domingo, 30 de diciembre de 2007

Brindis

"Una sola ola es la que te hace naufragar. De ésa hay que salvarse"
(Manuel Vicent)

En la Nochevieja española, antes de la algarabía de los bares y las fiestas y los cohetes a este lado de la mesa, justo antes de tomar las doce uvas como una ofrenda a los doce dioses de los meses venideros, millones de seres humanos cerrarán los ojos y pondrán una vela en su altar más íntimo para quemar los infortunios del último año e iluminar su suerte para el siguiente. Para entonces, este ejercicio parecido a una oración ya se habrá fraguado en medio mundo. En Viena, una pareja de amantes ya habrá brindado bebiéndose a la vez el licor de los ojos, y probablemente descanse ya tras el primer banquete sexual, lamiéndose despacio la piel a oscuras; en Bagdad, un crío ya habrá mirado mucho a la noche azul, queriendo confundir la luz de un avión con la de una estrella fugaz que custodie su futuro muy lejos de allí. Sin embargo, faltarán aún unas horas para que estallen los abrazos en los arrabales del verano de Buenos Aires; para que el inquilino de la Casa Blanca bese piadosamente a su mujer y niñas y se siente junto a la chimenea, tras haber cerrado satisfactoriamente el balance anual de beneficios contemplando la suave nevada sobre Washington. El tiempo es sólo un concepto inventado por los hombres, aterrorizados ante un abismo que no llegamos a concebir. La división en días, siglos, años, intenta ordenar al menos ese disparate, antiguamente establecido por las cosechas, pero también acaba ordenado la propia vida y señalizando el laberinto de la memoria. Esa noche, segundos antes de que den las doce y de brindar con la familia o con la propia sombra, millones de almas echarán cuentas de lo vivido y se encomendarán a sus fantasmas más fieles para que les ayuden a culminar sus sueños inmediatos. Eso incluye a todo el mundo, claro. Seguramente, mientras tu abuelo reza por que su nieto encuentre trabajo, una mujer, encerrada en el lavabo, deseará con todas sus fuerzas que el nuevo año traiga un vendaval que barra de la faz de la Tierra a su marido, que en este mismo momento intenta tirar la puerta abajo para matarla; al mismo tiempo, un tiburón financiero apretará las mandíbulas en la azotea de un hotel de Londres, prometiéndose no dejar escapar a la presa que dejó viva el pasado año. Todo esto pasará al mismo tiempo y también no estará pasando, pues el tiempo es sólo el pentagrama ciego de una melodía incomprensible a la que tal vez, con suerte, logremos poner alguna semifusa. Existe una estrategia, sin embargo, para llevarlo bien. Según el maestro Vicent, es cuestión precisamente de dividir el tiempo en horas como el mar se divide en olas, intentado remontar cada una de ellas lo mejor posible, sin pensar en el mar (en el tiempo) como en un monstruo insondable. Yo me sumo a mi vecino mediterráneo, por supuesto, y también apunto otras igual de sencillas. Recordar con emoción esa noche de septiembre en que volvió a decirte que sí. Saludar íntimamente a todos los que en alguna parte gritan no me mates. Contemplar con piedad e ironía las tardes en que podías agonizar de miedo sin saber por qué. Mirar a tu alrededor, antes de tragar la primera uva, antes de levantar la primera copa, y saber que este instante es eterno precisamente porque un día morirás. Saber que un día morirás y que a nadie entonces le importará un carajo si fuiste el primero de la clase, si fuiste el mejor tiburón de la empresa, si trepaste más rápido y feroz que nadie la montaña hasta alcanzar la cima de la Nada. Besar a quien tengas más cerca. Saber pacientemente, casi plácidamente, que muy pronto todo esto será humo y que la única prisa consiste en sufrir lo menos posible y apurar la copa tras el brindis hasta reventar.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Luciérnagas

"... la cocina a oscuras, la miseria de amor"
(C. Vallejo)

Encendió un cigarro y se apoyó en la pared, absorto, contemplando muy quieto las luces de la ciudad. Luciérnagas, pensó. Es la misma luz, el mismo azul de frío, la misma estampa que de niño observaba alucinado desde la ventana de su casa en la aldea. Las luciérnagas. Y el abuelo se le acercaba, se sentaba junto a él en torno al fuego. Le explicaba, como todos los años, que las luciérnagas eran las ánimas de los niños que un día se internaron en el bosque y jamás regresaron. Ahora, le decía, guían por el camino a los cazadores en las noches sin luna. Padre, por favor, no me asuste al crío, decía su madre. Y el abuelo reía. Pero él no llegaba a asustarse, porque la emoción era más poderosa que el miedo y muchas veces había penetrado en el bosque en la anochecida, por ver si realmente acababa convirtiéndose en aquel insecto lleno de luz. Nunca sucedía. Pero una noche de diciembre, como ésta, encontró una luz de otro color entre la maleza: dos gemas amarillentas, gemelas, que le miraban impávidas desde el fondo de lo oscuro. Cuando lo contó, ya en casa, al recuperar el aliento tras remontar como una liebre todo el camino de vuelta, la abuela no le creyó. Ya no quedan lobos en estos parajes, hijo, le dijo en la cocina, mientras acababa de pelar las patatas. Pero a él no le cabía duda. Esas dos hogueras pálidas, mirándole como si pudieran leer en el blanco de sus ojos. Todavía se estremecía al recordarlo, mirando hacia el bosque, mientras el abuelo le repetía de nuevo la vieja historia ya sabida y su padre, incombustible, tozudo, se empeñaba por enésima vez en arreglar aquel televisor que desprendía una imagen arrugada, como un papel de periódico. Su hermana pequeña jugaba junto a la chimenea con aquella muñeca de trapo que le trajesen los Reyes Magos en su primera Navidad. Y el perro ladraba y movía la cola ansiosamente cuando veía aparecer a su madre en el umbral con la olla colmada. A pesar del hambre, él era siempre el último en sentarse a la mesa, absorto como se quedaba mirando aquellas luces en la lejanía. Venga, muchacho, que se te enfría el condumio, le reconvenía la abuela. Pero sólo se acababa sentando cuando la voz perentoria de su padre amenazaba con sugerir a los Reyes que ese año le trajesen a su primogénito un saco de carbón. Tomaba asiento finalmente y ya todos podían dar cuenta del cocido, que cada año le salía a la abuela más sabroso, más antiguo. Hablaban los adultos de los sucedidos del día, de la próxima cosecha, de la helada temible. Su hermana daba vueltas y vueltas antes de meterse la cuchara en la boca. El perro aguardaba recostado junto a la mesa a que el abuelo le alargase un trozo de carne con buen hueso. La televisión se veía un poco mejor, pero nadie le hacía caso. Él tampoco. Miraba cada dos por tres hacia la ventana, hacia lo oscuro. Esta noche, se decía. Esta noche volveré.

Reaccionó al sentir la quemadura de la colilla entre los dedos. Buscó el cenicero en la oscuridad, desorientado, volviendo de nuevo en sí, y casi tiró al suelo el plato con la cena intacta, fría, al aplastar con saña lo que quedaba del cigarro. Se sirvió, casi a ciegas, otra copa de vino. Luego se quedó quieto otra vez, oyendo el goteo del silencio en el piso desierto. Al otro lado de la ventana, un enjambre de niños se perdía en el fondo de los ojos de un lobo. En la televisión sin volumen, el anuncio con renos y Papá Noel de unos grandes almacenes rotulaba a todo color: Feliz Navidad.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Palabras e impostores

En alguna otra parte apunté ya que quien respeta a su idioma se respeta a sí mismo. No sé en qué momento llegaría yo a tal conclusión, aunque la intuyo; devorar letra impresa desde la más tierna infancia tiene sus consecuencias, como acabar convirtiéndote en un talibán del lenguaje, refractario a cualquier impostura verbal y fanático de llamar a las cosas por su nombre, por muchos elegantes circunloquios que se le quiera añadir al asunto. No sé si me explico. El lenguaje –o, mejor dicho, quien lo utiliza- pocas veces es inocente. El lenguaje, el habla, es el verdadero creador del mundo. El mar no sería mar del todo sin esa palabra que en apenas una sílaba arrastra todas las olas hasta la r del último horizonte. La palabra atardecer no es concebible sin esa rendición de un sol rojizo que te enciende la frente cada vez que la pronuncias. Al hogar se le escapan volutas de humo desde la chimenea del invierno. Y el primer ser humano que balbuceó el vocativo amor, en latín, hace unos cuantos miles de años, rendido quizás ante la belleza de su amante, no sólo hilvanaba cuatro letras, sino que respondía a la pulsión de un misterio que le llegaba hasta la conciencia desde el fondo de la tierra. El maestro Félix Grande lo resumió mucho mejor en un cuarteto memorable: “Los que sin fervor comen del gran pan del idioma / y lo usan como adorno o coraza o chantaje / sienten por mí un rechazo donde la rabia asoma: / yo no he llamado patria más que a ti y al lenguaje”.

Hay ciertas palabras que de tanto usarlas han perdido su significado en los últimos tiempos. A veces, pronunciadas por quienes ignoran su antiguo y nobilísimo linaje; las más de las veces, pervertidas por quienes a sabiendas de su origen no dudan en revolcarlas en el lupanar infame de su propia desvergüenza. La palabra patria, por ejemplo, es una de ellas. Sólo tú y el lenguaje, desafía el maestro. Sólo yo y los míos, le responden, enrabietados, quienes se han creído siempre con el derecho a delimitar las fronteras entre un país y otro, entre su barrio y el de más allá, entre la vida y la muerte (en este último caso, reclamando las monedas del barquero Caronte para las arcas del palacio de Roma). Pero esto no es nada nuevo. La patria siempre ha sido un concepto muy peligroso, utilizado impúdicamente para justificar genocidios, dictaduras, garrotazos de Goya.

Hay otras palabras, sin embargo, cuyo significado estaba muy claro hasta hace muy poco. La palabra libertad, por ejemplo. La palabra democracia. No hace ni cuatro días que todos sabíamos a qué nos referíamos al pronunciarlas. Libertad era, por ejemplo, declararse ateo, o agnóstico, o librepensador, y que nadie te cocinase a la plancha en la plaza del pueblo. Era tener libros de Lorca, o Marx, o Sartre, y que no te tirasen la puerta abajo de madrugada. (Igual, ojo, que declararse católico o lector de Henry Miller, anteayer, al otro lado del Telón de Acero.) Yo no llegué a vivir eso, porque tengo veinticuatro primaveras, pero me lo han contado, o lo he leído. Ahora, libertad es poder hacer zapping entre Aquí hay pitote y Operación Burdel. También, por lo visto, que tres hijos de puta con traje decidan, en honor a la sacrosanta libertad de mercado, que vas a cobrar cuatro duros y medio por currar diecisiete horas al día más lo que al jefe le salga de la flor. Y no se te ocurra rechistar (rechistar entraría ya en el terreno del libertinaje, no de la libertad). De igual modo, democracia no es lo que a tanta gente durante siglos costó conseguir, oponiéndose a sangre y fuego a los tiranos de siempre, dando su vida las más de las veces: democracia es lo que un individuo, nieto en muchos casos de esos mismos tiranos, dice que es: la inventaron ellos el otro día, y consiste en que puedes decir y votar lo que quieras, sí, lo acatamos: pero como lo que digas no nos guste pasarás a formar parte de los anti-patriotas, o totalitarios, o antidemócratas. Que tiene cojones.

Estamos ya en plena pre-campaña electoral en España. A la vuelta de la esquina (de las navidades) tendremos ya a todos los partidos políticos en el sprint final hasta las elecciones generales. Esto es una democracia (sea lo que sea lo que quiera decir, el célebre palabro), y cada cual debe votar lo que le dé la gana. Pero hazme, hazte un favor: antes de acudir a las urnas, escucha bien durante estos meses lo que tenga que decir tu aspirante a dirigir el cotarro. Y presta mucha atención al respeto que profesa a las palabras que utiliza: si no las respeta, tampoco se estará respetando a sí mismo. Y difícilmente te estará respetando a ti.

(Ilustración: “El gran charlatán”, de Javi Méndez)

jueves, 6 de diciembre de 2007

6 de Diciembre

Cada 6 de diciembre durante veinte años, mi abuelo Santos se levantó puntual con las primeras gotas de sol en las cortinas, con el silencio verde de la Vega, aún soñolienta en la mañana de fiesta; con las primeras risas de las vecinas en el patio de luces, que llegaban a la alcoba desde la ventana abierta de la cocina donde mi abuela le preparaba ya el desayuno. Luego de levantar la persiana y saludar de nuevo al día –qué rara es la vida, pensaría entonces-, se metía en el cuarto de baño y se duchaba y acicalaba con saña, como para una boda con la Historia. Al encender el primer ducados, la abuela se le chotearía en broma de su traje impecable y su corbata. Muchacho, ¿es que vas de estreno? Y el abuelo, con discreta socarronería, le respondería: “Es que es el día de la Constitución”. Después saldría al Paseo y hablaría del Gobierno de este mundo y del otro junto a viejos conocidos. A alguno de ellos, que en otra época o circunstancia no hubieran dudado en hacerlo fusilar, le ofrecería tabaco tranquilo, magnánimo, como ofrece el paso un caballero a las señoras. Pasado el mediodía, con todos los obreros del sol trabajando a destajo en la luz invernal y transparente de los chopos, la Atalaya y el comedor, regresaba, y tomaba el aperitivo en su cocina llena de familiares y vecinos; cuando nadie le veía, deslizaba furtivo una moneda en la mano de sus dos nietos, como un sol pequeño que hubiese rescatado del fondo más noble de su memoria. Cuando se sentaba a presidir la mesa, y escuchaba atento las declaraciones de los políticos en el telediario entre la algarabía de los comensales, una luz muy íntima, muy profunda, le llegaba hasta los ojos. Y entonces no hacía falta que dijese nada porque todo era diáfano: estaba rodeado de los suyos, entraba el sol a raudales desde la Atalaya, el pollo asado de la abuela sabía a gloria celestial; y era el día de la Constitución.

Han pasado casi treinta años desde que los españoles firmamos aquel pacto de silencio y no retorno, y casi nueve desde que mi abuelo se fue a seguir fumando sus ducados al Otro Barrio. Se han sucedido gobiernos de variado color político, se han alcanzado unas cotas de libertad y bienestar jamás alcanzadas en la infame historia de España, y algunos rotos que creíamos insalvables en las costuras de la sociedad se han remendado de forma notable: gracias todo ello, en gran parte, a que la izquierda española supo bajarse estrictamente los pantalones, y, en pos de la convivencia y el futuro, no reclamar los derechos y deberes históricos que legítimamente hubiera podido reclamar, tras cuarenta años de humillación y oprobio y represión bajo un régimen que devolvió al país a las catacumbas, e impuso el miedo y la muerte como norma para la mitad de la ciudadanía, mientras el resto del mundo civilizado miraba cuidadosamente a Babia. Sin embargo, a día de hoy, año 2007, ciertos sectores siguen confundiendo el Estado de Derecho con el Estado de Derechas, y consideran aquella Carta Magna, la Constitución española, una traición a sus privilegios históricos; cuando menos, un hermoso papel con el que limpiarse tranquilamente el culo o –según les convenga- utilizar como arma arrojadiza contra el adversario político (el enemigo, pensarán ellos), a quien, al parecer, siguen perdonando la vida. Hoy se les ha visto de nuevo, como tan frecuentemente en los últimos cuatro años, echando espumarajos por la boca, escupiendo odio por el colmillo, riéndose a carcajadas de la palabra Democracia en torno a su ancestral potaje de incienso, caralsol y té con pastas en el barrio de Salamanca. Insultando a todo lo que no huela a su propia miseria moral.

Por mi parte, me he preguntado qué hubiera hecho el abuelo, de toparse con tal jauría en uno de sus días de fiesta más íntimos, y también qué hubiera hecho yo. Mi reacción es imprevisible. Pero el abuelo, probablemente, hubiera pasado de largo junto a ellos, sin mirarlos, sin rebajarse un ápice. Probablemente hasta habría dado tabaco, si alguna de esas bestias se lo hubiese pedido. Y luego habría seguido camino de su reunión con la familia, la dicha, la Democracia. Recordando desde muy lejos; diciéndose que algunas cosas de la vida jamás tendrán remedio. Como el insobornable caballero que siempre fue.