viernes, 13 de julio de 2007

Nuestros nombres

Tengo aquí delante una lista, una relación larguísima con nombres de playas de mi país. Aquí delante, en la mesa de la redacción, junto al ordenador, resplandece en apenas una docena de folios un sumario infinito con todos los nombres del paraíso hacia los que miran sin poder huir los ojos: se estrellan contra la ventana, contra las antenas de los edificios más altos, contra el tótem gris del Pirulí. Son nombres dulcísimos éstos. Azules, blancos, verdes. Hay una playa en Castellón que se llama La Caracola. En Orihuela –muy cerca de tu pueblo y el mío-, hay otras que se llaman Campoamor y Las Mil Palmeras. No hace falta esfuerzo alguno para cerrar los ojos y acodarse en una baranda de la conciencia, a sentir en la cara la brisa de estos nombres. En Huelva hay un lugar llamado Punta Umbría, que parece rimar con un poema de Neruda leído a la sombra de la siesta. Y si te dejas mecer por las sílabas de Cala Blanca, en Menorca, quizá te sorprendas por un instante en la barcarola de algún marino que fuma en silencio mientras te aleja de la costa. Aguadulce, en Almería, sabe a orfebrería de sol en el horizonte; y Torreblanca, en Málaga, se parece al faro abandonado que sirve de refugio a dos amantes clandestinos en alguna parte. En la Cala Salada de Ibiza un niño construye a duras penas un castillo de arena: viene una ola, lo devora, pero el niño no se rinde; recoge arena de nuevo, le da forma otra vez, lo vuelve a levantar.

Hay mucha luz y mucha luna, mucho azul y mucho barco surcando los ojos al leer estos nombres. Pero el verdadero vendaval de brisa entra en la redacción al leer los nombres conocidos, las latitudes bien sabidas del mapa. En el puerto alicantino de San Juan vi de niño un galeón pirata atracando al viento en pleno mediodía; en el Pueblo Indalo de Mojácar me enamoré fugazmente de una niña extranjera muy rubia y muy pecosa que no entendía un segundo de mis siete años. En Mazarrón hay ahora mismo unos cuantos cómplices delincuentes, seguramente durmiendo aún la borrachera, y La Manga me trae las luces de neón de todos los bares donde la Lady in Red me espera todavía, cada noche, para devolverme el baile aquel que aún me debe.

Es hermoso leer todo esto, aquí, haciendo como si no estuviese en una oficina del centro de la ciudad del centro del país, sino tumbado en la arena y descansando los ojos en alguna espalda dorada que me mire sin verme. Y sin embargo… Sin embargo hay algunos nombres de esta lista que todavía no me he atrevido ni a mirar. Llevo aquí un buen rato, mirando la lista, pero he evitado estrictamente leer algunos de ellos. No es que no sean hermosos como los otros. No es que tengan menos azul o menos blanco, no es que no se pueda echar el ancla en ellos, no es que no se sienta la sal en la boca al pronunciarlos: es que duelen. Y dan miedo. Me da miedo leerlos, lo confieso. Me da miedo leer estos nombres que gritan más que los demás en el folio. Me da miedo leerlos y que azote de repente un golpe de mar en mi mesa y cierre los ojos y regrese de súbito a las playas nuestras donde te amé. Me da miedo leerlos. Me da miedo mirarlos de reojo incluso. Me da miedo mirarlos aunque sea accidentalmente y regresar otra vez maldita sea Famara Mar de Cristal La Marina y echar a correr desesperado por la orilla y no encontrarte.