domingo, 31 de diciembre de 2006

Pasatiempo



Hay tardes
tan hermosas

Hay tardes tan hermosas que no se echa de menos nada apenas nada
Tardes en que entra el sol en el metro,
se huele a hoguera en la avenida,
respiran los acordes quince años

Son tardes extrañas tardes viejas tardes furtivas cómo decirlo
tardes como de algo oculto en el monte como de violín entristado
revelando no sé qué, no sé dónde

son tardes como de mirarlas por la ventana todo de oro,
como de sábado por la tarde en el balcón de la bisabuela mientras
ríen, hablan todos, allá dentro
-ya no mira ella; ya yo solo-
tardes tan hermosas por lo hermoso que pudo ser que es

todo en esta tarde en que se tienta
-corazón en cueros-
la emoción


Son extrañas dulcísimas mías, mías para mí estas tardes en que
cabe guiñar un desengaño a cualquier niño
o recordar a alguna anciana que yo también la quise, hace siglos
tardes ámbar u ocres o azulísimas en que urge ir silbando por la calle
y escuchando esta canción,
la piel de gallina la sonrisa a medias la lágrima a punto,
a punto de tarde de esta tarde

de una tarde dulcísima extraña viejísima en que
no hace falta imaginar
el otoño delirando por la Vega
padre y madre con café
pablito volando solo él solo

tarde bendita, tranquila tarde en que no es preciso recordar siquiera
un sauce de instituto un naranjo de colegio una plaza tres hermosas
dos amigos

tarde madre, tarde abuela, tarde novia que parece bordar
pavesas rubias de adioses mientras se demora mi regreso

tardes tan de miel y tan de azul que se abre un tragaluz
en los bolsillos


Hay tardes,
como ésta,
tan hermosas

que hasta es dichoso ir recordando ausentes por la calle,
vislumbrar emocionado allí a lo lejos
a todas las mujeres que me dieron cobijo

y recibir una limosna en la mirada
el mendigo aquel que se parece a mí


tardes –lo juro- tan hermosas
que rindo oscura pleitesía a mis fantasmas
y me dejo llevar tranquilo de la mano
de la niña verde del dolor 



Hay tardes
-perdón por la tristeza-
hay tardes
tan hermosas

que no se puede no se debe no se debería

echar de menos nada apenas
nada,


           nada…


M., 25/X/06

domingo, 24 de diciembre de 2006

Nochebuena

En mi calle vive un hombre que una vez, hace tiempo, tuvo otra vida.

Y no es que él me lo haya confesado nunca, porque en realidad apenas hablamos. En realidad no hemos hablado nunca, y por tanto nunca ha podido contarme que una vez, hace años, él era otro hombre. Pero yo lo sé. Yo sé sin saberlo que el hombre de edad indefinible y mirada azul que vive en la escalera del supermercado de mi calle, entre cajas de cartón y pasos urgentes, tuvo una vez una casa, un trabajo, una familia; también un nombre con que le llamaban la atención en clase, con que firmaba los recibos de la luz. Que quizás susurraba junto a su oído, en las noches de sudor, una mujer que amaba su mirada abisal y su apostura de sauce triste.

Pero todo esto, ya digo, él no me lo ha contado jamás, si bien es cierto que apenas le da tiempo a decir nada en el escaso instante que nos cruzamos, cuando yo entro o salgo de la tienda. Suele estar sentado en uno de los escalones, bien apartado para no molestar a las señoras que pasan cargadas de bolsas; a veces fuma, a veces no. Lo que nunca cambia es la expresión de su rostro, de absoluta abstracción o de absoluta indiferencia, como uno de esos viejos pescadores que se sientan al atardecer en el espigón del puerto con su caña enhiesta, pero que en el fondo les importa un carajo si cae algo o no: es sólo una excusa para mirar al horizonte, y pensar tranquilamente, o no pensar en nada en absoluto.

Quizás por ello no hay una sola variación en sus facciones cuando algunas veces salgo y, si llevo algo suelto en el bolsillo, lo dejo caer suavemente junto a los cartones que le sirven de colchón. El tipo no sonríe, no se mueve, no cambia de expresión y –me parece- ni siquiera de pensamiento. Tan sólo se me queda mirando, diáfano e impasible como un espejo. Y yo me pregunto mientras sigo camino de dónde viene, cómo se llama, en qué diablos piensa o en qué tiempos perdidos de pan o mediodía se refugia con la mirada clavada en el asfalto de García de Paredes. Luego subo hasta mi casa con la compra y me olvido de él, hasta la próxima vez.

A veces, cuando voy al trabajo con los cascos puestos y el mp3 a toda leche, aún caigo en la cuenta, y me giro a la altura del supermercado, a ver si está. Otras, incluso, me lo cruzo cuando vuelve a su guarida con un tupper-ware del autoservicio que hay junto a mi casa, y si me reconoce se me queda mirando con sus ojos pétreos, azulísimos, de estatua cansada, y yo también le miro y le digo sin que me oiga buen provecho, jefe, le siente a usté bien.

El otro día, sin embargo, sucedió algo fuera de lo común. Yo bajaba la calle, con maleta a cuestas y también a toda leche, pero esta vez porque se me escapaba el tren de regreso a mi pueblo. Y al pasar junto al supermercado ahí estaba él, con su pinta de pescador milenario. Pero esta vez su expresión era distinta. Se quedó mirando mi maleta, mi cara de fugitivo, mis prisas. Y juraría que en los pocos segundos que llegué a mirarle, compuso un gesto extraño: una media sonrisa amarga junto a una mirada nueva, con algún destello de ironía pero sin dejar de ser triste: como mirándome desde mucho tiempo atrás.

De nuevo, a los pocos segundos, le olvidé. Finalmente conseguí coger el tren, llegar a mi pueblo, dormir en mi casa. Y esta tarde, no sé por qué, antes de la cena y de salir esta noche, me he acordado de él, mi desconocido íntimo, inquilino del portal del supermercado de mi calle de Madrid. Y me he puesto a escribir esto.

No dejo de preguntarme qué hará él, mi viejo amigo, en una noche como ésta.


Feliz Navidad a todos.

miércoles, 20 de diciembre de 2006

Del poder y los cabrones

(O de cómo un aeropuerto francés puede derivar en aduana turca)


Suele decir el amigo Reverte que no hay nada más peligroso que un imbécil con poder. Y lo cierto es que no le falta razón, al Duke of Corso. Arguye el cartagenero ilustre que con un malo, retorcido o hideputa común, pero con ideas claras, al menos te puedes conjeturar por dónde te pueden llover las hostias; pero con un imbécil no. El imbécil, en su natural imbecilidá, es absoluta e implacablemente impredecible. Como un mono con una navaja de afeitar, como un simio en la Casa Blanca –cosa que ya ocurre, de facto-, o como Ágatha Ruiz de la Prada en cualquier sarao con fotógrafos de por medio: aterradoramente arbitrario e inexorable.

Pero bueno, al tema. Que Reverte sostiene no hallar peor combinación de las perversiones o desgracias humanas que el poder aliado con la estupidez. Yo, hasta hace muy poco, estaba más o menos de acuerdo con ello. Hasta hace muy poco.

Ese “hace muy poco” se refiere concretamente al pasado domingo por la mañana, en el aeropuerto franchute de Beauvois, o Boveauise, o Bovuá, o como carajo se escriba/diga. Llegamos allí, después de tres días de maratón por todo el Paguí de la Fgans, hechos polvo pero a nuestra hora –las siete menos algo de la mañana, o por ahí; el vuelo salía a las ocho: ver foto-. Un servidor, concretamente, con una pinta de refugiado albano-kosovar que tiraba patrás –gorro de esquí, barba de cuatro días y mirada de Jack el Destripador: es que me apasiona madrugar-. Después de guardar la pertinente cola, me llega el turno para –¡yupiii!- jugar un ratico a los médicos con los tipos del control anti-terroristas alcohólicos del Valle de Ricote. La cazadora, el cinturón, el móvil, el mp3 y hasta mis calzones de acero XXL –por supuesto-: todo a la bandejica. Luego pase usté por los infrarrojos y pare, estése quieto y ponga los brazos en cruz, Guantanamero (mmmm, picarona, le susurré al fulano, mientras me sobaba la entrepierna buscando –comprensiblemente, por otra parte- algún arma de destrucción masiva). Cuando el tipo se convenció de que no era viable el tema de elaborar en pleno vuelo un explosivo, a lo McGyver, entre el mechero Bic, el colgante de la Plaza Bohemia y el vigoroso Johnnie Walker de mi hígado, me dejó acercarme a la cinta eléctrica para dar cuenta a otro intrépido Sherlock Holmes de los diabólicos fines que mi natural pérfido escondía al llevar en la mochila un libro de un tal Migggel Delibés –El camino: subversión antisistema pura y dura-, cinco camisetas/jerseys de Zara, y una lámina del Museo D’Orsay, reproducción del cuadro de un fulano impresionista: una pareja de agricultores, marido y mujer, rezando de gratitud hacia la tierra por las cuatro escasas piezas que habían conseguido arrancarle aquel día. El señor Holmes me miró de reojo, con retranca, como diciendo habrá maricón. Y yo me lo quedé mirando tranquilamente, como diciendo porque tú no quieres, tonta.

Hasta aquí todo “normal”. Porque la cosa se puso interesante de verdá acto seguido, cuando, a petición de Torrente, abrí un bolsillo lateral de la mochila para enseñarle mis artilugios bélicos de aseo, entre los que se contaban un inquietante frasco de perfume al que le faltaban tres gotas para morir, un siniestro minifrasco transparente con líquido de lentillas, y un par de recipientes de plástico con sus correspondientes y demoníacas lentillas de repuesto. Y aquí ya se armó la marimorena.

Más de uno estará pensando a estas alturas que como estoy en Babia, y además tengo muchas leyes, estas cosas me pasan sencillamente porque soy gilipollas. En ese caso, yo diría tranquilamente: vale, mea culpa. Fragélome yo pispo. Pero no. Porque aquí el que suscribe llegaba con los deberes hechos a la aduana de El expreso de medianoche. Habiendo leído el mail que los gentilhombres de Ryanair me enviaron (“Solo le está permitido llevar en su equipaje de mano pequeñas cantidades de líquidos. Estos líquidos tienen que ir en pequeños contenedores con una capacidad individual máxima de 100 ml. Cada pasajero tiene que empaquetar estos contenedores en una bolsa transparente de plástico con autocierre de no más de un litro de capacidad máxima (bolsa de aproximadamente 20 x 20 cm.), para facilitar la inspección de estos productos en los controles de seguridad.”), me aseguré de llevar el líquido para las lentillas -5.50 y 5.0 dioptrías de miopía a diestra y siniestra: cegato total- en un minifrasco, como he dicho, de 50 ml. El tarro del perfume era de tamaño similar, transparente, y además estaba ya casi vacío. Y sobre los recipientes con las lentillas de repuesto, pues son considerablemente más pequeños que los anteriores –como no suelo tener a mano una pipeta de laboratorio, pues no puedo especificar el volumen exacto-. Todo en orden, vamos. Sólo me faltaba la puñetera bolsa transparente de plástico con autocierre de aproximadamente 20 x 20 cm., pero ese flanco también estaba, teóricamente, cubierto, porque, tal y como me habían comentado previamente y pude comprobar yo mismo luego, en el control de al lado las estaban dando los Sherlock Holmes mismos.

Y aquí es donde entra el dilema metafísico del poder y los imbéciles, o del poder y los hijos de puta. Abro el bolsillo lateral de la mochila, le enseño al fulano, ilustrándolo con mi pulcro inglés de la CEAN, todo lo que llevo en estado líquido, mire, don Fransuá, esto para los ojos, ojés, lo ve?, esto por si se me joden las lentillés que llevo, esto otro porque a las nenas les pone el Massimo Dutti, aunque sean dos gotas. El tipo los examina, en apenas dos segundos concluye que no se trata de Goma 2, ni de ácido bórico –yo miraba a mi alrededor, suspicaz, por si aparecía por allí de repente Pedrojota y me confundía con Dejuana Chaos-, y acto seguido se los pasa a su compañero de al lado, que se ve que en la jerarquía de los Torrentes era el Torrente mayor, para el veredicto final: un fulano regordete, rubicundo, trajeao pero con cara de buey, como de piñón fijo. El Torrente Mayor agarra el perfume –dos gotas-, el frasco de líquido lentillero -50 ml.- y las dos lentillas de repuesto, las tira en la bandeja, y me dice en un francés de la aldea de Astérix que o las meto en una bolsa transparente de plástico con autocierre de aproximadamente 20 x 20 cm., o crudo lo llevo. Yo le respondo tranquilamente que vale, que me dé una, tal y como hacen sus compas del control de al lado, pero el tipo dice que nanai, que tengo que volver a salir al vestíbulo y buscar allí una tienda –supongo que regentada por su puta madre y su prima la menor- donde comprar la dichosa bolsa. Le replico que eso está muy bien, pero que entre lo que tardo en salir, comprar la bolsica y volver a entrar, mi avión ya puede estar en Cancún. Me repite, en plan Terminator cuando se le va la olla y se le queda colgao el sistema, que encuentre cagando leches una bolsa transparente de plástico con autocierre de aproximadamente 20 x 20 cm.

Y entonces yo caigo en la cuenta. DIng-dong. Ya sé a quién carajo me recuerda, el tipo. Es clavadito, aunque sólo sea en las formas, a los matones del recreo que te partían la cara porque les apetecía, porque te sacaban un par de años, porque ellos lo valían, simplemente. Clavadito al jefe que te toca el culo cuando se cruza contigo por el pasillo, y tú a callar, porque o tragas o a la puta calle. Clavadito, en fin, a toda esa jauría de hijos de puta con o sin uniforme que desde siempre, desde la más tierna infancia, sólo sueñan con compensar sus complejos –en el fondo saben, los pobres, que sólo son unos mierdas- con unas migajas de poder, de autoridad sobre el prójimo, y escupirte cada dos por tres las palabras mágicas que siempre quisieron pronunciar: usté no sabe con quién está hablando.

Quizá por eso no me sorprendió del todo lo que pasó acto seguido, cuando, explicándole por segunda vez al Terminator lo del problema de volver a salir a comprar la puta bolsa, el tipo dejó de escucharme y, sin mediar palabra, tiró a una papelera que había a su espalda el perfume, el líquido de lentillas y las lentillas mismas sin estrenar. En ese punto, y habiéndome cerciorado de que Terminator sólo entendía, a parte del francés, el inglés hablado muy despacito, procedí a cagarme en sus muertos con acentazo básico del Fatego –que yo tengo mucho nervio, eh, que yo tengo mucho nerviooo-, a exigirle que me devolviera al menos las lentillas, que valen, literalmente, un ojo de la cara, o que al menos me esperase, que iba a pedir una puta bolsa al control de al lado, donde una tipa con pinta de Amélie las repartía a diestro y siniestro con una sonrisa de oreja a oreja, buenos días, buen viaje, caballero. Pero ni por ésas. Porque el Terminator ya había conseguido lo que quería, que era joderle el día a alguien, a quien fuera –en este caso yo: el otro cabrón de Murphy-. Y después de balbucir nosequé en francés que no entendí, me miró con profunda furia de garrulo profesional, y me espetó: “Do you want to go away?”. Y ahí ya entendí que no había más cera que la que ardía. Que me había quedado sin lentillas, y que si seguía poniéndome farruco podía acabar, perfectamente, y por voluntad del insigne hijo de puta, quedándome en tierra (lamentablemente, imposible lo de fabricar un arma de destrucción masiva in situ, con el mechero Bic, el colgante de la Plaza Bohemia y mis calzones)

Y entonces, yo solico y sin mediar palabra, abandoné el control y seguí camino, todo digno, y me fui a pedir cuentas a Pirri, al Maestro Armero y a Rita la Cantaora. Que son los que suelen estar de guardia en estos casos.

martes, 5 de diciembre de 2006

Mi General

El hijo menor de Augusto Pinochet, Marco Antonio, ha confirmado que los médicos han tenido que practicar un 'bypass' a su padre que "le ha traído de vuelta de la muerte". "Su estado es bastante grave... Estamos en manos de Dios y de los doctores", ha relatado a los periodistas apostados a las puertas del Hospital Militar de Santiago, tras visitar a su padre...
(elmundo.es, 3/XII/06)

En el fondo pobrecito mi General...
(Roque Dalton, «La segura mano de Dios»)


Pobrecito, sí, en fondo pobrecito mi general. Mírenlo, ahí, quién le ha visto y quién le ve. Le echa uno un vistazo a aquellas fotos, a aquellos hermosos, inolvidables vídeos de principios de los 70, cuando andaba el tierno abuelito en la flor de la vida, y se le caen a uno los lagrimones. Los pelos como escarpias, lo juro. Porque, se ponga la peña como se ponga, ya no quedan héroes así. Ese porte de milico austero, servidor incorrupto de una causa mucho más noble que sus humildes menesteres. Ese bigotito de recto caballero (a quién carajo me recordará?) que cedía, solícito, el paso a las distinguidas señoritas de la alta sociedad chilena, en las fiestas de los elegidos sanos y guapos por la gracia de Dios. Esa vocación innata de salvapatrias. Ese talento capital para combatir a las fuerzas del Mal (rojos, librepensadores, intelectuales, ateos y demás escoria). Ese modelo de hombre medieval, valiente en la justa batalla de exterminar a los herejes (siempre, ojo, siempre con honor: sacándolos de la cama a las tres de la mañana, fusilándolos como Dios manda, tirándolos vivos y amordazados al océano desde un avión), aunque tierno siempre con sus cachorros y su hembra al llegar al hogar, dulce hogar. (Hasta las ratas se aparean -pensó Alatriste una vez sobre Gualterio Malatesta-, y tienen sentimientos).

Y ahora mírenlo ahí, maldita sea, postrado, acabado, derrotado por la ingrata, perversa enfermedad de la Historia que no respeta ni lo más sagrado, verdá señora, ni lo más puro respeta ya. Oh Tiempo que a nadie reconoces. Oh Muerte que a todos nos igualas. Oh Caronte, cuán presto zarpamos. Tempus fugit, jodidus totus in hoc lacrimarum valle. Nuestras vidas son los ríos, y así.

Porque no me digan ustedes, no me digan que no produce ternura el pobre abuelito, el criminalito agonizante rodeado de su bien amada familia, la santa esposa que tan amorosamente le controla el oxígeno, sus hijitos que con tal devoción le dan a diario su papillita de muertos y le limpian la baba disidente al ancianito padre don Augusto, que se emocionan, los pobres, al oírle recordar en voz alta al viejito las calaveradas, las graciosas anésdontas de niño jugando a la guerra, su precoz y adolescente vocación asesina, su admirable, encandilante, carismática madurez de dictador con esmoquin de exiliados y zapatos de genocidio. De modo que no ha lugar, pordios, no se puede entender esa masa enfervorizada que grita ahí fuera, mi general, desconsiderados, ingratos, maleantes de mierda, gritando ahí fuera todas esas palabrotas (¡justicia!, ¡justicia!, ¡justicia!), perturbando la litúrgica agonía de nuestro abuelito, nuestro salvador joder, nuestro enviado divino mi general; miserable es acusar ya a quien no puede defenderse, rojos del diablo, no tienen educación ni la conocen, reabriendo viejas, banales heridas, pordios serán rencorosos, por qué remueven el peligroso memorial de los agravios, recordar la Historia, si ya la escribimos nosotros, señora mía, caballeros, dejen en paz a mi general, no se metan con nuestro pobre viejito.

Porque la verdá es que no se entiende. ¿Qué es lo que grita esa turba de indeseables? Cuánto tiempo más tendrá que pasar para que el jodido Chile de indios de mierda y media América Latina y toda la puta Europa reconozcan la labor gigantesca, encomiable, de mi general? Maldita sea. Nos salvó de la amenaza comunista de ese ladrón de Salvador Allende, ese cobarde cabrón que resistió solo y a tiros en La Moneda hasta que se pegó un balazo, él mismo, antes de metérselo mi general por el culo. Ordenó –o dejó ejecutar- esa sublime, ejemplar tortura al cantamañanas subversivo de Víctor Jara, que ya no pudo tocar más, el maricón, porque la policía militar le cortó las manos con un machete o así y lo dejó desangrándose, toca ahora, rojo de mierda, toca ahora. Y qué decir del grandísimo criminal de Pablo Neruda, ese agente soviético, ese inmoral y sátiro cagatintas, Premio Nobel de Literatura para vergüenza de nuestra nación, al que, de no ser porque ya estaba terminal aquel septiembre, bien le hubieran tirado a bombazos la casa de putas ésa que tenía en Isla Negra. Y la Caravana de la Muerte (75 ejecutados por opositores políticos al santo régimen). Y los 3.000 “desaparecidos”. Y los 28.000 torturados. Y la “desaparición” de otros 119 detenidos. Y su bien ganada fortuna de 26 millones de dólares que trincó del erario público chileno, porque él lo valía. ¿Todo eso qué? ¿Nadie va a agradecérselo, virgensanta? Y no contentos con eso, dando por saco ya luego con la memoria de los cojones y con las investigaciones y con las “víctimas” que dicen ellos -¡que se lo buscaron, coño!-, y los comunistas de Garzón y Guzmán y Carlos Cerda amenazando con meterlo en la trena a mi general, ¡a mi viejito, carajo, con 91 primaveras australes! ¿Pero es que nadie se ha enterado de que esto es el mundo real, y aquí los dictadores la palman en la cama como Dios manda? ¿Es que nadie va a agradecerle nada a mi general, maldita sea? ¿Es que nadie tiene compasión por el abuelito Augustomigeneral?

Ah, pero yo sí le entiendo, mi general. Yo sí que estoy con usté. Venga, tranquilícese. Nada ni nadie dura para siempre, ¿sabe? Hasta las estatuas erigidas en su honor: un día de éstos, enterradas bajo los escombros de una civilización olvidada. Ah, pero la vida sigue, mi general. Sin usté, también seguirá la vida. Como siempre. Sí, ya sé que es triste, es muy injusto, don Augusto. Pero, aun así, yo brindo esta noche, mi general: yo brindo por usté y digo: ¡viva la Vida! Y también muera la Muerte. Es puta la Muerte, ¿se ha dado usté cuenta ya, verdá, mi general? Por eso, por eso brinde usté, y grite conmigo: ¡muera la Muerte!

Y hágame un último, inmenso favor: ya de paso, muérase usted bien muerto con Ella. Mi General.

martes, 28 de noviembre de 2006

Mirar



Siempre, siempre hay una mujer que llora en el metro.

No sé si alguien se ha fijado ya, antes. Pero sí, siempre hay una mujer llorando en el metro. Y siempre es la misma. A primera vista pareciera que no, pero yo sé que sí. Lo que pasa es que unos días se levanta niña, casi adolescente, y el Lunes la saluda en su portal como un mendigo gris desnortado: aún no sabe que ya pasó el fin de semana. La muchacha siente precisamente eso, un rasgueo de lunes gris por la mañana en su garganta, cuando baja al metro, se desliza hasta el último asiento del último vagón, clava la mirada en el suelo. Después llega al instituto y se esmera en prestar mucha atención al profesor, mucha atención a la pizarra, pero sobre todo entrega toda la atención que sus trece o catorce años de adolescente en ciernes le permiten a su labor de maestra costurera: no dejar que el hilo invisible que va tejiendo, paciente, resignada, el hilo que le sirve de escudo ante la realidad pueda llegar a romperse, si consiente reparar en el imbécil que le hace muecas desde la mesa de enfrente, llamándole fea, llamándole gorda; si se permite siquiera mirar a las analfabetas funcionales que la fusilan de arriba abajo y cuchichean cuando se la cruzan por el pasillo. Si se permite siquiera la ligereza, la torpeza imperdonable de verse sorprendida, mirándolo como una boba, por el chaval por el que está loca desde que empezó el curso, pero que no la mira, que no la ve, que no sabe que existe. La muchacha teje y desteje paciente su hilo de trinchera con letras de canciones en la última página del bloc, con un libro de piratas y tesoros apartada en un banco del recreo, con la libertad promisoria de la comida en su casa y de la tarde en el parque con su amiga del barrio. La muchacha le teje un jersey a la mañana del lunes como lo hacía su abuela: para pasar menos frío. Luego sale del instituto, camina sola, se adentra sola en el metro de nuevo. De nuevo clava la mirada en el suelo del vagón. Entonces, con la misma paciencia, poco a poco, deja que se deshaga el hilo tejido durante toda la mañana. Y llora. Y yo levanto la vista, y la veo.

Otras veces, sin embargo, es otra bien distinta. Otras veces la mujer que llora en el metro –siempre, ojo, siempre la misma- entra en el vagón con un rostro de cincuenta años que no son tales: si te acercases, si te acercases y contases una a una las arrugas en torno a los ojos del cansancio, como los anillos del tocón de un sauce caído, calcularías que la mujer cuenta varios siglos de desierto, y también muchos meses de hospital. Lleva impresos mil amaneceres de vacío en la boca del estómago, cafés con azúcar a solas, él ya se fue a trabajar –llegará tarde, de noche, y la mirará cansado, cansado-, madrugadas en vela esperando oír llegar al hijo mayor, anocheceres mirándose en el reflejo de la televisión apagada, antes de acostarse. La mujer entra en el vagón y se sienta donde puede, si puede, y cierra los ojos en busca de un momento para ella sola, pero la cabeza sigue alerta, como un preso al que acabaran de soltar y no sabe ya no ser preso, y la cabeza continúa los malabares imposibles que cuadren la factura de la hipoteca del aire, el pago del alquiler de la esperanza. La mujer sigue en el vagón y mira sin ver, porque me mira varias veces pero no me ve a mí sino a un pasillo, una sala de espera donde sus ojeras se adentran oscureciéndose cada vez más, y entonces compone sin saberlo un gesto que debe ser el más triste del mundo, y aparta la vista, vuelve a fijarla en ninguna parte, anuncian su parada por megafonía. La mujer se levanta de su asiento y espera cabizbaja junto a la puerta. Mire, don Fulano, es que tengo a mi madre en el hospital, podría ser, sería posible que… Me van a echar, me van a decir que ya está bien, que siempre la misma historia… El vagón casi ha parado, ella está de espaldas. Pero yo puedo ver sus ojos en el reflejo de la puerta. Mire, don Fulano, es que tengo… La puerta se abre. Tengo, tengo…

Siempre es la misma, ya lo he dicho, la mujer que llora en el metro. Pero hay días en que me conmueve especialmente. Hay días en que entro en el vagón, y algo, algo pasa. Algo pasa, como un viento de profecía que me llegase desde el monte, que me obliga a girar la cabeza y fijarme en esa mujer sentada más allá. Me acerco, disimuladamente, y saco un libro de la cartera. Finjo leer apoyado en una barandilla. Y a cada golpe de vista furtivo su rostro me es cada vez más familiar. Los ojos cansados, también con ojeras, sin dejar de ser hipnóticos. El gesto, acostumbrado a la altivez, pero ahora irremediablemente vencido. El cuerpo de vértigo pero ya apagado, olvidado ya de las manos por las que se dejó acariciar con misericordia. Huele a mujer que huye, a mujer que quiere dejar todo atrás. Por eso me parece que el tren va más rápido, mucho más rápido, como si escapase despavorido de una ciudad en llamas o de los gritos ateridos de los náufragos abandonados a su suerte. Ya no puedo fingir más que estoy leyendo y me quedo mirándola, francamente, sin descaro, lentamente, mirándola. Porque creo que sé quién es, y quiero que me mire, quiero que me mire para salir de dudas. La mujer sigue ignorándome, absorta en dios sabe qué procesión de adioses que le van diciendo sus fantasmas, uno tras otro, con un pañuelo blanco. Pero en cierto momento se gira de súbito, y me clava dos pupilas de escarcha que me acuchillan a la altura del pulmón. No me miran con odio, no me miran con rencor: tan sólo testifican un crimen, y me declaran culpable.

Entonces me doy cuenta de que la mujer está llorando, y de que se parece a ti.

Siempre, siempre hay una mujer que llora en el metro. Si por casualidad te la encontrases un día, dale un beso en la mejilla, abrázala de mi parte.

sábado, 25 de noviembre de 2006

A modo de prólogo: La Vela y el Vendaval

 Amigos míos,

cada cual tiene sus maneras, sus estrategias para no enloquecer. En lo que respecta a la realidad, a la vida a pie de calle, y dejando a un lado el pesimismo congénito del que suscribe, es inevitable constatar, antes o después –a excepción, claro, de casos de encefalograma plano-, el hecho maldito e irreparable de que ya no sonará más la campana del recreo; de que los Reyes (Magos) son los padres, y de que la rubia del final de la barra no se te está insinuando precisamente a ti, sino que está ensayando su penúltima mirada de hembra altiva en el espejo del final del garito, a tu espalda casualmente.

Señores: La vida es una burda estafa innoble / y no hay donde poderla denunciar… ¿O sí lo hay?

Cada uno tiene, sí, sus armas para no caer en la demencia que supondría mirar cada día a la realidad con lucidez y sin escudos; para el ejercicio diario de heroísmo que constituye moverse como nos movemos en territorio hostil, con el Hombre del Traje Gris esperando agazapado, el cabrón, en cualquier banco de la estación, y con la certeza insoportable de que estamos aquí de paso, siempre de paso. Y cuando arrecia la lluvia es inútil apelar a Dios: es que lleva una cogorza importante, el hijoputa, y se está meando justo encima de la esquina donde tú estás tratando de sacudirte la tristeza: siempre fue más rentable la blasfemia.

Ante todo eso, claro, cada quien es cada cual, que decía el otro. Hay quien atraca bancos, o se hace concejal de urbanismo; hay quien se dedica a pegar martillazos justo al otro lado de tu pared a las ocho de la mañana, que se ve que quita el estrés que te cagas, o ingresa en una secta que promete el nirvana perpetuo si te cortas los pelos de la entrepierna y se los llevas como ofrenda a Tom Cruise. Hay quien se mete a monja, o a inspector de hacienda, y quien opta, para sobrellevar con emoción y aventura la insoportable levedad del ser, por la sexualidad estereofónica, por hacerse unos largos en mi bañera, por salir un sábado por la noche con veinte céntimos, o por hacerse militante del Pepé, que de todo tiene que haber, dicen, en la frondosa Viña del Señor... (con decir que hay hasta quien se queda encerrado en el instituto un viernes, a las dos y media de la tarde, o se pega un trago de una fuente de la Alhambra cuando tiene sed...).

Pero me desvío. Sólo quería decir que cada cual tiene su manera de defenderse. He escrito defenderse, y no es gratuito. El grandísimo Félix Grande considera para sí la literatura, el acto de escribir, exactamente eso: un acto de legítima defensa. ¿Ante qué, o contra qué? Huelgan aclaraciones. Pero también escribe Félix que “reuniéndonos, alejamos la fiera a pedradas”. La fiera: el desengaño, el miedo, la soledad; los mil hombres de traje gris, las mil mujeres con principio de ceguera, los trenes perdidos a pie de andén; las cartas que no llegaron, los lunes sin deberes hechos, las camas de hospital; y las casas vacías, y el pañuelo de amargura, “y el desamparo, y el contratiempo”... ;) Las pedradas: la memoria, los queridos, los abrazos; los versos, las risas, el sudor; la garganta rota en un concierto, la mano tendida del principio, la primera vez que te miré; los brindis que riman con la euforia, los libros que calientan del invierno, las escaleras del colegio, el aroma de tu almohada; un botelleo del año 2001, una huida contra el Norte, un regreso para el Sur; un beso clandestino en Malasaña, un contraluz de leyenda en la Plaza de los Carros, las luces de La Manga desde aquí; el amarillo de la tarde en la ventana, el azul de abril en las alcobas, el escote de la luna sobre un mar de ron. Y los fantasmas que velan nuestras armas, y todo lo que nos queda por contarnos, y una guitarra, una hoguera y un misterio que nos reúne a todos y a todos nos emociona del mismo vértigo, y nos consuela del mismo frío.

La vida es una burda estafa innoble y no hay donde poderla denunciar… ¿O sí lo hay? Reunirnos junto a la hoguera, mirarnos a los ojos, reconocernos adolescentes todavía. Brindar esta noche por lo que queda, fumar con los fantasmas en silencio, acuchillar contra el folio el desamparo. Encender una vela y que alumbre tu cuerpo, y que baile junto a la cama mientras aún te tengo y azota afuera el vendaval.