jueves, 26 de noviembre de 2009

'Aniventario'

Vivir es ver volver, dijo alguien, de manera secretamente certera. Ver volver porque la memoria es cíclica, y vive en espiral, y baila en torno a su eje hasta pararse al dar las doce en la conciencia e incluso a veces, como ahora, en el calendario. Ahora que de tantas cosas van a dar las doce, ando preguntándome dónde quedaron, dónde quedé, adónde se fueron. No, pero están aquí, en el trastero más íntimo de la memoria: no se han ido. Suelen reprocharme que doy demasiadas vueltas a demasiadas cosas, pero cómo no ser fiel a lo que dejó quemadura. Probablemente la frase “no te rayes” y sus derivadas sean algunas de las que más he oído toda mi vida, y también las que más me han tocado soberanamente las partes contratantes. No te rayes: no recuerdes, no mires atrás, para qué (“no sufras”, es el sincero y candoroso mensaje). Y uno responde mentalmente con esa oración prodigiosa sobre la poesía del maestro Neruda: “… pero desde una calle me llamaba, / de pronto entre los otros, / entre fuegos violentos o regresando solo, / allí estaba sin rostro / y me tocaba”.

Me tocaba. Sucede a veces que vuelven los fantasmas a llenarme de musgo los pulmones, de ritos viejos el corazón (el corazón: otra palabra proscrita). Y en momentos tales sólo me queda dar las gracias: gracias. Van a dar las doce y los doce de muchas cosas que no puedo contar aquí porque No; no son historias épicas, no acaban bien; sólo huelen a cansancio, a desengaño, a golpes en la puerta, a cuchillos en la almohada, a soledad perfectísima, a vela rota que sigue muriendo, ay, seguirá muriendo. Y sin embargo brindo por todo ello ahora, aquí, en este bar, en esta barra donde filtra la humedad del ron su sabiduría por entre los papeles, donde tantas cosas que jamás pensé han sucedido… Y donde no me van a poner a Sabina en los altavoces ni aunque haga el pino con una mano. Pero eso es lo de menos (estos guiris no tienen ni idea de quién es Sabina, los pobrecicos). Uno sabe que pertenece a una ciudad cuando puede estar solo en un bar, y sentirse en casa. Ahora que van a dar las doce desde que pisé este suelo por primera vez, bajo otras luces muy distintas, recuerdo con ternura capital al hermano Horacio Martín, de cuyo suicidio también se cumplirán dieciocho otoños estas noches, pues “fue buena la vida, y mereció la pena vivir y reventar”. También harán los siete noviembres de cierta anciana que me dio la primera lección de la misma ley. Y en alguna parte alguien, álguienes, sentirán un roce sigiloso en la ventana.

Me tiento la conciencia, me ausculto la memoria de la piel, y brindo por las cicatrices y por las heridas, por lo que ya no duele y por lo que no tendrá remedio. Brindo por el sol y por la nieve en la ventana, por los abriles y los diciembres en vena. Por la vida en cueros y la memoria ardiendo; por esta puerta que deja entrar el frío, pero que apaga el frío. Y hasta por el camarero éste que tengo aquí delante, ahora mismo. Que ya es colega aunque hable otro idioma, y que me anda mirando desde hace rato con preocupada retranca. “You think so much, monsieur, you think soooo much”. Cómo te rayas, macho, en traducción libre. Y lo mismo tiene razón.

Hay que ver. Tres años ya soltando disparates aquí, entre tanta vela en vendaval, y aún no aprendo.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Ey


Yo sé qué luz habrá a esta hora en cierta calle, en cierta casa, en cierto jardín. Recuerdas la ansiedad, recuerdas el azul? Recuerdas los sauces, los escalones, las ganas de escapar? Y siempre parecía ser domingo. Adónde irían esas parejas sin nada ya que hacer. El periódico traía crónicas de hace siglos. El sol se alejaba como un mendigo, sin llamar a la puerta siquiera. Y debajo del cojín alguna huida, algún crimen menor, alguna broma de mal gusto -qué torpe soy, a veces-. Yo sé qué luz que ya ni queda habrá a esta hora en aquel sitio que ya no existe. Pero no pasa nada, créeme, no pasa nada ya.
Sólo esta tarde que parece de domingo, con aviones que van llegando adonde yo pensaba que quizás -cuántos pasaban por allí-, con café que no se le parece nada, con goteo impaciente en la tarde cerrada como el que a veces se oía, al apagar la televisión. Pero yo no tengo televisión, y quizá por eso me fijo en la pantalla de los cristales, para escuchar cosas lejanas que nada tengan que ver conmigo, y que no duelan. Aquellas películas estúpidas de sobremesa en las que ellos jamás miraban como yo sé, y ellas nunca decían algo que produjera un silencio de media hora de metraje. Sabes lo que quiero decir. Y es eso todo, al fin y al cabo, será eso? Faros de coches lamiendo el asfalto en círculos, en espiral suicida hacia ninguna parte. Pero iban a algún sitio esas parejas, no? Y sabrían adónde? Qué absurdo. Vivir consiste en no hacerse preguntas, leí en una de esas tardes que parecían ser la misma. Quizás sobrevivir consista en no hacerse tantas preguntas. Pero qué le vamos a hacer. El frigorífico no tiene hambre, los platos ya están limpios, la botella de vino a la mitad. Y para qué apurar todo el periódico, pudiéndome mirar a los ojos. Y para qué fumar en el balcón, si no molesto a la guitarra. Pero no me hagas caso: es un otoño frenético que vive en todas partes menos en mi casa (¿?), y que no se para un segundo a pensar ni escribir que hace más frío ahí fuera, que darán pronto las doce en punto de hace tanto, que va declinando la luz poco a poco, en este balcón, en aquel jardín. Mucho más rápido en este balcón: despunta una luna enorme hacia las nubes del este. Mi campana, la que apenas sonaba entonces. Y al final tendrás razón: tendré que levantarme del sofá -qué perezoso soy, a veces-. Y tendré que sacudirme y salir a la calle, aunque a otra muy distinta, a inventar de nuevo luces de viernes por la noche en esta tarde que parece de domingo. Dónde los silencios asesinos, dónde la ansiedad? Surcan otros aviones ahí arriba. Pero ya no pienso en la huida, ya no sueño con cogerlos: ya los cogí, mi amiga.