miércoles, 27 de junio de 2012

El fútbol, las circunstancias, yo

En mi familia ha habido hasta dos futbolistas profesionales. No uno, señora: dos. Mi tío-abuelo Baltasar (el hijo menor de Pepe Ríos; el que descubrió la imprenta de su padre hecha unos zorros como prólogo de la que iba a caer tras la Victoria del Glorioso Alzamiento en el año 39), y mi abuelo Pepe Ortega, padre de mi padre, que, entre otras escuderías de Primera y Segunda División, militó durante varias temporadas (años 50 y por ahí) en las filas del heroico Alcoyano. El Club Deportivo Alcoyano, literalmente. (Y dígame si no es poesía eso de que un abuelo tuyo haya jugado en el Alcoyano, cuando aquello de la moral; si no es fulgurante metáfora de tantas cosas).

Digo todo esto para que quede clara desde el principio la aversión que yo pueda tener per se (para los de la ESO: porque sí) hacia tal inofensivo juego. O sea, ninguna. De hecho, le estoy, le debo estar históricamente agradecido. Es más: con ese árbol genealógico, yo lo que debería es ser uno de los devotos más píos de tal iglesia, y rezar los chorrocientos mil padrenuestros diarios que se le rezan en el mundo entero a ese deidad épica, comunal y rabiosa, más sagrada en España que la siesta, los prejuicios y el rey.

Mas he ahí el problema, precisamente. Quiero decir: mi problema, y el de cuatro ó cinco descarriados más, como mucho. Porque puede suceder que a uno, sencillamente, no le guste el fútbol. [Seguir leyendo en FTS Cultural Magazine]