Pienso en el verano, pienso en las largas
siestas del verano; el sol varado en el balcón, la lejanía en silencio, el
vislumbre amarillo de las cinco. Y pienso en cómo es posible que algunos
análogos de mi especie puedan trabajar en su contra. Pues anda quedando tan
diáfano como estas tardes que existe (siempre ha existido), igual que una
cofradía de la belleza, una pútrida secta de enemigos de la vida. Es decir: de
enemigos nuestros; de los que trabajamos para la vida y no en su contra,
de los que respetamos la muerte pero no mercadeamos con ella, ni negociamos a
su costa, ni la hacemos bandera de ninguna sucia aprensión no resuelta. Es
cierto, claro, lo que nos contaba hace poco el maestro Félix Grande: los habrá
que crean que por ganar 100 veces más que sus esclavos, vivirán 100 veces más.
Claro que los hay; aunque no lo sepan conscientemente, quizás, están
ahí, existen. Pero, en última instancia, qué carajo nos importarán a nosotros,
y justificarán, sus enternecedoras razones, sus complejos edípicos con papá o
con mamá. Miren cómo lloro porque les zurraban en el recreo, porque eran los
más idiotas (e idiotos) del instituto, porque el rey Melchor no les trajo un poni
por navidad, porque querían [Hitler, sin ir más lejos] pintar o tocar el piano,
pero como no había talento ni gracia que rascar nos han acabado tocando y
rascando a todos los demás los cojones. Miren cómo me estremezco, qué
sobrecogedora penita me dan sus frustraciones. Que levanten la mano los que
estén leyendo esto y no hayan tenido también razones múltiples, a lo largo de
su vida, para convertirse en Jack el Destripador. (Y, cuando las bajen, por
favor, que sea asimismo en la colleja de algún cretino de los que hablo).
Pienso en el verano y pienso en lo que quiero,
en la gente que quiero, en quienes deseo volver a ver; hasta pienso en mi gato,
de tres meses de flagrante vida, que cayó aquí sin buscarlo y como si hubiera
estado escrito en alguna parte –el delincuente–, y me pregunto, mirándole
dormir como un bendito, qué insondable relación puede haber entre todo esto y
los sociópatas que intentan jodernos la vida e imponer una dictadura en cada
alcoba, sea verano, invierno o glaciación al Norte del Muro (que también
allí lo intentan: yo lo he visto). Pienso en todo esto y se me viene a la
pantalla la palabra vergüenza. ¿Qué es lo que ha pasado?, le preguntaba
hace poco Jesús Quintero a don Antonio Gala –un Gala ya sin tiempo ni ganas de
circunloquios–. Y Gala –que amará las luces de estos atardeceres del Sur más
que yo aún– respondió: “Pues ha pasado la Vergüenza. Toda la vergüenza que
había ha pasado de largo”. Y que los padres se suicidan por los hijos y los
hijos porque no pueden pagar la casa y etcétera, dijo. Negociando con la
muerte, decíamos más arriba. Y el pensamiento inmediato que se me viene a la pantalla
es el mismo que al cordobés: ya podían ir suicidándose otros, por ir
probando. Porque resulta que se viene suicidando por vergüenza (también
yo lo he visto aquí abajo, literalmente) la gente acosada, la gente
desesperada, la gente que no puede soportar vivir creyéndose vencida a ojos de
sus amigos, de sus familias, de la gente que les quiere; y resulta que los que
no tienen vergüenza ninguna, ésos a quienes la vergüenza debería ahogar cada
vez que salen a la puerta de la calle y se suben al coche (oficial o no) y van
a trabajar en contra del resto de la gente: ésos, éstos, esta gentuza, estos
cómplices de la indecencia siguen viviendo perfectamente, comiendo
escandalosamente, durmiendo con menos remordimientos aún que el gato. Félix
también apuntó, en un poema memorable, hace ya años, la pregunta que ahora me
ronda: “¿Cómo pueden vivir / sabiendo que nadie los quiere?”. La
respuesta era sencilla, a la postre: porque les importa una mierda; o tienen
más miedo aún que falta de pudor, y lo único que les queda ya en su espiral de
mierda es seguir huyendo hacia delante (ojalá contra alguna ventana, un día de
éstos).
Pienso en el verano. Pienso en la gente del
verano, la que vela todo el año y lucha por un verano comunal y sin término
para todos (para todos), y me pregunto cómo hemos podido equivocarnos tanto;
cómo hemos llegado a que tales cosas dependan, en tan alta medida, de esa turba
de simios sin escrúpulos a los que –encima– tenemos que ver sonreír todos los
días en la televisión. Demostrando casi todos, día sí y día también, que no
están ahí para lo único que se les supone, que es el bien común, sino por el
más común y zafio de los bienes, que es el dinero, la fama, la foto, el pesebre
que garantice y perpetúe su miseria moral a un flanco y otro del Hemiciclo, a un
lado y otro del anfiteatro de la farsa. Vienen ahora, además, a hablar de
educación quienes no tienen ninguna, porque también nosotros les hemos
consentido creer durante siglos que la educación depende de la cartera, la
posecita y los humos del señorito, y no de la conducta que distingue a los
hombres de los perfectos mierdas sin honor. En Japón, por ejemplo, aún se
distingue a los caballeros porque se hacen dignamente el harakiri cuando ven su
honor en deuda. Aquí, los que tienen honor y deudas se cuelgan de una soga en
el patio, y los que no hacen más que acumular deudas de honor nos dan lecciones
todos los días de en qué consiste la más estudiada y erudita hijoputez.
Yo pienso en la educación del mediodía, en la
conducta de ciertos hombres y mujeres, muertos ya o gozosamente jóvenes y
vivos; en sobremesas largas de siesta y en conversaciones de madrugada en la
terraza, como un vislumbre de oleaje. Recuerdo el verdadero significado de la
palabra educación, de la palabra vergüenza, de la palabra vida. Recuerdo
a quienes han querido siempre, simple, humildemente, lo mejor para todos y no
molestar nunca a nadie. Y tengo cada vez más claro que los enemigos de todos,
y de todo esto, son también los míos. Que o se está con la gente o
se está contra la gente, y no cabe término medio ni medias tintas. Que vivir
comprometió siempre (hoy más que nunca). Y que, por mi parte, y sintiéndolo
mucho, al enemigo ni agua. Así venga el verano, la ola de calor o el desierto
del Gobi y nos entierre a todos de una puñetera vez.