domingo, 24 de agosto de 2014

Amigos


“Tengo a mis amigos / en mi soledad, / cuando estoy con ellos, / que lejos están”. …Cómo acertó –para no variar– don Antonio Machado, con su vislumbre en cuatro versos de ese pequeño drama silencioso. Es cierto; es así. Tú lo sabes también: cómo, cuando estás solo, lejos ya del ruido, la bruma, el artificio de lo real, se te presenta intacto, en su exacta medida humana, justo ése, ésa que te está faltando. Por ejemplo ahora, en esta misma terraza del bar en el que estás. La amistad, como otras relaciones vecinas del amor (¿como todas, quizá?), se fragua en realidad, aun paradójicamente, en el silencio adentro de cada uno. No vemos bien a la gente cuando estamos con ella (suele haber ahí tanta neblina en los ojos, tanto argumento huidizo, tanto blaaa-blaaa-blaaaa; tantos velos). Se rumia a los otros en soledad, como se rumia este vino en el atardecer de la costa, el agua detenida como una bandera de cristal, ahí enfrente, en silencio; solo, de nuevo, para estar en realidad mejor acompañado. Y puede que la amistad sea eso: saber que uno podría no estar solo, si quisiera.

Pero es que es aquí, en esta mesa, por ejemplo, y entre la música azul cobalto de la tarde derrumbándose, donde se revela con pureza qué espera uno de cada quién; qué agradece, qué necesita, qué festeja de los otros. Es macabra, lo sé, esta forma a solas y sin nadie. El problema es que vivimos de fantasmas, se alimenta de ellos la memoria: yo veo ahora, aquí, a los que quiero y me quieren como son exactamente; no como suelen ser delante de mí. La amistad es esto: acordarte de alguien a quien llevas tiempo sin ver, sabiendo de pronto que aquí estaría su lugar, que la hospitalidad del momento le reclama por su nombre. Y vienen todos de repente. Vienen todos (avanza el vino) con cada confesión que quisieras hacerte. Con cada chiste idiota, cómplice o antiguo. Con cada pregunta. Por ejemplo: ¿por qué tan lejos; a cuento de qué; por qué criminal, estúpida, prescindible contingencia cotidiana?

Y sin embargo es aquí lejos, sí, donde mejor se revela todo. La realidad nos pone sus máscaras, sus personajes (personas del drama), y luego es la memoria del corazón la que reúne las piezas del puzle, del verdadero rostro. (Y la que pule los destrozos, también; pues sólo lo que sobrevive a los destrozos es algo que merece conservarse). Hay algunos amigos, unos pocos amigos, demasiados, para mí, con los que no me encuentro últimamente, ni en la dimensión física ni en la otra. Pero no importa. Esta tarde (ya es casi de noche) están aquí, siendo otra vez quienes verdaderamente son, cumpliendo cada uno su papel ineludible, bebiendo con mi sombra. Aunque ellos no lo sepan, aunque ellas piensen que olvidé. Como no sé yo, a mi vez, si estarán ellos ahora, en este mismo instante, acordándose de mí en sus respectivas soledades a lo lejos.


lunes, 11 de agosto de 2014

La agenda (inmortal) del móvil


Hay lugares en que sigue viviendo sola, la vida, ella sola; agazapada como una bestia mansa en ciertos rincones de la conciencia, de un cajón, de un teléfono. (Cuántas cosas seguirán pasando solas, a cada momento, allá donde no elegimos llegar nunca.) Ya contaba aquí, hace poco, la impresión diabólica de poder volver casi físicamente, gracias a los grandes inventos del hombre, adonde alguna vez fuiste feliz (o no tanto, quizás). Ahora tengo aquí, delante de mí, la agenda del teléfono móvil que utilicé durante al menos cinco años. Por mi natural desastroso –o indiferente, más bien– por los juguetes nuevos de la tecnología, he ido poco a poco dejándome caer hasta perder la batería del móvil esperpéntico que utilizaba últimamente. Así que, con el forzoso cambio, la agenda vacía, he tenido que recurrir de nuevo al viejo teléfono de entonces, que ya no funciona si no lo mantienes enchufado; a su salvífica memoria letal. El teléfono que utilicé desde los 24 o 25 hasta hace poco más de un año. Ahora tengo 30. Demasiadas cosas sucedieron en ese tramo, de manera vertiginosa; el teléfono fue testigo. Y siguió siéndolo, calladamente, centinela mudo encerrado en una caja, hasta que tuve que volver hoy a él, en las luces de un verano muy distinto ya.

En otro verano de antes, mucho antes de todo, escribí aquí, también, sobre lugares costeños en el mapa. Ahora tengo que escribir sobre las islas de esa agenda, maradentro y hacia fuera. Cómo es posible –me pregunto, incrédulo–, cómo es posible tanta historia sepultada, o sobreviviente, o vuelta a reunir después de los destrozos. Hay números en esta agenda de amigos antiquísimos que todavía lo siguen siendo, y de otros que se llevó el naufragio, a dentelladas silenciosas. Hay nombres remotos, irreconocibles ya, como de un idioma antiguo o de una tumba descubierta en un jardín. Hay nombres que duelen, nombres que sonríen, nombres que vienen a matar de entre la niebla; o que no dicen absolutamente nada (nada).

Hay, empezando por la misma inicial, varios teléfonos de nombres que me dieron su caridad puntual en noches hambrientas de ciudades distintas, de mendicidades idénticas y paralelas (los marcaría, estoy seguro, con ansiedad y aventura y en el fondo sin querer). Hay teléfonos, varios, de países extranjeros, de vidas extranjeras, de lugares a los que yo mismo pertenecí, alguna vez.

Hay un teléfono con el nombre rotundo y doble de una ciudad. Así es, simplemente, el nombre: como si al marcar el teléfono pudieras hablar con esa ciudad en sí, con la mujer que seguirá siendo, tal vez, esa ciudad.

Hay nombres legendarios de corazón oscuro, que lo significaron todo, que ya sólo significan su mismo nombre. Hay nombres de cuatro ó cinco variables correspondiendo a los satélites de un mismo universo, que fue el que yo mismo habité, tanto tiempo que ya no existe. Hay números de casas que llevan vacías mucho tiempo, pero que quise conservar, seguramente, como un homenaje sonámbulo y pueril; como si todavía cupiera la posibilidad de llamar en cualquier momento, y que alguien respondiese al otro lado.

Hay un número que ya no podré marcar más, nunca más, porque no hay línea con la muerte todavía.

Hay nombres extravagantes y mal escritos que pertenecerán (pertenecieron) seguramente a camaradas difusos de noches antiguas, de amigos para siempre con los que icé la copa unas horas, que olvidé, que no utilicé nunca. Hay nombres de hostales, de estaciones, de periódicos. Hay nombres en clave, nombres literarios, nombres con los que bauticé a mujeres que apenas recuerdo y que me otorgaron alguna que otra moneda por el número ridículo de mi supervivencia. Hay varios nombres de mujer ­–¿cómo es Posible?– que me quisieron, a las que yo también quise: ninguno de los implicados lo sabemos ya.


Hay nombres que son fantasmas, números que son remordimientos (personas que seguro borraron hace tiempo mi número de entre los suyos).

Hay gente a la que echo mucho de menos, a veces, y a la que nunca llamo –nunca sabré por qué hasta que sea tarde.

Hay un número cuyo nombre es un signo de interrogación (?)

[…Y qué pasaría si uno marcase alguno de esos números, cualquier noche, atracando y haciendo sentir el vértigo que uno mismo sentiría en su lugar]

Hay, también, el nombre de una mujer que durante años se llamó como una de las playas de aquel mapa que decía al principio. Su número sigue siendo el mismo.


Espero que el mío también.

domingo, 3 de agosto de 2014

'Monólogo con ron (Cuento de verano)'




No te va a mirar nunca. Pero eso ya lo sabes. A pesar de haber llegado hasta aquí, haber llegado estúpidamente solo a la barra, como quien se interna a tientas en el bosque buscando un diamante de aventura (quién carajo va a buscarte, pobre, maldito imbécil: quién va a encontrarte luego si te pierdes?)... [En LABOLSAOLAVIDA]