lunes, 7 de mayo de 2012

En legítima defensa

A veces, escribir resulta como lo que alguien decía sobre el dinero: no da la felicidad pero calma los nervios. Asistiendo mudos, impertérritos o (en el mejor de los casos) presos de la Santa Cólera ante el desmantelamiento del suelo bajo nuestros pies, son muy pocas las cosas que a uno pueden consolarle en estos días infames si tiene sangre en las venas, si es consciente más o menos de dónde viene y hacia dónde va, si no esconde la cabeza como el avestruz o mira hacia otro lado o empotra la cara contra la puta tele. “Cómo lo hacen los que saben vengarse, los que saben defenderse”, se preguntaba Dostoievski en alguna parte, hace ya bastantes telediarios. Sí: cómo lo hacen? Cuando el ciudadano medio español, verbigracia, mira el periódico todos los días y se encuentra lo que se encuentra (y cuando en España los periódicos abren día sí y día también a cinco columnas ya es un aviso inequívoco de las mujeres y los niños primero: en mi pueblo, maricón el último); cuando asiste a la narración cotidiana de su catástrofe como un personaje absurdo de serial de sobremesa que no pudiera hacer nada ante el despropósito, la desvergüenza, el sadismo criminal de los guionistas; cuando son ya millones los que padecen la fiebre del insomnio (y no precisamente la de Macondo) y se despiertan con la sensación viscosa y humeante de que hay alguien gritando a su lado –que dice el inmenso y necesario Nacho Vegas–; cuando es todo un colosal alud de mierda que no sabes cuándo alcanzará tu costa: cómo lo hacen, qué hacen, cómo se lo monta esta gente, los que tampoco pueden vengarse, los que apenas saben defenderse?
(Y-pero ¿querrán defenderse, en realidad???)

Porque demasiadas veces lo de dormir tranquilo o no también depende estrictamente de uno mismo: hay posturas y posturas. Y ciertas posturas de dormir, y de cualquier otra cosa, también encierran una moral. Si todo se desploma, si no hay lugar en que esconderse ni en que poner los ojos porque llueve hasta en la cama y tampoco hay manera de responder a este silencioso terrorismo cotidiano (si bien esto último merecería reflexión aparte), la forma de defenderse o de no defenderse es ya una moral. La postura con que uno aguanta el vendaval, o no lo aguanta. Piensa uno que la verdadera revolución –cotidiana, sinuosa, igual de silenciosa que el terrorismo político-económico que nos andan endiñando– sobrevendrá cuando aprendamos todos a decir que no cuando es Que No. Es lo que respondió una vez García Márquez cuando le preguntaron qué había aprendido él con la edad: “A decir que no cuando es que no”. Y esta especie de implumes mayorcitos no será nunca verdadera soberana de su destino hasta que no aprenda esa lección fundamental. Claro que para eso hay que tener unas nociones básicas de hasta qué punto ha ido llevando cada cual la vida que quería o la vida que se supone que tenía que llevar, o la vida que otros esperaban que uno llevase: los contratos que todos hemos ido firmando poco a poco, con los demás o con el espejo, y que tantas veces no dejan ver el bosque. Pero da igual, en el fondo, no importa; me bifurco: porque vivir compromete siempre, y no hace falta ser Albert Camus para ser consciente de que cualquier acto cotidiano es un gesto de sí o de no ante la coyuntura. Y aquí sí que no hay término medio, señora. Cuando usted vota a uno, o vota a otro, o no vota, usted se está comprometiendo, se está implicando, lo quiera o no; cuando usted asiste a un acontecimiento lamentable e interviene, o pasa de largo, o se queda mirando, o silba una canción tirolesa, usted se está comprometiendo, lo quiera o no; cuando a uno le toca –me sucedió hace bien poco– escuchar in situ cierto patético discurso que reflejaba a las claras en qué ha consistido la conducta moral de este país durante demasiado tiempo –quién sabe si de toda la vida–, y uno calla y baja la cabeza o interrumpe y dice disculpe, oiga, mireusté, que yo por ahí no paso, que yo eso no me lo voy a tragar, que tiene usted todo el derecho de decir lo que quiera pero yo tengo el deber de decirle que por ahí no…: cuando sucede todo esto, uno se está comprometiendo. Puede que no sirva de nada; seguramente no vas a hacer cambiar de opinión a casi nadie o nadie te hará puto caso (porque, y ésa es otra: quién carajo quiere rayarse hablando de / leyendo este tipo de cosas, habiendo aún I-pollas y comida y Champions League?), y hasta puede que te lleves una mala colleja, por respondón (Tú no te signifiques es una tristemente histórica letanía pronunciada durante demasiado tiempo en los hogares de esta España-camisa-blanca de mi venganza); vale: tú no te signifiques. Tú baja la cabeza y cierra la boca y procura pasar desapercibido, por la cuenta que te trae; o pasa directamente porque te la trae todo bastante floja: si luego puedes dormir tranquilo, aquí tienes el homenaje de mi envidia. Y mi reconocimiento de que, efectivamente, no hacía puñetera falta que leyeras esto, si es que has llegado hasta aquí

Servidor no es el Che Guevara, ni Mahatma Gandhi, ni Daniel Cohn-Bendit, ni nada que se le vaya a parecer remotamente. A servidor –que, por otra parte, es un real hedonista sibarita– lo que más le gustaría del mundo es hacer en cada momento lo que le saliera de su real culo, sin reparar en gastos, cuitas ni consecuencias: como a ti, supongo, como a todo cristo. No fui yo quien convocó hace un año a sus congéneres para tomar la Puerta del Sol, y tampoco seré yo –ay– el que arme a las tropas para la que se vendrá un día de éstos, cuando tantos que se creen cómodamente a salvo reparen en que (cómo pudo sucederme a mí) también a ellos les han robado el mes de abril y ya no tienen ni tele con que ver siquiera el Sálvame, porque se la embargaron. Soy nulo para la política, el liderazgo, el pensamiento-acción a corto plazo; padezco de solipsismo serio y se me puede ir una tarde mirando una copa de vino a contraluz o tocando en la guitarra la misma canción una y otra y otra vez. Pero también aspiro, menesterosamente, a informar, cada vez que tengo ocasión, a aquellos que nos están jodiendo vivos, y a aquellos a quienes parece no importar que nos estén jodiendo vivos, que esto, así, No. Al menos, que decía el otro –cuando aún éramos los mismos–, que les sangre la nariz. Cuanto menos hablar, gritar, escribir; como un aullido, como un sablazo, como una plegaria. En legítima defensa

Como dijo –escribiéndolo–  el brujo Cohen,

Cada hombre
tiene una manera de traicionar
a la revolución.
Ésta es la mía.



Tal y como está el patio, no me parece la forma más deshonesta de traicionarla