jueves, 24 de diciembre de 2009

Salud


El mundo es una pesadilla, y yo no tengo de qué quejarme. Nos han perseguido durante milenios los brujos de la tribu, los hombres del saco y de la mitra, pero tú y yo nacimos en el tiempo de la pérgola y el escondite a medianoche (jugábamos en la calle, y en la calle no había bombas, y al volver todo el mundo seguía allí: nadie se los había llevado a punta de fusil). Siguen bramando, escupiendo odio los más muertos de miedo al juego éste, que consiste en jugar hasta el final, pero no nos alcanzarán, no nos darán caza sus reglas, sus leyes infames, su miedo atroz a esconderse entre tus piernas. Nacimos, en fin, en la orilla más alejada de lo atroz, con la sangre remansando bien de lejos. Y no tenemos de qué quejarnos. Y sin embargo la queja es un deber civil, y sin embargo el vaso estará lleno si denunciamos lo medio vacío, aunque nos bebamos el resto. El mundo es una pesadilla, pero cabe preguntarse por qué algunas tragedias no nos quitan la cuchara de la boca delante de la televisión, y otras sin embargo nos arrancan de cuajo el estómago para siempre. Ya sé que tiene fácil explicación (“Hay dos tipos de personas en el mundo: tú y todos los demás”, le dice el fantasma de Nathaniel Fisher a su hijo mayor hacia el final de esa obra maestra absoluta llamada A dos metros bajo tierra). Ya sé que tiene fácil explicación, pero las fluctuaciones científicas de la condición humana no son un consuelo precisamente.


El mundo ha seguido siendo una pesadilla durante este último otoño del norte, pero la vida se ha portado demasiado bien conmigo, trayéndome semanas como carruseles de licor, nuevos amigos que lo serán para siempre, siestas de día y sueños de noche, regalos como sueños de hace mucho y hasta miradas con calma a contraluz, tratos más adultos con la vida (crecer sin ser mayor) e incluso mujeres sabias que intuyen mi temperatura en un terceto. También las paces con más de un fantasma, y más de dos, y más de tres. Mientras la infamia monetaria escupía un millón de ahogados a la playa de mi país, mientras los señores de la guerra seguían su guerra y los muertos seguían su muerte, mientras en tantos sitios se sufría el horror a manos llenas, yo apuraba la vida a tragos con el corazón a toda vela y la risa antigua de cuando todo (o casi todo) está en su sitio. Yo -pero qué estoy diciendo- he sido feliz mientras el mundo apuraba su ruleta rusa, mientras todos los días, todos los días en Granada se moría un niño, Federico García que estás en la tierra.


¿Cómo has podido caer tan bajo?, me escupiría Rimbaud, atravesado. Y quizás, en cierta forma, tenga razón, aunque mi estado de ánimo no vaya a determinar el cáncer de la atmósfera, y mi compungimiento sea tan inútil como intentar negociar con un imbécil. No pidamos, por tanto, disculpas por vivir: sólo las justas por darnos cuenta de que el mundo es una pesadilla, pero cualquier atardecer como éste lo puede redimir si miramos con ternura ese olivo de allá lejos. Hasta la nieve (en la ventana) fue generosa conmigo y me dejó despegar, y volver con ojos nuevos a las calles de Madrí donde nos hicimos tanto daño, pero también donde te quise tanto, y poder estar sentado ahora junto a la ventanilla del tren que lleva hasta mi hogar. Se ven montes tímidos, viñedos en cueros, el azul constante que yo sé. Y me acuerdo de repente de hace casi diez años, cuando un adolescente con la cabeza llena de pájaros de Portugal escribía reseñas sobre las páginas de la Castilla de Azorín, soñando con escribir la canción más hermosa del mundo. Y recuerdo la otra emoción tan distinta pero igual de pura del diciembre de hace un año y el invierno del delirio a la luz de aquella vela, y la primavera que quiso ser más fuerte y el verano que me dio esa ternura a cambio de este loco.


Se inclina el sol para mirar lo que escribo ahora por encima de mi hombro, y la resaca se me transforma, como pasos que se acercan, en un sentimiento de misterio que algunos libros llaman plenitud. Como de algo que concluye para empezar de nuevo, como de títulos de crédito (salud, Doctor :) en la ventanilla del avión que anunciasen a la vez el capítulo siguiente, como de mañana de sábado de cuando todos los cuentos eran el cuento de nunca empezar. No estoy seguro de qué hablo exactamente, pero se parece a un destello de felicidad que -lo siento- hoy no me vencen ni la mujer esposada del periódico (cabrones), ni el ligero dolor de cabeza, ni el cansancio brutal. Ni siquiera la señora que viaja a mi lado, leyendo un libro de Ana Rosa Campos, o María Teresa Quintana -ahora mismo no puedo verlo bien-, y que me está ametrallando el oído con su conversación telefónico-maternal. Crispándome los nervios. Pero me acuerdo de Reverte, y de Marías, y de Maruja Torres y de Carlos Boyero, y hasta de la perla que le soltaría seguramente el colega Recio, que es showman a la par que lírico, y termino por soltar una carcajada que sobresalta aquí a la ministra (algún problema, señora?). Es alarmante este estado de ánimo (tengo una reputación que mantener, pordiós); tanto, que, aunque la deteste, estoy a punto de desearos feliz navidad a todos los que habéis pasado, pasáis o pasaréis por aquí, aunque yo no lo sepa. Mientras el diario habla de piratas, de corrupción y hasta de mí (aunque sea bien), yo pienso en este sol murciano, en aquel caballo verde, en el castillo de mi pueblo, que ya asoma hacia el sur. Y también, sonriendo cómplice, en ti. Donde quiera que vayas, donde quiera que estés.





jueves, 26 de noviembre de 2009

'Aniventario'

Vivir es ver volver, dijo alguien, de manera secretamente certera. Ver volver porque la memoria es cíclica, y vive en espiral, y baila en torno a su eje hasta pararse al dar las doce en la conciencia e incluso a veces, como ahora, en el calendario. Ahora que de tantas cosas van a dar las doce, ando preguntándome dónde quedaron, dónde quedé, adónde se fueron. No, pero están aquí, en el trastero más íntimo de la memoria: no se han ido. Suelen reprocharme que doy demasiadas vueltas a demasiadas cosas, pero cómo no ser fiel a lo que dejó quemadura. Probablemente la frase “no te rayes” y sus derivadas sean algunas de las que más he oído toda mi vida, y también las que más me han tocado soberanamente las partes contratantes. No te rayes: no recuerdes, no mires atrás, para qué (“no sufras”, es el sincero y candoroso mensaje). Y uno responde mentalmente con esa oración prodigiosa sobre la poesía del maestro Neruda: “… pero desde una calle me llamaba, / de pronto entre los otros, / entre fuegos violentos o regresando solo, / allí estaba sin rostro / y me tocaba”.

Me tocaba. Sucede a veces que vuelven los fantasmas a llenarme de musgo los pulmones, de ritos viejos el corazón (el corazón: otra palabra proscrita). Y en momentos tales sólo me queda dar las gracias: gracias. Van a dar las doce y los doce de muchas cosas que no puedo contar aquí porque No; no son historias épicas, no acaban bien; sólo huelen a cansancio, a desengaño, a golpes en la puerta, a cuchillos en la almohada, a soledad perfectísima, a vela rota que sigue muriendo, ay, seguirá muriendo. Y sin embargo brindo por todo ello ahora, aquí, en este bar, en esta barra donde filtra la humedad del ron su sabiduría por entre los papeles, donde tantas cosas que jamás pensé han sucedido… Y donde no me van a poner a Sabina en los altavoces ni aunque haga el pino con una mano. Pero eso es lo de menos (estos guiris no tienen ni idea de quién es Sabina, los pobrecicos). Uno sabe que pertenece a una ciudad cuando puede estar solo en un bar, y sentirse en casa. Ahora que van a dar las doce desde que pisé este suelo por primera vez, bajo otras luces muy distintas, recuerdo con ternura capital al hermano Horacio Martín, de cuyo suicidio también se cumplirán dieciocho otoños estas noches, pues “fue buena la vida, y mereció la pena vivir y reventar”. También harán los siete noviembres de cierta anciana que me dio la primera lección de la misma ley. Y en alguna parte alguien, álguienes, sentirán un roce sigiloso en la ventana.

Me tiento la conciencia, me ausculto la memoria de la piel, y brindo por las cicatrices y por las heridas, por lo que ya no duele y por lo que no tendrá remedio. Brindo por el sol y por la nieve en la ventana, por los abriles y los diciembres en vena. Por la vida en cueros y la memoria ardiendo; por esta puerta que deja entrar el frío, pero que apaga el frío. Y hasta por el camarero éste que tengo aquí delante, ahora mismo. Que ya es colega aunque hable otro idioma, y que me anda mirando desde hace rato con preocupada retranca. “You think so much, monsieur, you think soooo much”. Cómo te rayas, macho, en traducción libre. Y lo mismo tiene razón.

Hay que ver. Tres años ya soltando disparates aquí, entre tanta vela en vendaval, y aún no aprendo.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Ey


Yo sé qué luz habrá a esta hora en cierta calle, en cierta casa, en cierto jardín. Recuerdas la ansiedad, recuerdas el azul? Recuerdas los sauces, los escalones, las ganas de escapar? Y siempre parecía ser domingo. Adónde irían esas parejas sin nada ya que hacer. El periódico traía crónicas de hace siglos. El sol se alejaba como un mendigo, sin llamar a la puerta siquiera. Y debajo del cojín alguna huida, algún crimen menor, alguna broma de mal gusto -qué torpe soy, a veces-. Yo sé qué luz que ya ni queda habrá a esta hora en aquel sitio que ya no existe. Pero no pasa nada, créeme, no pasa nada ya.
Sólo esta tarde que parece de domingo, con aviones que van llegando adonde yo pensaba que quizás -cuántos pasaban por allí-, con café que no se le parece nada, con goteo impaciente en la tarde cerrada como el que a veces se oía, al apagar la televisión. Pero yo no tengo televisión, y quizá por eso me fijo en la pantalla de los cristales, para escuchar cosas lejanas que nada tengan que ver conmigo, y que no duelan. Aquellas películas estúpidas de sobremesa en las que ellos jamás miraban como yo sé, y ellas nunca decían algo que produjera un silencio de media hora de metraje. Sabes lo que quiero decir. Y es eso todo, al fin y al cabo, será eso? Faros de coches lamiendo el asfalto en círculos, en espiral suicida hacia ninguna parte. Pero iban a algún sitio esas parejas, no? Y sabrían adónde? Qué absurdo. Vivir consiste en no hacerse preguntas, leí en una de esas tardes que parecían ser la misma. Quizás sobrevivir consista en no hacerse tantas preguntas. Pero qué le vamos a hacer. El frigorífico no tiene hambre, los platos ya están limpios, la botella de vino a la mitad. Y para qué apurar todo el periódico, pudiéndome mirar a los ojos. Y para qué fumar en el balcón, si no molesto a la guitarra. Pero no me hagas caso: es un otoño frenético que vive en todas partes menos en mi casa (¿?), y que no se para un segundo a pensar ni escribir que hace más frío ahí fuera, que darán pronto las doce en punto de hace tanto, que va declinando la luz poco a poco, en este balcón, en aquel jardín. Mucho más rápido en este balcón: despunta una luna enorme hacia las nubes del este. Mi campana, la que apenas sonaba entonces. Y al final tendrás razón: tendré que levantarme del sofá -qué perezoso soy, a veces-. Y tendré que sacudirme y salir a la calle, aunque a otra muy distinta, a inventar de nuevo luces de viernes por la noche en esta tarde que parece de domingo. Dónde los silencios asesinos, dónde la ansiedad? Surcan otros aviones ahí arriba. Pero ya no pienso en la huida, ya no sueño con cogerlos: ya los cogí, mi amiga.



jueves, 8 de octubre de 2009

Pregunta urgente

Si el desamparo no tiene horarios, si la tristeza no tiene horarios, si la amargura no tiene horarios, si lo gris y la nieve y el cansancio y la ruina no tienen horarios, ni la desidia ni el olvido ni el dolor, si la guerra no tiene horarios, si la crueldad no tiene horarios, si la estupidez no tiene horarios, si ni esa pared ni ese llanto ni ese mendigo tienen horarios, si la muerte no entiende de horarios,

por qué cojones ha de tenerlos la belleza?


Huye, muchacho
Muchacha: escapa




YA





domingo, 27 de septiembre de 2009

Contádmelo

Y aquéllas, todas, todas esas mujeres; algo les di y me dieron, algo les sigo debiendo más allá de lo que pagué. Las pienso, las saludo, las abrazo hacia allí lejos, en alguna parte. En alguna parte. Mujeres que jamás dijeron nada, que gritaban con los ojos, que clamaban con silencios. Mujeres de limosna en la sonrisa, de musgo en los talones, de manos hechas tierra. Algo que parpadea y duele en el costado, como un remordimiento, o que enciende la memoria llena de sol, y da las gracias. Mujeres niñas, niñas adultas, ancianas con fe de juventud. Tengo una alcancía de soles que no se apagan y dan abrigo, y que muchas veces queman y marcan en la piel, como un sello, como un estigma, como un blasón. Tengo un teatro que aplaude y llora, tengo una guitarra cuando caigo, tengo una soledad tan concurrida que a veces me da miedo.
Mujeres al borde del filo de los límites, mujeres con peso contraespalda, mujeres insolentes al futuro. Me llevaron de la mano o me sacaron del colegio, me miraron hasta el fondo o me abrazaron; me vieron las entrañas, pero no quisieron irse. Mirando, esperando, peleando; toda la vida mirando y esperando. Y peleando siempre, contra el mundo, contra ellas mismas, contra mí. Viejas que susurraban cuentos para dormir; niñas que jamás se creyeron mis cuentos para ir a la cama. Hacia dónde fuisteis, hacia dónde vais. Dónde estarás, tú. Y qué andarás haciendo ahora, Tú. Honores o metralla, cicatrices o gangrena en la herida que no cierra. Mujeres que enseñaron a vivir. Mujeres que mataron, que matan: matarán. O a las que sigo matando en sueños para despertar aullando (Voy a pedir perdón al primero que encuentre). Tengo un capital de leyendas al abordaje. Tengo una herencia de cuchillos que defienden o duelen bien adentro. Las sotas rubias de la infancia, las oscuras golondrinas que no vuelven, las aves de paso que se quedan. El azul de aquel invierno, la ansiedad de primavera, la nobleza desarmante del verano. La bruja del otoño aquél. Maestras del consuelo, notarias del terror, y todas las camareras que quisieron escuchar. Mujeres que impusieron galones, que me ordenaron caballero, que me llamaron por dos nombres. Tengo una bufanda y un sombrero, un antifaz y un tango que no miente. Tengo una bandera que es sábana a jirones. Y una deuda de un millón de palabras para decir adiós, como a una hija que vuela sola, ella sola, para ser feliz en alguna parte, qué va a ser de ti lejos de casa, ella sola, valiente, niña, invencible, nena, qué va a ser de ti. Y una deuda milenaria de mi estirpe para abrazar y seguir abrazando y no soltarte por ese tipo de cosas que suceden, y ante las que sólo cabe enmudecer. Mujeres de acantilado, Mujeres de niebla y mascarón, Mujeres desafiando solas lo negro y vendaval. Tengo un grito y una lágrima. Tengo una deuda en cada piel. Y un sueño en el que me gusta deciros: venid, tengo siete años. Contadme otra vez el cuento que me hizo lo que soy.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Los Propios Daños

“En derecho marítimo existe una figura llamada abordaje fortuito, que determina los límites de una tragedia. Dícese de la colisión entre dos buques, motivada por una causa de fuerza mayor –una tempestad-, en cuyo caso cada parte deberá soportar sus Propios Daños”. Está bien.

En la mitología griega, Sísifo, que intenta burlar a los dioses, es castigado a subir una y otra vez y sin descanso una enorme roca por las laderas del Hades: de manera siniestra, la roca vuelve a caer al llegar a la cima, y Sísifo desciende eternamente para arrastrarla eternamente cuesta arriba, esperanza arriba. Esta vez sí, se dice, esta vez sí. Pero la roca caerá de nuevo, implacable, a su origen. Sísifo no tiene más remedio que seguir intentándolo, y así lo hará. (La otra opción no es contemplable, o Camus sabrá). Está bien, está muy bien.

En todas las playas del mundo hay un niño construyendo un castillo: lleva y trae la arena más húmeda para darle forma, la mezcla con la más seca, lo va levantando a ojos vista. Llegará una ola y lo derribará, o se caerá por su propio peso; con suerte, aguantará unas horas, una tarde, una noche. Al día siguiente no quedará rastro de él, pero el crío volverá a intentarlo, fiel, invencible, la misma arena, el mismo castillo, el mismo sol, fiel, invencible, otra vez y

está bien, está muy bien, y así es corazón y no tenemos otra y vendrán a decirme como yo mismo te dije y me dije que es así, que no hay otra, que así es, la colisión los daños el precio la roca la ladera la esperanza la arena el fracaso y el próximo verano, vendrán a decírmelo ya me lo han dicho como yo mismo me digo –como yo te dije!- y yo respondo claro que sí caballero que sí señora que sí faltaba más no nos faltan ejemplos en la historia no nos falta currículum madmoiselle, milady no nos faltan canciones ni bibliografía ahí está ahí tiene la misma historia, más vieja que el cagar que dicen en mi pueblo y todo está claro clarísimo estricta y racionalísimamente claro cómo no, muchos otros antes que yo y no murieron claro señora claro nadie muere nadie se muere yo no me muero tú no te mueres él no se muere, Capitán Sabina, ya lo sabíamos somos maduros muy maduros somos ya creciditos faltaba más somos mayores somos mayores repite conmigo Somos AdultossomosMayoresdeEdad, luego a qué esa cara oh prócer oh corsario ciezo oh impostor a qué esa cara, si ya de antemano lo vas diciendo como el otro señorita antes de nada ha de saber que no soy recomendable y a qué esa soberbia, Capitán Grande a qué esa soberbia de considerar al otro menor de edad y niña y desvalido para no soportar sus Propios Daños su roca sus olas asesinas y a qué esa urdimbre de ser el responsable del Diluvio Universal si no controlamos nada apenas nada, también lo dije, apenas nada controlamos aunque se empeñen los científicos en cambiarle los dados al Caos y a las cosas que pasan no hay más remedio, Que se acabe es su precio Que duela luego es su victoria, maestro, pero de qué victoria me habla dígamelo dígamelo usté que sabe explíqueme para qué los versos y el alcohol y el desvarío que alguien me lo explique y trate de convencerme inútil inútil de que todo pasa y si lo que pasa es que nada se pasa y se acumula al final todo en la boca de la garganta y del estómago y ahí me opere, doctor, échele güevos a ver si lo saca y si no dígame vuelva a repetirme díganme el colega la señora la madmoiselle el doctor Desdrama díganme otra vez que la vida y que los daños y que luego los balcones y los pájaros de nuevo díganmelo como yo mismo lo dije porque yo mismo lo dije, yo lo dije y me lo creo –siempre saco un diez en la teoría- díganmelo de nuevo y yo asentiré y diré claro claro si ya si es lo que pasa es así esto es así y sin embargo no me crean porque algo habrá por dentro blandiendo insultos y quemando con la pena y esta lluvia y este lunes gritando a ciegas que vale que sí que mayores que adultos que apenas controlamos nada que sécate esa sangre que está bien que está muy bien que sí y sin embargo y lo que pasa cojones es que se hace sufrir y sin embargo se sufre y sin embargo hijos míos hermanos lejanas bienintencionados sabios amados todos mandadme piadosamente a la mierda si os doy la razón porque al final y lo que pasa y lo único que pasa al final es que se sufre y
nada olvidaremos nunca, porque no somos asesinos

jueves, 3 de septiembre de 2009

Otoño

Me pregunto cómo lo hicieron tantos, tantos, antes que yo, que tú, para no morirse de miedo, para no salir corriendo, para no correr como las aves migratorias en busca de otro hemisferio cuando llega esta ruina, esta clausura, esta estafa. No me hagas mucho caso: así ando últimamente. No me hagas mucho caso. Todo el mundo sobrevive al otoño; no es una guerra, no es una epidemia, no es… Y sin embargo las raíces que arrastramos de la tierra no pueden evitar este aliento sombrío como de fin de fiesta cuando empieza a ocurrir, cuando empieza a cernirse, implacable, puntual, esta deserción de la luz. Da igual si has tenido un verano efímero que ya no se parece en nada a aquéllos, los adolescentes, los decisorios. Da igual si ni siquiera tuviste verano, tal y como debería serlo. Da igual: tu memoria genética vuelve a saludar a tus ancestros milenarios, los implumes mayorcitos de la cueva, que asistían atónitos a los soles fugaces, al golpe de estado del general del frío. Atónitos, aterrados, como ante un eclipse. No hemos cambiado tanto, no. Los ojos grises, el desagüe en el costado. Y seguimos llegando tarde al colegio / con los viejos calcetines mojados. Pero, afortunadamente, la congoja dura poco. Lo que tarda el cuerpo en acostumbrarse a la nueva época, en recordar que la vida es esto, y no otra cosa. Además, uno puede vivir las cuatro estaciones en un solo día y da lo mismo el calendario: es sólo cuestión de tener capacidad suficiente como para despertar con el invierno en la almohada, tragarse un llanto de abril a media tarde y partirse de risa al anochecer como si fuera aquel verano todavía. Aunque tampoco estaría nada mal conquistar algo de calma un día de éstos, y que todos fuesen, no sé, un atardecer de noviembre de allí abajo, con ese aire transparente y azulísimo que no espera nada, pero tampoco lo pierde. (Qué iluso me vuelvo, hay que ver, a estas horas de la noche). En fin. Todo esto es irrelevante. En mi país todavía andan con madrugadas a toda vela en las terrazas. Los escolares aún no están precavidos, y a mil años luz de aquí todavía se amarán algunos entre el agua, la arena y el sudor. En Latinoamérica, allá donde se fugan los sueños, palpitará ya la primavera. Nada que ver con este otoño definitivo de aquí arriba. Pero todo esto es irrelevante. Las estaciones, ya lo he dicho, van por dentro. Por dentro. Puede uno estar sincronizado con las de fuera o no. Puede uno tener el corazón en punto a la hora de la nieve, o maldecir porque arrecia el vendaval en pleno julio. Puede uno sentirse en feria en octubre, o arder con la fiebre en cueros de diciembre. Pero, si efectivamente sigues el compás, en esta época del año lo tienes jodido. Te va a sobresaltar aún más el despertador –hijo de puta- del lunes gris por la mañana, como un bombardeo. Te acuchillará más hondo la nostalgia de huida hacia alguna lumbre donde suene una canción de Extremoduro con sabor a monte, tragedia y amistad. Y echarás de nuevo cuentas de las asignaturas que llevas arrastrando toda tu vida para el examen de conciencia de estas fechas. Te van a dar duro con un palo y duro también con una soga las cosas en que te equivocaste, que eran las cosas que tú más querías. Y ni siquiera reirás, siniestro, volviendo solo, cuando entiendas que vas repitiendo fielmente en otros folios los mismos errores con los que otros suspendieron antes en el tuyo. Sabes que vendrán otros días, que otras lámparas iluminarán distinto esta habitación, que otras fiestas te salvarán, que otras velas conjurarán esta lluvia. Y sin embargo un rato cada día, siempre, puntual, repica Septiembre en la ventana para pedirte explicaciones sobre algo que fue o algo que no llega, sobre algo que grita de lejos o que dejaste debiendo, no sabes cuándo, cómo pudo, allá lejos, en alguna parte.


viernes, 14 de agosto de 2009

Círculos


Para qué repetir lo ya dicho
Para qué contar lo que mucho mejor cantado
(El señor Carlos Chaouen:


domingo, 26 de julio de 2009

'No' (el oscuro pasajero)

“Llega a ser quien eres”, aconsejó Goethe alguna vez, conciso, profundo, brutalmente lúcido. Llega a ser quien eres. Cuántos consiguen tal cosa. Cuántos ni se lo plantean. Cuántos se juegan la vida cada día por conseguirlo. En este juego cotidiano en el que, más o menos, conseguimos convivir, el contrato social nos brinda a la vez un seguro y un conflicto, una rosa y un látigo. Una tensión constante entre el que uno es y el que los demás esperan que seas. Llega a ser quien eres. La Historia con mayúscula podría escribirse perfectamente contando sólo las historias con minúscula de todos los malditos, marginales, proscritos, que lo fueron precisamente por no poder ser quienes querían ser. Quienes eran realmente. Pero cabe preguntarse, cada uno ante su espejo, si se pelea cada día por ganar ese milímetro cotidiano de libertad que nos acerca un poco más a la verdad del fondo de los ojos, a costa de alejarnos de la mirada de los otros. El infierno son los otros, dijo el otro. Pero no: somos nosotros, en todo caso; está aquí dentro. Ese infierno cuya hoguera azotan demasiadas veces ciertos sádicos como la culpa, el remordimiento, el odio contra uno mismo. El miedo. El miedo. Todos tenemos una vida diurna, uniforme, tutelada, en la que tratamos de ser lo que se espera que seamos (y lo que creemos ser según el engañoso guión de nuestra vida hasta la fecha). Pero como malditos, como marginales, como proscritos, vamos escribiendo cada día en la conciencia la biografía nocturna cuyos secretos sólo escuchan la almohada, la soledad, los espejos. Sólo a veces la gritamos. Sólo los más valientes se la escriben en la frente, como un blasón, y hacen del vivir una aventura suicida cuyo precio suele ser la incomprensión, pero cuya victoria es un aullido salvaje de insurgencia que salta todas las tapias, trepa todos los balcones y hace vomitar de vergüenza a los asalariados del Orden, el Terror y la Moral.

Es el oscuro pasajero. Es esa bestia noble y niña que nos araña por dentro y que protesta; que pregunta, como niño que es, inocente y brutal: Por Qué. Por qué sí, y por qué No. Albert Camus escribió que un hombre rebelde “es un hombre que dice no”. García Márquez ha dicho alguna vez que, si algo aprendió con la edad, es “a decir que no cuando es que no”. Quizás crecer signifique eso, y no otra cosa. Quizás crecer sea, al contrario de lo que opinan los cobardes de entrepierna estreñida, conquistar la desobediencia. Decir No. Llegar a ser quien eres. Abrir alguna rendija cuando sea preciso al oscuro pasajero, para que devaste con su ciclón de verdad tantas cosas que se dan por supuestas y que tantas veces no son más que el traje nuevo del rey desnudo. Saltar por encima de la tapia del propio miedo, trepar hasta el balcón que custodian celosamente los miles de ojos que jamás se atrevieron a treparlo, cínicos. Sacar la lengua, reír a carcajadas, enseñar todas las cartas: para ellos su razón, para ti el juego.

“Y en la ocasión primera / besa humilde las llamas horribles de la hoguera”.

domingo, 12 de julio de 2009

Del misterio


Uno de los misterios más hermosos, más insondables, más inquietantemente claros, es ése por el cual conspira la vida contra el orden de las cosas para mantener todo tu tiempo junto. “Lo vivo era lo junto”, escribió Luis Rosales: lo vivo es lo junto. Y la vida es al fin eso que sucede sin darte cuenta y que va reuniendo despacio, poco a poco pero fidelísima, todos los pedazos de tu tiempo, dándole un sentido extraño que ni siquiera puede entenderse pero que consuela, pues en cierta manera parece susurrarte que llevas todo tu camino escrito en los pulsos. “Porque la muerte no interrumpe nada”, escribió también Rosales, suplicante, con fe niña. Y muchas veces la muerte de tantas cosas, que creímos perdidas para siempre, tampoco consiguió interrumpir nada. Puedes estar fregando los platos a media tarde y notar cómo entra desde la ventana del patio de luces un olor súbitamente familiar que no pertenece a esta época, que ni siquiera pertenece a este país, pero que te trae con una clarividencia exactísima otra tarde de hace lustros en la que jugabas al contraluz de la escalera. Quizás sea sugestión, que tienes la cabeza en otra parte, pero a veces, al remontar por la mañana esa avenida llena de nieve hasta hace no mucho, jurarías que respiras a sal, que tras la última esquina verás la playa, y no cualquier playa. Es absurdo, porque estás en el centro de Europa, pero qué es, qué diablos será si no un soplo de brisa que ha recorrido miles de kilómetros desde aquella palmera tatuada de iniciales hasta aquí, sólo para recodarte de dónde vienes, o a dónde debes regresar. Ese sol de las cortinas a las cuatro de la tarde es el mismo de otro lugar que yo sabía. Esta guitarra recuerda sin yo saberlo antiguas melodías, secretas hasta que ella misma me guía los dedos otra vez. Quizá esa mujer sea todas las mujeres pasadas, presentes y futuras. Ah: porque el misterio no tiene por qué obrar sólo sobre lo sucedido, sino también por lo suceder, por los días que vendrán. Y cualquier noche puede asaltarte la imagen exacta de un balcón, una farola, una plaza desierta, mientras lees tumbado en el sofá algo que no tiene absolutamente nada que ver. Es la vida, de nuevo, susurrándote al oído su misterio sordo, intangible, pero diáfano como un oráculo. No hay más destino que el que uno quiera creerse, pero qué significan esas voces remotas de futuro, esas imágenes de leyenda como las ilustraciones de un cuento infantil que parecen ir a cumplirse una por una. “Sólo el misterio nos hace vivir, sólo el misterio”, sentenció Lorca, irrebatible. Pablo Neruda seguiría la misma senda del misterio para llegar a la poesía: “…pero desde una calle me llamaba, / desde las ramas de la noche, / de pronto entre los otros, / entre fuegos violentos / o regresando solo, / allí estaba sin rostro / y me tocaba”.

Aquí está la vida, sin rostro, tocándonos la cara. Reuniéndonos todo lo perdido, y todo lo que no hemos perdido aún, en un mismo instante. Haciéndonos entender que llevamos todo nuestro tiempo en un abrazo, y que poco importan este frío, esta lluvia, para poseer en un olor de brisa todos los veranos del mundo.

martes, 30 de junio de 2009

La ciudad del viento


El mal, no los errores, perdura,
lo perdonable está perdonado hace tiempo,
los cortes de navaja
se han curado también, sólo el corte que produce el mal,
ése no se cura, se reabre en la noche, cada noche
(I. Bachmann)



Aquí, en la ciudad del viento, donde a veces no canta nadie y donde pensaba que jamás llegaría el verano (para los lugareños es un mito), aquí también es posible, sin embargo, dejar el balcón abierto en estas noches; oír de madrugada a alguien que silba, el rumor lejano de las avenidas, unos tacones que se pierden a deshora: Aquí, donde el invierno más largo, más salvaje, más incomprensible de todos los tiempos. Aquí: donde la carta de nieve antes de ayer. Es inaudito. Es un misterio. Y también un consuelo para los sentidos mediterráneos y la obsesión congénita por la luz, las estaciones, las horas del día, que deben marcar el punto exacto de la piel en cada época. Ah, pero nada más. El calor de la siesta, la brisa de ahora y el rectángulo nuevo de sol en esa pared a media tarde no son más que otro espejismo: el verano miente a raudales en esta tierra. Pues sigue siendo la ciudad del viento. La gente que llena las terrazas y los parques apenas lo nota, pero esta brisa que parece traer aires del Sur es sólo un vendaval amainado que continúa barriendo la memoria de todo aquello que dejaste atrás; son legión los extranjeros que llegaron aquí huyendo de algo, o empujando al corazón para empezar de nuevo, acuchillando a jirones la nostalgia. También tiene esta ciudad el raro sortilegio de proporcionar una coartada para no pensar en aquello que sucedió en otra parte, pero que sigue sucediendo cada día, cada noche, que quizás sucedió para siempre. Llega el viajero malherido al aeropuerto, y al tomar el tren que ha de llevarle a su hogar provisorio empieza a notar que se aleja de sí mismo, o de esa parte de sí mismo que sólo mira de soslayo en los espejos. La vida puede ser entonces un folio en blanco, una copa de vino y un libro en un bar sin pasado ni futuro, una guitarra imitando acordes de canciones nuevas. Sólo tú y ahí fuera. Habitando sólo los sentidos, y no las catacumbas de la conciencia, llenas de serpientes y agua sucia. Sin embargo, es ésta una dádiva que la ciudad del viento ofrece a diario sólo a los más fuertes, “los que saben vengarse, los que saben defenderse”. En estas noches de verano, de viento dócil travestido en brisa, el único remedio eficaz es un licor de amnesia que sólo toleran los hígados más racionales, los más fríos, los más hechos a la intemperie. Apuran impávidos el vaso, acechando desolados el viento que no llega, y con los ojos vidriosos pero sin pestañear piden otra en la barra. Otra de olvido, pordiós. Algunos de ellos aguantan hasta al amanecer, y consiguen dormir en paz. Otros, con menos suerte, acaban vomitando en la esquina un charco descomunal, como una lágrima, lleno de fotos viejas que ni siquiera ellos mismos recordaban ya. Pero todos éstos pertenecen a la estirpe de los fuertes: los que saben vengarse, los que saben defenderse. Existen, en la ciudad del viento, otros seres más oscuros, desclasados, marginales. También viven en las barras, pero no consienten una sola gota de amnésico en la copa. En invierno desafían al vendaval y se calan una boina que les mantiene la memoria en llamas. En las noches de verano, cuando regresan por la calle desierta, respiran desobedientes el silencio. Y echan a correr despavoridos, sin vacilar, en cuanto un soplo de brisa amenaza con quitarles lo que duele.





lunes, 20 de abril de 2009

Tu fantasma quiere hablar

Doce, diez, seis años después: el tiempo da vueltas en redondo. Y hoy, otra vez, es Veinte de Abril


Donde quiera que estés

miércoles, 8 de abril de 2009

Manuel Cuesta o los superpoderes


Es mi amigo, así que todo lo que diga a partir de ahora puede considerarse –como siempre, por otra parte- inapelable y subjetivo juicio de mis partes soberanas. Sin embargo, no creo que sea nada desdeñable el hecho de que, antes de que lo fuera, yo ya pensaba, o sospechaba, exactamente lo mismo de él.

Se llama Manuel Cuesta Trinidad. Tiene treinta y pocos tacos, es sevillano de Madrí, y es cantautor. Una tarde de finales de verano, hace cosa de dos años y medio, y creo recordar que por recomendación de mi vieja cómplice
Mar de la Mancha, di con una canción suya (Báilame el agua) que hizo que se me disparasen todas las alarmas de ese radar que llevo encima para no perderme ni una sola de las cosas que pueden emocionarme, quitarme el frío, sacudirme las venas. Quién carajo es este tío, pensé en voz alta. Y así, feliz, expectante, con la alegría del crío que encuentra la boca de una nueva gruta (esa alegría que siempre siento cuando descubro a alguien que sabe contar lo que hay que contar como hay que contarlo), fui a enterarme cagando leches. Bendito internet, por cierto, se pongan los esgaes como se pongan, porque a ver cómo diablos iba uno a descubrir estas joyas con los Nosecuántos Principales y la Operación Hermano que los parió (un monumento ya para el hermano en armas Víctor Alfaro, por cierto). Bueno. El caso es que fui a parar a su web, y, por obra y gracia de su gentileza –además de un músico inmenso Manuel es un santo varón (laico)-, la saqueé hasta no dejarme ni uno solo de los discos y maquetas que puede cualquiera bajarse por la cara. El deslumbramiento, entonces, fue mayor. Aquel desconocido íntimo, aquel talento súbito, además de tener un color de voz que sólo sale cuando el diablo te pasa un trago –el hijoputa-, cantaba con el corazón en un puño y en el otro el inventario de todas las cosas que le hacen a uno temblar de sangre o temblar de desamparo. Quiero decir: era uno de ellos. Uno de esos especímenes que de tanto mirar y acabar viendo tantas cosas no tiene más remedio que agarrar una guitarra y cantar (gritar), como la única rebelión posible. Ver la fiesta y su final, ver las sábanas revueltas de la noche anterior y también las mantas rotas del mendigo, ver la luna y su cara en sombra como un callejón lleno de lobos. Este especímen se llamaba Manuel Cuesta, y sólo me bastaron cuatro acordes para emparentarlo con otros ya conocidos que se llamaban, se llaman, Ismael Serrano, Carlos Chaouen, Quique González, Etcéteras. Ésos a los que también saludé con alegría salvaje en su momento, hermanos mayores de mi quinta e hijos más o menos legítimos o bastardos de los papás Sabina, Serrat, Aute, Silvio y más Etcéteras.

Podría decir muchas cosas de la música de Manuel, del Cuestautor, pero tampoco es que sea uno Diego Manrique. Sí diré al menos que no hay dinero que pague la compañía de una mano amiga en mitad del vendaval, de una voz muy vieja y muy lejana que te cuenta exactamente lo que te está pasando en el momento justo, de alguien al que no conoces pero que te invita a hacer los coros cuando bajas la calle casi bailando de adrenalina, o la remontas ya de noche, con las luces tiritando al mismo ritmo que tu sombra. Algunas de sus canciones son escupitajos elegantísimos a la perversión a la que nos tienen acostumbrados los que mandan, otras celebran o levan amarras de la belleza que aún resiste o que tuvimos, y
alguna otra, directamente, no puedo oírla sin que se me ponga la garganta boca abajo. En cualquier caso, un escalofrío de gratitud que uno, si es bien nacido, debe corresponder como buenamente pueda. De modo que, a cuenta de mi condición de becario plumilla (la supuesta generación 0 ésta que se han inventado ahora en estado químicamente puro), me planté una noche en un café de Malasaña para darle la mano y explicarle que me salía de la flor escribir algo sobre él en el periódico en el que curraba por entonces. Luego vinieron las noches de vino, risas y aventura en el Libertad 8 y otros bares, donde puede uno pasárselo como un enano escuchando al artista -acompañado muchas veces por el bucanero Alfonso del Valle-, o haciendo otro tipo de cosas igual de interesantes con sus versos de fondo. Luego vinieron las noches en las que, compartiendo confidencias y cachondeo entre subidas y bajadas al escenario, me di cuenta de que no había conocido a un tipo al que admiraba por su arte, sino a una persona admirable que te hace sentir orgullo cuando te llama amigo.

Y a eso voy. Sucede que Manuel saca nuevo disco, nueva criatura musical, nuevo regalo. En cuestión de semanas, y cuatro años después de sus Días rojos –el trabajo que mejor daba la medida de su potencial hasta la fecha-, Manuel tendrá recién sacadas del horno de su talento doce nuevas canciones para contarnos muchas cosas sobre nosotros mismos, pero también sobre él. Porque la obra en cuestión lleva por título La vida secreta de Peter Parker. Que es un amante acérrimo de los cómics lo sabe todo cristo que le conozca un poco, y de ahí la alusión y de ahí el universo –gravitatorio en torno a la infancia- sobre el que ha hilvanado esa joya musical. Pero también sucede algo curioso: en realidad no sabemos de quién es la verdadera identidad secreta, si del cantautor con superpoderes de brujería que sale sin máscara al escenario o del joven anónimo e intrépido que desde las siete de la mañana debe correr en busca de la primera foto de la realidad. En su caso es difícil saber cuándo es y cuándo no el superhéroe: probablemente porque lo es todo el tiempo. Teniendo que dedicar muchas horas a otras labores menos líricas para pagar su apartamento neoyorquino, digo, madriles, Manuel Cuesta ha sacado el entusiasmo, la fe, las energías y los arrestos suficientes durante estos últimos años para currar como un estajanovista y salir pitando luego a cualquier garito de Madrid o Sevilla o donde se terciara, querer a su pareja, a sus familiares, a sus amigos, traer a este mundo a una hermosura de niña –Ana-, soportar a los plastas como el que suscribe y además parir su mejor trabajo. Que se dice pronto.

Así que no, no nos queda muy claro quién es el arácnido y quién es Peter Paker. Lo que sí es diáfano como el mediodía es que Manuel ha terminado un disco redondo, y válgame la redundancia. Como los más grandes, mejora con el tiempo, de modo que todos los cortes que he tenido la suerte de oír me parecen de primerísima fila. Toca todas las escalas de la emoción, se viste con unos arreglos de lujo –inmensos los hermanos Villalba-, se supera a sí mismo. Además, canta un tema a dúo con su colega Ismael Serrano, homenajea de manera bellísima al maestro Cohen, y hasta ha tenido la caridad cristiana de poner música a los ripios adolescentes de cartón de uno que es un degenerao y se cree poeta, el pobre (insoportable anda el chaval, últimamente, con el despropósito). Pero ya he dicho que no soy objetivo, o casi. De modo que búsquelo por internet, indague,
 compruébelo usté mismo. Y si nota un escalofrío en la espina dorsal no lo achaque al clima: se rumorea que ya llegó la primavera, y tiembla uno por otras cosas.



miércoles, 1 de abril de 2009

Decíamos ayer

Ahora piensas que es imposible, que jamás volverá a sucederte, que se acabó la fiesta y no quedan ya cartas que reparta nadie en la mesa para ti. Ni una mísera gota de vino en la alacena. Ahora piensas –quizás- que eres invisible, que ni la música te oye, que el mundo es un lugar vacío, que eres un muerto que no muere todavía, póstumo de ti mismo y de algo que estuvo junto, y se rompió, y ya no existe. Ya lo sé. Y no sabes lo que te entiendo. Ni lo candorosa que me parece tu tristeza. Has mirado ahí fuera? Es Abril. Anda la vida quitándose la ropa hasta quedarse en cueros en los atardeceres malvas de allá lejos. En el cristal donde la nieve revelaba nada hace semanas, ahora resbala un sol de promisión que custodia todos los secretos que te irán siendo susurrados por la luz, uno a uno, poco a poco, durante los meses del escándalo en los balcones. Aún no lo sabes, no puedes pensarlo aún, pero ahí fuera andan trabajando a destajo los obreros del azar y del misterio para pintar el mundo de nuevo para ti. No es broma: para ti solo. Y el día menos pensado, sin apenas darte cuenta, saldrás a la calle con los ojos llenos y el pulmón en calma y una sonrisa a tientas muy vieja, muy íntima. Saldrás a la calle como quien funda, después de una guerra, una ciudad. Entonces, y sólo entonces, verás de nuevo. Subirás desde las catacumbas de tu conciencia a habitar tus ojos otra vez. Y sólo entonces dejarás tú mismo de ser invisible. Pues irás reconociéndote en los rostros, se te irá ventilando el alma de par en par, se te irá pegando a la ropa, como el liquen, la miel de las esquinas de la que habla el más Grande.

La miel de las esquinas: ese día, uno cualquiera, lo que ahora es un perfume asesino de emboscada se convertirá en dos ojos muy ciertos, muy antiguos, que te pregunten de dónde vienes, niño, qué de lejos. Pensando que estabas cerrado por derribo, de pronto sentirás cómo se te vienen abajo para siempre las ruinas del corazón, y en su lugar se levanta majestuoso un templo limpio de sol y de memoria. También limpiarás tu casa, de arriba abajo, para que ni una sombra descuidada ensucie la nueva aventura, que ha de llegar a tu cama virgen de reproches y miedos, de cuentas pendientes, de pasado y de futuro. Se te poblará el hogar de pájaros, de fruta, de música. Harás el amor como si fuera la primera vez, y las golondrinas muertas de la almohada se levantarán de nuevo para habitar entre los libros de versos que ya no te harán falta. No lo podrás creer, no podrás decírtelo ni en voz alta en el espejo, por no romper el hechizo. Pero será eso, sí, no habrá duda: será que te habrán devuelto el mes de Abril.

Claro que (y esto sí que lo sabes bien) todo se acaba. Todo tiene su final para comenzar de nuevo desde las cenizas. De modo que quizás, algún día, otro muy distinto, vuelvas a verte, a mil veces verte, como el pobre Sísifo: con la roca macabra del amor de nuevo a los pies de la montaña, y preguntándote cómo pudo –otra vez- sucederme a mí. Volverán entonces la nieve, el temblor, la mudez pavorosa. Vendrá otro vendaval a arrasar el templo que creías sagrado, se enfriará tu cama, se te acabará el pan. Te quedarás tú solo, otra vez, con tu ternura. Para entonces, sin embargo, aunque más cansado, también serás más sabio. Sabrás que sólo es cuestión de tiempo, paciencia, coraje, humildad, que regrese el sol a acariciarte las manos y la memoria. Y entenderás que es un error que hoy sigas habitándote en el laberinto de ahí dentro, y no ahí fuera en la terraza. Pues hoy, de nuevo, es Abril. Qué más da lo que arrastraste ladera arriba, lo que te queda por arrastrar. Abre los ojos, sal a la calle, mira la luz, la música, los mil ojos nuevos de esta ciudad que ya es otra muy distinta y sin invierno. Quizás hoy mismo te la vuelvas a cruzar en la esquina de siempre, llena de miel. Y te preguntes cómo es posible, que pasaras todos los días a su lado, y no la vieras. Sea cual sea su nombre.



miércoles, 25 de marzo de 2009

Abril (del latín 'obliviscor')


Y es cierto. Es así, es cierto, así


Debe llover a cántaros para poder orar luego de rodillas ante el sol


Debe azotar el vendaval que derribe el templo para luego hacer de los escombros la melodía


Debe llegar el cierzo para irse y poder fundar de nuevo, sobre una tumba, la primavera

miércoles, 11 de marzo de 2009

Autobiografía

Como el náufrago metódico que contase las olas
que le faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería



(L. R.)

viernes, 13 de febrero de 2009

A sus cuarenta y veinte

Es el mejor, pero él no lo sabe, no se lo cree, no puede creérselo. Es el mejor, pero cómo va él a darse cuenta si sólo es un crío de catorce años con granos en el espejo y tinta azul entre las manos y mil aves de paso en la cabeza soñando con escribir la canción más hermosa del mundo. Es el mejor, pero cada vez que tiene la tentación de pensarlo en voz alta –estoy seguro- se parte de risa en el espejo, se ausculta lento las cicatrices, compone una mueca zumbona que acaba siendo amarga y se dice a quién vas a engañar, hijo mío, a quién, con esas alas de cartón, con ese inventario de ceniza, con esa antología de sábanas frías y alcobas vacías. Es el mejor, pero como todos los mejores jamás va a darse cuenta, no tiene tiempo, para qué: hay que apurar hasta la última gota del delirio y besar con una voluta de humo a las golondrinas muertas de la almohada. Hay que aferrarse al mástil de la guitarra y correr y huir y salir despavorido del acecho del lunes gris por la mañana, del hombre del traje gris de la estación, de todos los amaneceres de nube negra en busca de un aroma, un abrazo, un pedazo de pan. Es el mejor, pero él se hubiera conformado con las caderas de la rubia de la cuarta fila, con sacarle la lengua a los curas del colegio, con hacer la comunión por lo civil o escribir versos proscritos de provincia en el mismo cuaderno que su padre, señor comisario.

Joaquín Sabina es una fábula; Joaquín Sabina es una moraleja. Él no lo sabe, o no puede saberlo, o no quiere saberlo, pero Joaquín Ramón Martínez Sabina es ese cuento cómplice que se cuentan todos los días los adolescentes en el recreo, ese silencio que nadie grita en la clase de latín, esa letanía que va contando la lluvia tras los cristales mientras esos dos se miran muy despacio al principio, cuando todos los cuentos son el cuento de nunca empezar, o al final, cuando todos los finales son el mismo repetido. Joaquín Sabina es la metáfora en carne y hueso, en cueros vivos, de todo lo que pudo ser y puede ser al otro lado del telón de acero, de todo lo que pudo ser y jamás será porque estamos ya doblando las últimas esquinas de la noche, con el aguardiente de la despedida, con una carta rota en los bolsillos y la ciudad ardiendo allá a la espalda. Sabina es una fe: Sabina es una patria. Joaquín Sabina es una fiesta imprevisible y un codazo de bruces y emoción: sonreír sin más remedio porque tenemos memoria, tenemos amigos, tenemos los trenes, la risa, los bares, tenemos el morbo, los celos, la sangre y este alma en oferta que nunca vendimos. Es esa copa, es esta vela, es ese balcón. Joaquín Sabina es la pomada con alcohol, el chiste irreverente en mitad del velatorio, la tos burlona en la homilía y el abrazo en mitad del vendaval. Es una ética, es una estética, es un gamberro. Es una ley que no tiene normas, un estado de desánimo al revés, un Peter Pan que no quiere morir, un Dorian Gray que no quiere crecer, ese mito que ya no se creen los viejos y la metáfora brutal de todo lo que empuja la jaula hasta romperla y hacerla añicos y romper a volar.

Nadie jamás antes había confesado de manera más hermosa que te amo y sin embargo un rato cada día quiero escapar. A nadie oí antes decir que una casa sin ti es una emboscada. Nadie se había asomado tanto a los huecos que quedan entre los puntos suspensivos. Nadie había coronado tanta derrota para acabar siendo un ganador. No tenía salida el callejón del cuartel, pero nadie como él supo saltar la tapia, correr monte a través con los perros del destino mordiéndole la sombra y acabar braceando eufórico hasta la isla sin nombre ni nación donde esperan el azar, el vértigo, la leyenda. Quizás exagero, porque uno de los recuerdos más viejos que conservo es un salón a media luz y una voz preguntándose quién me ha robado el mes de abril. Cómo pudo sucederme a mí. Quizás exagero porque hace ya siglos que tengo una emoción para cada canción y viceversa. Quizás exagero, porque Joaquín Sabina es ya un símbolo oscuro lleno de luz que ha ido uno asimilando como la lección de las estaciones, el abecedario de un idioma íntimo o la costumbre de quedarse embobado en la ventana encima de los apuntes, que sí, mamá, que me cunde un huevo el estudio. Porque es un viejísimo conocido aunque él no lo sepa, como ese pariente díscolo al que no llegamos a conocer pero que los mayores siempre recuerdan como a un héroe, con envidia secreta: ése que se fue un día a por tabaco y no volvió. Y cómo será eso para él, si somos millones los que sentimos lo mismo –él no se lo creerá, no se lo cree-. A Joaquín Sabina habríamos tenido que inventarlo, si no existiera, entre un pirata del Caribe, un Humphrey Bogart con el don de la risa y aquel amigo del instituto que hacía novillos por la muchacha de arrabal. Si no existiera –qué disparate!-, habríamos tenido que reunir todos los pedazos de audacia, amargura, melancolía, ironía y duende que fuésemos capaces, e inventar nosotros mismos a Joaquín Sabina para que nos convenciese de que hay que olvidar el reloj, escupir en los contratos, naufragar en todas las barras y besar y caer y dejarse matar y despertar al día siguiente con la sonrisa desesperada de los que saben que ya nos devolverán –algún día- el mes de abril.

Me van a dar las tres. Y las cuatro, y las cinco. Y yo sólo quería recordar que hoy –o sea: el día antes de esta madrugada- descumple cuarenta y veinte inviernos el capitán Sabina. O cumple veinticuarenta. Yo sólo quería mandarle un beso ciego por mejilla, un abrazo muy viejo. Yo sólo quería decirle Gracias, de rodillas, desde este frío del diablo. Y pedirle, por favor, que no se muera nunca.



domingo, 8 de febrero de 2009

Inexorablemente

“El mundo descansa en el explotado o avanza sobre cadáveres. Puedes elegir entre la esclavitud y la muerte. O ni siquiera eso. Eligen por ti. El hombre sólo ha sabido erigir escaleras de peldaños humanos. Todo se hace a costa de alguien. Enseñar Historia o grandes monumentos es enseñar crímenes. Vivimos sobre el terreno pantanoso de los explotados, pisamos las arenas movedizas de inmensas extensiones de sufrientes. Landas de sangre iluminan nuestro paisaje” …, le contaba Francisco Umbral a su hijo, desde no sé qué penumbra, desde dios sabe qué terror de lucidez. También el amor, sabes? También el amor descansa demasiadas veces en la esclavitud. También el amor avanza inexorablemente sobre cadáveres



Déjame, mientras tanto; déjame sentarme aquí, a pensar tan sólo en Vos


(Aute escribe; Gieco canta)

lunes, 2 de febrero de 2009

Conversación

-Y bien?


-Y bien qué.


-Tú sabrás. Tú eres el que me mira con cara de notario. Tú sabrás.


-Ah. Claro. Sutil deserción, la tuya. Como si tú no tuvieras nada que ver en esto.


-Disculpa? Quizás he de recordarte que yo sólo pasaba por aquí. Como Aute. No sé qué pudiera yo pintar aquí.


-Eres pavorosamente infame. Asombrosamente cándido. Te felicito, enhorabuena. Si no te conociera como te conozco hasta diría que crees a pies juntillas en lo que dices. Enhorabuena. Inocente y prevaricador. Enhorabuena, chaval: te felicito.


-Me parece que te confundes en fondo, insolente. Mírate tú.


-Eso sí que es gracioso. Estoy a punto de partirme de risa. Llama a un médico, pordiós, que me va a dar algo.


-Pero vamos a ver: se puede saber qué te acontece, alma de cántaro.


-Tú. Tú eres lo que me acontece, elegante estafador. Embustero vil. Tú me aconteces.


-Qué disparate. Anda, cálmate, cálmate. Conversemos. Cálmate. Y deja de mirarme como la mirilla de un fusil. Cálmate. Sabes de sobra lo que pasa, y yo no tengo nada que ver. Yo te dije, yo te advertí, recuerdas? Porque soy tu amigo, o no te acuerdas, ingrato? Te lo dije yo.


-Eres sinuoso, eres astuto. Eres siniestro. Lo mismico que una serpiente. Pero a mí no me la das. Eres… Sabes? Te das un aire a esos mafiosos de Scorsese que te sonríen y te pasan la mano por el hombro antes de pegarte un tiro. Cosas del negocio, Luigi, fratello mio, etcétera.


-Me estás ofendiendo, niñato. Cierra la boca, sosiégate. Que no te planto ahora mismo porque soy piadoso, porque sé que no estás en tus cabales.


-Albricias. Al menos en algo coincidimos.


-Bien. Al menos. Escúchame. Me escuchas?


-Deseoso me hallo.


-Bien. Veo que avanzamos. Escúchame. Tú sabes que el tiempo pasa, no?


-Es la primera noticia que tengo.


-Haré como que no he oído eso. Vale. El tiempo pasa: estamos de acuerdo. Y tú sabes que el tiempo no sólo pasa, sino que el tiempo sucede. El tiempo actúa, vamos, pa que me entiendas. Me entiendes?


-…


-Qué maleducao serás siempre, desde luego. Quiero decir que el tiempo actúa, que el pasado actúa, que el presente actúa. Hasta el futuro actúa, fíjate lo que te digo.


-Conmovedor. Elevadísimo, míster. Podría vueced descender a explicarme a dónde quiere llegar con tan altas reflexiones?


-Pues quiero llegar, mi díscolo discípulo, a eso mismo, a que el tiempo actúa. El tiempo da volteretas, como un crío. Y dibuja el pasado y luego salta a los juguetes del futuro y luego vuelve al poco rato y garabatea otra vez en el dibujo y ahí lo tienes: algo que era pero que sigue siendo de otra manera y volverá a ser de otra, todo a la vez.


-Se ofusca usté, excelencia. Y me mosquea.


-Me ofusco, sí, quizás. ¿Te mosqueo?


-Me mosqueas. Me tocas la flor. Me parece que bajo toda esa primorosa alfombra de vacuidades estás escondiendo tu responsabilidad: me mosquea. Me toca la flor.


-Mi responsabilidad? Pero si es que yo no tengo responsabilidad alguna en nada. A ver qué te has creído.


-Fascinante. O sea, mi querido prestidigitador de feria: que aquí el único que hace o deja de hacer es el tiempo, y a ti que te registren.


-Eso mismo.


-Creo que voy a golpearte.


-Pero qué dices, insensato, qué dices! No me has entendido. Somos insignificantes, o es que no te has dado cuenta aún? No llegamos a casi nada. No controlamos nada, casi nada está en nuestras manos. Fíjate en la calle. Lee la prensa, pordiós. Tú crees que toda esa gente tiene algo que decir sobre lo que le pasa o le deja de pasar? Tú crees que la gente sabe lo que hace? Tú crees que la gente sabe lo que quiere, soberbio?


-Tú me llevaste. Tú me has traído. El tiempo no: tú. Tú, fariseo, mercenario, delincuente. Tú. Y tu cobarde manera de defenderte no mejora las cosas. Creo que voy a golpearte, repito.


-Estás enfermo. Eres un salvaje. Cálmate. Yo no tengo nada que ver en esto. A mí me llevó el viento igual que a ti, igual. Qué otra cosa pude haber hecho yo? Somos menesterosos, somos pequeños, amigo mío, asúmelo, asúm... Qué carajo haces? Suéltame!


-No, hombre, si no soy yo: es el Tiempo el que te agarra, oh menesteroso, oh pobre hombre!


-Suéltame, suéltame te he dicho, joder!


-Díselo al Tiempo, tu colega, a ver si quiere él evitarlo, miserable!


-Suéltame suéltame que me sss…






(Y el espejo hizo crack )






lunes, 26 de enero de 2009

'Off the record'

Pensaba que tenía leída, lamida y encamada casi toda la poesía del Maestro, pero (afortunadamente) hay más de la que pensaba. Ignoro ahora cuándo fue compuesto este poema: lamentablemente, es cuento largo. Por ello mismo –y porque es eso, un maestro- no pierde su triste actualidad. Léase, por tanto, a la luz de los últimos cuarenta años. Y también teniendo en cuenta que se trata de un lejano y secreto homenaje a San César Vallejo. El resto ya lo dice él

Nostalgia del presente


Habría querido ver a Ana
hablarle dulcemente
darle un beso

Vi la frontera con el Líbano
vi la frontera con Siria
vi kibutzym al pie de las fronteras
y en los kibutzym vi los bunkers
bunkers para preservar a los niños
contra la ceguera de los obuses y de la crueldad
Vi el rostro alegre de los niños
Hubiera querido ver a la pequeña Ana

Vi la triple Jerusalem
maravillosa abigarrada sagrada misteriosa
memoriada de sangre milenaria
y con una escalofriante vocación de vivir
Allí, en Jerusalem
almorcé con judíos y palestinos
a la misma mesa
todos y yo a la misma mesa
mi hija y yo con los judíos y los palestinos
almorzando a la misma mesa
Hubiera querido ver a Ana Frank

Vi el Jordán
Vi el Huerto de los Olivos. Casi
es imposible de creer: vi
el Huerto de los Olivos
Vi el Gólgota
Estuve a punto de ver el rostro de Jesús. Entonces
hubiera querido ver a la pequeña Ana

Vi el Museo del Holocausto:
la más tempestuosa prueba de la moral de la memoria
Lloró mi hija en el Museo del Holocauso
Lloró morenamente mi mujer en el Museo del Holocauso
y lloraron mis ojos en el Museo del Holocausto
Juro por Dios que aquellas no fueron lágrimas de rabia:
en tanto horror no cabe el odio
y no fueron tampoco lágrimas de terror:
en tanto horror no cabe el miedo
Fueron lágrimas puras inocentes originarias
lágrimas que nos devolvían nuestra infancia perdida
lágrimas súbitamente candorosas
lágrimas que laboriosamente formaban una sola palabra: no
pacientemente una sola palabra: no
resolutivamente una sola palabra: no
Habría besado las mejillas de Ana

Vi las prodigiosas naranjas
Vi la lujuria vegetal reventando sobre el desierto
Vi el fragor del trabajo
y vi el fragor de las ideas
Vi un debate parlamentario: kurdos
cristianos y judíos discutiendo sobre el presente
Allí en ese país secuestrado por el Pasado y el Futuro
donde el presente es sólo una ilusión
mordida por la realidad
vi a los parlamentarios discutiendo sobre el presente:
resultaba magnífico
En aquella magnificencia
hubiera querido ver a la pequeña Ana

Vi la noche opulenta
las cercanas estrellas
brisa marina agitando la cabellera de mi hija
el tifón de la Historia arrastrando adolescentes
chiquillos perentorios en el servicio militar
Vi fanatismo religioso
vi formidable toleracia
Oded Sverdlik me sonreía
Guga también me sonreía
Caían lágrimas por la cara de Ana

Vi la Universidad de Haifa: cristianos
árabes y judíos
indeciblemente reunidos
majestuosamente reunidos
estudiando literatura
En el almuerzo con los judíos y con los palestinos
allá en Jerusalem
les hice una pregunta: Hermanos
si el poder internacional lo consintiese
y si lo consintiese el doble fanatismo
¿cuánto tiempo precisaríais
para abrir el palacio de la paz?
Me respondieron: media hora
los palestinos dijeron: media hora
los judíos respondieron: media hora
y tuve ganas de maldecir
y besar la cara de Ana

¡Cafarnaúm, Cafarnaúm
ayúdanos a hallar el milagro de la misericordia!
¡Tiberíades, Genezareth
ayúdanos a caminar sobre las aguas!
¿Tantos templos, y el amor tan aterido por el odio?
¿Tanta sangre judía y palestina no ha logrado apagar
la vieja hoguera de la incomprensión?
¡Jerusalem, Jerusalem
una triple oración tumultuosa
no logra detener las balas ni las piedras!
¡Ven, Ana, resucita
absuélvenos!
¡Adolescente silenciosa Ana
nos hace falta tu bondad
desesperadamente nos hace falta tu inocencia!
¡Que tu memoria guíe las palabras los actos y los sueños
y que avergüence a todos los asesinos de este mundo
Ana Frank querida mía hija mía!

Vi los dátiles árabes
vi el pan ácimo
vi el sol maravilloso
vi el odio nauseabundo y el sorprendente amor
vi la miel en los rostros y en los dulces
y vi el pecho de la esperanza
abriendo su camisa a los disparos
Y vi que el mundo, el mundo entero
en esta tierra habrá de hallar la paz
o en esta guerra la catástrofe
Aquí en este puñado de dolor
sobrevendrá el Apocalipsis
o nacerán el amor y la vida
la verdad y la vida
la vida y la verdad

Hermano Mahmud hermano Arnoldo hermano Amos
vi la pequeña tierra de Israel y Palestina
purgando los errores atroces de toda nuestra especie
¿Tantos templos y el amor tan aterido por el odio?
¿Tanto doble dolor abochornado
por una doble incomprensión?
¡Cafarnaúm
ayúdanos a encontrar la piedad!
¡Tiberíades
ayúdanos a caminar sobre las aguas!
¡Jerusalem
ayúdanos a todos!

¡Despierta ya, Presente, y echa a andar!

FÉLIX GRANDE

sábado, 17 de enero de 2009

Contraluz

Cuántas vidas pueden vivirse a la vez. Cuántas vidas se viven sin saberlo. Cada mañana un recuerdo futuro, cada tarde una herencia, cada noche una profecía. Cuántas vidas se viven sin que nadie lo sepa, sin que nadie repare en que uno puede ir andando a mil kilómetros de la acera por la que va su cuerpo al mismo tiempo; cuánto escalofrío puede llevarse de la mano, como un fantasma; qué es lo que verán ésas que miran entre el tráfico y la furia de algo que no puede verse. Van a dar las doce, pero cuántas épocas pueden habitar esta penumbra, esta vela íntima, esa calle de bruma que se abre a todos los caminos, como un oráculo. Cuántas vidas podrán vivirse a la vez, en el mismo segundo de un Tiempo que no existe. En estos días comenzarán ya a dar las seis en oro en el reloj de la Atalaya, pero será de hace décadas. En la cafetería de la facultad comenzará a filtrarse otra vez el aire nuevo de las cuatro de la tarde anunciando otro tiempo de banderas; también será para mí. Aquí en el Norte sopla un viento que nadie antes ha oído, pero yo ya he tenido la alucinación de una tarde de abril que ya viví, no sé cómo, hace siglos, en el mismo sitio. Cuántas vidas pueden habitarte a la vez, sin que tú mismo lo entiendas, como partero de una generación en desbandada. El niño desangrado en el periódico es el niño que murió el siglo que viene; el anciano que mira sin ver y no mira ya lo fuiste tú, alguna vez. Hay una mujer llorando en el umbral de aquella puerta; mira lenta, da un portazo, se va. Hay otra mujer recortándose a contraluz de las farolas del balcón; se da la vuelta, guarda silencio, y me mira. Este momento no está sucediendo ahora mismo, esta noche no existe: es sólo el recuerdo que he de tener un día. En alguna parte sigue la vida de todas las personas que yo sé. Qué estarán viviendo, qué estaréis viviendo, quizás en un túnel de espiral muy parecido a éste en que salís boqueando de una angustia para caer rodando por el vértigo de la emoción y la memoria. Subyugados por el miedo, pero también por la insólita revelación de lo vivido. Cuántas vidas a la vez, cuántas. Hay un balcón a varios años de distancia en el que sigue delirando de madrugada un niño que amaba a otra niña que ya no existe. Hay una plaza a muchos kilómetros de tiempo que sigue custodiando el secreto ancestral de la belleza. Esta noche atardece en mi país en añil y azul. Esta noche, Bruselas amanece hacia poniente a las cinco de la tarde.