de este viejo que habla solo,
con un pañuelo apretado contra la boca?
…
Mientras beso este puñado de tu
tierra que yace palpitante en el absorto cuenco de mi mano, quiero que sepas
que la alucinación materna que reside tras el cerrojo de la edad, la madre que
está viva, la madre ritornella y lázara perpetua …desde bajo la tierra me contempla
(…) con la luz ya sin susto de sus
ojos …y de repente me sonríe: me perdona: me quiere.
…Vuelve. Casi tres cuartos de siglo en nieve después de todo, vuelve. Vuelve
el implume mayor del coraje y la inocencia para postrarse ante el trono de cuna
del primer llanto y condecorar con una lágrima el feroz, jadeante y ya
victorioso argumento de su vida
Vuelve para entonar, como un abuelo de sí mismo y padre ya de la madre
niña, en estruendosa voz muy baja, uno de los finales más escalofriantes,
emocionantes, vallejos, que uno haya podido oír
jamás
Adiós, María. Descansa.
La tierra, el tiempo y yo somos tu
cuna.
Duérmete, ea.
A la nana nanita del cementerio
una muerta y un viejo en asamblea.
Por fin lo que fue estrépito es ya
misterio.
Duerme, mi niña, ea.
Pronto vendrá la luna
para lamer mi lágrima, para mecer
tu cuna.
Ea, ea…
Por fin lo que fue estrépito es ya misterio; por fin lo que fue llaga es
ya una lágrima: una secreta, jubilosa, infinita y leal correspondencia. Lo más
parecido a la eternidad.
Si tal cosa existe, Félix, brujo, Capitán, esta gratitud innumerable,
este escalofrío en los huesos del alma me asegura, susurrándome aquí cerca, que
serás bienvenido.
Granada, febrero ‘12