viernes, 27 de diciembre de 2013

Un vaso de juventud para Joan Manuel Serrat

Las mayores deudas del corazón suelen ser las más antiguas; ésas que ha ido uno postergando, con paciente alerta, como vigilando desde lejos el momento exacto para hacer justicia. El problema es que la vida suele anteponer lo urgente a lo importante, lo inmediato a lo necesario, y así pasa el tiempo y no llega uno a decir o a hacer, a beber o a besar o a morder lo que debiera, lo que no tendría que sufrir ya más demora (la vida es eso que sucede mientras hacemos planes, que dijo el otro). Al cabo, es justo una urgencia súbita la que hace que termines de abrir a la calle esos balcones íntimos celosamente cerrados hasta el presunto día de fiesta, al darte cuenta de que cualquiera puede ser un gran día para ello; tú pones, cuando quieras, la alfombra roja.

Todo esto para explicar, o explicarme, cómo es posible que no haya escrito yo una sola línea aquí hasta ahora sobre Joan Manuel Serrat, que haya yo cumplido los 30 sin ese saludo y que tenga que cumplir él los 70 hoy, tres semanas después, para sentarme aquí –con urgencia súbita– a desfacer ese entuerto.

Porque no hubiera hecho falta esperar tanto, ciertamente, ni dar tampoco demasiadas vueltas para decir que uno nació en una canción de Serrat. No con, sino en: igual que se habita el líquido amniótico, o la hoguera en el frío, o el idioma en que se consiste y se cuenta el cuento de cada noche, yo nací habitando esa tonada legendaria que parecía anterior a todo, poniendo en guardia erizada al ejército del corazón en las noches azules de invierno. Me pasa desde entonces: oír los primeros compases de Mediterráneo y sentir que me tiembla un pueblo entero en la espina dorsal; o al menos la noche exacta y congelada en la memoria en que miré desde el balcón de una plaza vieja de los años ochenta a los faroles que oscilaban como los ojos de un lobo, anunciando algo que no llegó a materializarse nunca y que llevo buscando recuperar toda la vida: es mi recuerdo más antiguo, o así lo creo yo. Estoy mirando por el balcón de la primera casa de mi pueblo, anochece, es invierno, quizás, o ya abril; tengo uno, dos años, y siento eso que jamás podrá decirse, porque no llega el lenguaje a explicar tanto (tal vez sí el lenguaje mudo de un niño).

Luego vinieron más noches, muchos años después, templadas también por esa canción en la adolescencia en cueros vivos: una canción que es una unción, una investidura de riesgo y sangre y borrachera; no es sólo el ensamblaje perfecto de la letra exacta que efectivamente podría cantar cualquier marinero con alma de tal, no sólo el trabajo magistral que lo enmarca todo (y que tiene más que ver con la artesanía y la arquitectura de estudio): es ese algo más que nadie sabe qué es pero que es lo único que importa, como gusta de repetir al polizón Sabina. Un sortilegio que remite a lo más ancestral, lo más puro de aventura que todavía alienta en lo profundo de una estirpe de nómadas sin perseguidor con fidelidad absoluta, sin embargo, a la patria que dejaron o perdieron (en su sentido más noble, el que nada tiene que ver con la mentira vil de la raza o las banderas): la infancia y su emblema invencible; el vino y la lumbre de la amistad; los viejos que fundaron un mito de calor en la derrota; la muchacha que quedó esperando en la ventana el regreso del proscrito que no volvería jamás, pues su ofrenda debía ser precisamente la huida, el canto y la conquista de llegar a ser quien por ley debía llegar a ser.

Fue en esos meses de los 15, los 16 años soñando con la huida cuando me emborraché sin piedad del disco entero, probablemente el más hermoso, el más incontestable escrito jamás en lengua castellana. Lo recuerdo con el escalofrío de la luna en los patios, el olor de la brisa quieta, la resaca dulce de los primeros tragos, las primeras canciones imitadas en la guitarra y el seísmo de mis Cien años de soledad en la mesilla de noche de la casa que yo más quería. Y sé que es injusto reducir la carrera de un artista de esta dimensión a un solo acontecimiento, que la historia serratiana tuvo antes y después más gloriosos episodios y que ya vale –pensará él mismo, quizás– con la murga del Mediterráneo; pero qué se puede hacer ante tal estado de gracia: esas diez canciones como el centro geométrico de la emoción y también de toda una ética, de una manera de ver y enfrentar y asumir el mundo que a tantos nos hermana a un lado y otro del océano. Porque entendemos íntimamente, sin darnos cuenta quizás, que Serrat dio en ese puñado de canciones (y en toda su obra, pero sobre todo en ese disco) con el único carné de identidad posible de la decencia. Hay una forma de moral que no admite púlpitos, decretos o demagogias, que sólo condesciende a ser dicha y oída a través de la ceremonia humilde y popular del canto: una de las pocas morales que tantos abrazamos como nuestra sin miedo a que ningún oportunista o perverso o impotente de belleza intente usurparla para hacer negocio, sencillamente porque no se puede, porque no se deja, porque no se vende ni se compra.

El término educación sentimental cobra todo el sentido posible al reflejo noble de las canciones de este chamán castizo que sólo aspiraba a escribir sobre su barrio, sobre las vidas de su barrio y las penas e ilusiones de un muchacho de barrio que era él, dándose perfecta cuenta, quizás, de que no hay mejor manera de resultar universal. Educación sentimental es lo que este muchacho que escribe ahora, aún resistiéndose a llamarse adulto, recibió dándole una y otra vez la vuelta a los casetes de sus papás (rebobinando y dándole otra vez: parece que fue Atapuerca), en una comunión y un aprendizaje sin tregua que se hundía sellándose cada vez más con cada escucha, allá donde quedaron titilando las cosas que me salvan cuando pienso que sería mejor claudicar. La mujer que yo quiero ha sido siempre, en el fondo, quizás, la misma; el pueblo blanco es exactamente donde escribo ahora; el tío Alberto es mi familia; alguna vez me dijeron a mí qué va a ser de ti lejos de casa, y alguna otra lo tuve que decir yo; Vagabundear sería mi confesión, si hubiera de darla. Y cuando suena Vencidos se me resquebraja algo a la altura de la garganta que debe de parecerse mucho a una lágrima testaruda de mucho antes de nacer yo.  

Podría escribir muchas más páginas, pero prefiero dejarlo para otra ocasión; recoger los aperos, ahorrar ahora en correspondencias y nostalgias. Ahora que hace diez años que tengo veinte años, y sé que vivir es el único homenaje posible, lo mejor será que acabe esto y salga a la vida y al invierno azul de hace tanto tiempo. Y que en el primer recodo de la noche y del camino levante el vaso de mi juventud a la salud del rey del país del sueño y la quimera. Ése que no me toca nada y es mi hermano, y mi padre, y mi abuelo.

   

jueves, 12 de diciembre de 2013

Hotel


Si el corazón tiene más habitaciones que una casa de putas, como decía García Márquez, supongo que también habrá hoteles, hostales, tugurios de pensión o carretera; antros sórdidos, en fin, o torres de cinco estrellas donde moren proscritos o aristócratas, crímenes de carmín en los espejos o fiestas privadas en las que siempre se huela a mujer y siempre parezca ser agosto. Desde aquí, desde la carretera negra en la que escribo, se vislumbra uno de estos últimos.

Pero hay de todo, en este hotel del corazón en que todo el mundo está herido pero del que nadie quiere irse. En el vestíbulo se cruzan sin mirarse, conspirando con silencios, las mujeres de otros hombres y esos hombres mismos; como en el pasillo de un hospital en el que esperasen la noticia de otro hijo, o de otro muerto. En la cocina, alguien afila los cuchillos para la cena con velitas para dos de cada noche que jamás llega a celebrarse: es una mesa flotante, espectral, entre la niebla y el crepúsculo, al que llegará siempre el segundo comensal justo cuando el primero se haya ido, harto de esperar, el vino a solas, la carne fría. Por los ventanales se divisa un enjambre de luces como soles que no terminan de ponerse nunca, hacia el este; al oeste verás el Calvario y más abajo Babilonia. Al sur, la noche de Venecia, y al norte el fulgor de Buenos Aires (o viceversa). La climatización se hizo mal desde el principio y varía entre un calor del infierno, en las plantas nobles, y un frío del demonio conforme se baja a oscuras en el ascensor hasta el sótano. Es por lo que no suele dormirse bien; por la temperatura diabólica y por el estruendo toda la noche desde la Torre de la Canción, unas calles más arriba, a mil pisos de profundidad (desde donde se oye toser, de vez en cuando, al desasosiego de etiqueta).

También aquí hay fiesta de vez en cuando, en este hotel, al emborracharse el mendigo de la suite nupcial: llama a todo el edificio e invita hasta al amanecer al brebaje verde de cada invierno. El problema es que siempre hay algún muerto. Anoche llegó la policía, rayando el alba, y encontró a una virgen en la bañera, pálida de sobredosis. Ya no había a quién detener, así que se llevaron al pianista, esposado a su botella y cantando As time goes by.  



martes, 3 de diciembre de 2013

Resaca 3.0

No sé si para otros será lo normal, a estas alturas, pero el hecho de levantarme yo, hace unos meses, con una resaca que me hizo caer de rodillas –literalmente– y llorar, pidiendo a gritos un ibuprofeno o una decapitación… pues como que no. Con lo que uno ha sido (y cree seguir siendo). Por ejemplo: en cierto viaje a Granada con el instituto (marzo de 2001), no recuerdo ya si por el calor, por la impaciencia de que llegara la noche, o por la desesperación de que una que yo me sé no me terminara de prestar la atención debida, el caso es que tuve lo que llamaremos un súbito y varonil Momento Hemingway (elegancia bajo presión), y sin pensarlo mucho me abalancé de un trago sobre un surtidor de La Alhambra que hizo palidecer de golpe a mis colegas, al Francis y a un grupo de rusos de Leningrado que pasaba por allí. También a un jardinero que se me quedó mirando atónito, entre el pánico y la risa, como Jesús Quintero ante el Cuñao, y que exclamó “¡Pero muchacho, QUÉ HAS HECHOOO!”, antes de salir despavorido a llamar, no a una ambulancia, sino a las televisiones. Fue mi greatest hit de aquella época, junto con el baile con Pablo L. B. en el festival de Santo Tomás de Aquino –peluca azul, falda amarilla y medias negras– y la vez (todo esto en el mismo curso y con un margen de pocos meses) que me dejó Leonor encerrado en el instituto un viernes, a las dos y media de la tarde, con la calle más próxima a doscientos metros de la ventana en la que yo, previendo los gloriosos titulares del lunes (Imbécil muere de inanición por pasar el fin de semana en el Diego Tortosa), me había puesto a hacer un rito chamánico en bolas alrededor de una hoguera, creo que en el despacho del Secretario de aquel momento… Finalmente, y sobre las tres y media, vislumbré a lo lejos a una señora, como Cristo en el desierto a Belcebú, que al llegar a mi altura pronunció una frase bíblica a la altura sólo de las Circunstancias y de la Historia: “¿Te traigo un bocadillico, nene?”.
 
Pero estábamos –qué ironía– en Granada. No recuerdo en qué momento comenzó a hacer efecto el célebre Trago; sí que llegamos al albergue con algarabía y vísperas de fiesta, con cuerpo de sábado noche, y que el mío estaba ya más como de día del Juicio Final. Mandando señales inequívocas de lo que a la postre sucedió: que todos se fueron a salir por la ciudad (la única noche que nos iban a dejar sueltos por ahí, al albur de las hormonas) y yo me quedé de penitente en el baño más próximo a mi litera, con la única compañía del frío en los huesos, la poesía completa de Lorca, y una parejita que consiguió la proeza inverosímil de evitar los controles y quedarse en la habitación contigua, celebrando los colchones imposibles de aquella edad, aquella época.
 
Lo de Lorca no es por tirarme el folio; es exactamente el libro que me llevé a aquel viaje, por aquello de la ambientación: el albergue estaba justo en el pueblo de Víznar, y si uno seguía esa misma carretera llegaba al parque que se construyó allí, donde desde su asesinato se le creyó (aún se le cree) enterrado al poeta, entre el asco y los jazmines. Mi amigo Carlos S. L. (Sociedad Limitada) y yo hicimos ese recorrido, la tarde que llegamos. (El otro, Pablo L. B., se había quedado, según recuerdo, negociando con un portero el asalto a otra habitación prohibida). Buscábamos, Carlos y yo, a su fantasma, al de Lorca, que por entonces pertenecía a la misma alucinación narcótica de aquel año, el último del instituto y nuestra vida conocida: esa borrachera de desamparo y furia en que parecía resumirse toda nuestra adolescencia, cada vez más rápido, cada vez más luminoso o más oscuro conforme avanzábamos en un fulgor de tiempo como una profecía negándose y autocumpliéndose cada día; en el instituto, con las conversaciones cómplices sobre lo que habríamos de vivir o escribir algún día, con las novelas de García Márquez en la última fila tras los libros de inglés, con la ilusión idiota suspirando por las que escapaban en la moto de su novio al acabar las clases; por las tardes fatigando los apuntes, fingiendo –el Pablo y yo, no el otro, soplador– que estudiábamos, y llamándonos los tres por teléfono con la excusa del latín para hablar de cualquier otra cosa que no fuera el latín; por las noches de viernes y de sábado en un vórtice repetido que parecía no admitir tregua alguna al desaliento o la desidia por más que nadie nos mirase, por más que ninguna nos mirase, por más que el fin de cada noche fuera demasiado parecido al de cualquier noche cuando enfilábamos la curva de la luna con todos los demás al apagarse el botelleo (que no botellón, aficionados) y llegábamos a la región de los bares que eran cuatro, pero que parecían cuatro mil, donde aún se podía fumar e internarse entre los cuerpos como en el mismo bosque de aquel campo al que íbamos los tres de vez en cuando, a mirar al crepúsculo y comprobar que todo seguía exactamente donde estaba pero todo debía estar a punto siempre de empezar en alguna parte, en algún momento, en algún sitio más lejos siempre de más allá, de la barra o de los cuerpos, de la noche o de la carretera aquella.
 
¿A dónde íbamos? Como aquella tarde, en Víznar, buscando al fantasma imposible de Federico, muchas tardes fuimos los tres subiendo las laderas de más allá de nuestro pueblo, hablando simplemente, celebrando sólo, supongo, el hecho de tener diecisiete años y el puñal al cinto y el antifaz intacto para el balcón siguiente, que siempre sería el primero. Sucedería durante varios años, seguramente, pero en aquellas escapadas cómplices, impensables hoy en día por aquello de andar tanto, en las que subíamos hasta aquel monte sin echar el Johnnie Walker por la boca y bajábamos de atardecida, como en un poema de Machado con borrones de Bukowski [el cabrón del Pablo y su costumbre de avanzar unos pasos y dejarse caer los pantalones], algo, algún tipo de sortilegio del cual éramos íntimamente cómplices nos unía para separarnos, tal vez, al mismo tiempo. Rompía el crepúsculo entre el silencio y las carcajadas porque siempre había (siempre) algo de lo que reírse, generalmente nosotros mismos, y también algo por lo que callar al darse uno cuenta de que las penas de amor o de muerte ajena (qué lejana la muerte entonces, pienso ahora, aun teniéndola tan cerca) no tenían derecho alguno a ganar un milímetro de niebla en aquella fortuna de ser tan jóvenes, tan feroces, tan felizmente inconscientes, cada cual en lo suyo, como con la certeza insobornable de que la vida iba a ser siempre una canción de Sabina a la luz de un farol proscrito al que volver siempre de madrugada, porque podía no haber consuelo pero quién lo iba a necesitar, en el fondo, con lo que a uno le gustaba pensarse un perdedor al que todas en el fondo querrían adoptar, por supuesto, en el secreto de las ventanas donde languidecía un noviazgo sin novedad, sin pasión y –por supuesto– sin follar.
 
Aunque yo a duras penas podía callarme lo que quiera que me corroía cada vez. [“Tengo que irme a Madrid”, recuerdo que dije, solemne, una de esas tardes en la vega con el sol bajo de finales de junio, a las puertas de la Selectividad: porque cómo pensar que la vida no iba a cumplir lo prometido]. Lo pienso ahora y es curioso cómo podíamos enseñar y enmascarar los tres nuestras timideces o descaros múltiples, en un equilibrio que ahora me parece inverosímil para que jamás nos pudiéramos aburrir de tanta cabeza llena de pájaros como las oscuras golondrinas aquellas que tanto le gustaba remedar al uno, o violar verbalmente al otro: imposible dejarse llevar por la emoción eufórica y terrible de aquel tiempo con el uno poniéndote una mano lastimera en el hombro al mirarte con pavor de refilón (“Miguelton, no vayas a llorar ahora…”) y con el otro versionando a Neruda (“Oh, me la chupó tantas veces bajo el cielo infinito…”) literalmente bajo el cielo infinito de la anochecida azul de aquel año que parecía ser abril todo el tiempo.
 
Y era abril, ya, el día 1 concretamente [cumplía Carlos los 18], cuando volvimos de aquel viaje de Granada. Lo recuerdo, con mi memoria de vejestorio (incapaz para recordar lo de ayer pero sí las fechas de hace siglos), quizá por lo que ese mes significó siempre para mí, pero más aún por estar asistiendo, en vivo y en directo y como en un sueño lúcido, al final de toda una época. Lo supe sin saberlo al volver a Cieza (que fue en el coche del ínclito profesor de música, por aquello del pánico general a que me convirtiera yo mismo en un surtidor de la Alhambra en medio del autobús), cuando quise marcar de nuevo el número de la casa de ella, con la contraseña acostumbrada, y sólo oí un sonido maléfico, retorcido, como de fax. [Un par de días antes, la noche antes de la Alhambra, yo había dicho No y había cerrado con llave la puerta de mi habitación del albergue]. Lo fui sabiendo mejor en esos meses cada vez más alucinados hasta el verano y los últimos exámenes (el Pablo llegó verde al instituto, dirían después las crónicas; yo, más blanco que el mismo espectro de Víznar). Y lo constaté, ya, fatalmente, la mañana que sonó el teléfono en la casa de mi abuela y con su risa invencible y su retranca me dijo, aún sin colgar el teléfono con mi padre al otro lado: “Que te da la nota para Madrid: ¡Por cuatro centésimas, sinvergüenza!”.
 
En fin. Yo empecé esto hablando de las resacas, sin saber adónde iba, y al final he terminado hablando de Todo lo demás. Yo empezaba esto, como el que no quiere la cosa, sólo por darme valor por cumplir los 30 en las horas que siguen, y aquí estoy, con un nudo y una corbata que me aprietan el traje de fiesta que no llevo. Si llegan a leer esto, lo más probable es que esos dos de los que he estado hablando me llamen maricón. Pero como sé, porque me lo dijo el uno ayer por teléfono, que ese uno va a ser padre, y que el otro (también me lo dijo el uno) casi se pone a llorar como una nena al contárselo el otro día, en el bar intermitente de estos años feroces, pues, no sé, como que me quedo más tranquilo.
 
 
 
[Por cierto. Carlos me contó una noche, por aquella época, algunos meses después de irnos a la universidad, que el albergue de Víznar ya no existía: según leyó, lo había devorado un incendio; o quizá los años, no estoy seguro. En su momento me pareció una broma macabra, excesivamente poético todo para ser verdad. Ahora sé que no es verdad: desde aquí, desde el balcón éste del Albaicín en el que ahora escribo, aún puedo verlo a lo lejos, algunas noches, y parpadea.]

  
 

sábado, 30 de noviembre de 2013

Su precio; su victoria


Todo ángel es terrible. Toda belleza reclama su cuchillo. Toda ofrenda es también, inevitablemente, un sacrificio

Se cobra caro su estipendio, la belleza; más alto, más caro, más estrepitoso cuanto más gloriosa aquélla. Y el infierno es precisamente el origen y el fin de ella: se eleva de él, despliega sus alas, el hombre ese ángel siniestro, este esplendoroso monstruo; y el precio será caer, volver a ese infierno, a la humildad y la lucidez que da saber que todo ha de nacer de nuevo para volver a levantarse más puro, más luminoso, más gloriosamente investido de cenizas y furia y lluvia y canto
 
  

lunes, 18 de noviembre de 2013

Cinco horas con Javier Krahe...


... y aquí unos minutitos; a falta de revelar, pronto quizás, el resto):

Vuelve Javier Krahe. Vuelve, con nuevo disco, uno de los mejores escritores de canciones que haya dado nunca nuestro país. O eso al menos es lo que proclaman con apabullante unanimidad tanto sus colegas del oficio como el público (minoritario pero insobornable) que abarrota sus conciertos. Reconocido siempre por esa crema de la intelectualidad que salió de la dictadura con el ensueño de otra España más culta, a la par que gamberra. Célebre, sobre todo, por haber formado parte, junto a Joaquín Sabina y Alberto Pérez, de ese experimento musical que erigió una tabernucha del barrio madrileño de La Latina, llamada La mandrágora, a la categoría de mito. (Y también, más recientemente, por haber protagonizado uno de los procesos judiciales más dadaístas de la historia reciente: le acusaron de "cocinar un Cristo al horno" en un cortometraje polvoriento en el que él apenas tuvo que ver)... [sigue en eldiario.es]

lunes, 28 de octubre de 2013

Un suicidio, un desahucio, una casa que ya no habita nadie

El viaje en soledad de Domingo, el del kiosko

"Igual, esto está igual", dice Pepe, detrás del mostrador de su tienda de golosinas. Y lo cierto es que para cualquiera que volviese, un año exacto después, a la calle Arzobispo Guerrero del granadino barrio de la Chana, sería un diagnóstico extrañamente certero. Nada parece haber cambiado en estas calles, entre la gente que va y viene de sus asuntos en el trasiego laborioso del mediodía; en los vecinos que se paran a conversar, al encontrarse, o en el rumor de niños volviendo del colegio. Ni siquiera en la vieja fachada del número 15 de esta calle: Librería Papelería Domingo – Prensa/Revistas. Ahí sigue el letrero, sobre una persiana verde, y en los bajos de una vivienda igualmente clausurada. Sólo un detalle, casi imperceptible, ha variado: el año anterior había velas encendidas a los pies del kiosco; esta vez son ramos de rosas... [Reportaje para eldiario.es]

lunes, 21 de octubre de 2013

Entrevista con Miguel Ríos (o 'los viejos rockeros nunca callan')

Vuelvo a Granada, cantaba hace casi medio siglo, cuando en realidad se estaba yendo. Pero lo cierto es que Miguel Ríos -69 veranos, casi 10 millones de discos vendidos y ni un solo pelo de tonto en su heroica cabellera plateada- nunca ha dejado de volver… para irse de nuevo, a los tantos días: saciado de la "belleza narcótica" de su entorno y al tiempo víctima de la "intoxicación" que le provoca una ciudad "netamente mejorable", según él, "resignada". En la que siempre suena de fondo "la canción de la tradición" y a veces sólo hay salida "por las estrellas", pero a la que sigue profesando una fidelidad a prueba de años, carreteras y gobiernos municipales. Precisamente para presentar su flamante libro de memorias, dentro del ciclo Letras capitales del Centro Andaluz de las Letras, regresó esta semana el padre putativo del rock en español. En Cosas que siempre quise contarte, Ríos da cuenta sin complejos de todas sus idas y venidas tras 50 años a la vanguardia de la música popular a uno y otro lado del Atlántico. Un libro -justo es señalarlo- escrito con pulso de orfebre, lúcido, divertido y humanísimo, como el propio autor, en el que disecciona con valentía los espejismos de la gloria y lo que queda después del espejismo: un tipo que sabe bien que "es difícil que Bob Dylan se sienta Bob Dylan en Motril"... 

[La entrevista completa, en eldiario.es]

miércoles, 16 de octubre de 2013

Este colosal malentendido

Hay un velo, hay un velo en todos, en todo. Un velo que se va espesando con la edad, se va oscureciendo; y al tiempo te das cuenta de que ya no puedes mirar a los ojos, o de que mirar sólo equivale a mirar otro velo, como se mirarían dos animales de carga, o dos mujeres enjauladas en un burka.

La vida es un colosal malentendido: yo no sé lo que tú piensas, lo que en verdad sientes, pero me lo imagino (me imagino lo que me conviene, generalmente); aquél no sabe qué eres, quién eres tú en realidad, pero prefiere formarse su perfecta imagen mental plana, sin aristas, antes que acercarse a ti a comprobarlo (las aristas difieren, cortan, cuestionan; lo plano es más cómodo). Yo me hago una idea de ti –proyección tantas veces de mí mismo–, y actúo en consecuencia: no mirándote a los ojos, sino a través de ese velo que nos ha ido poniendo, imponiendo la vida poco a poco; una telaraña de miedo, una cortina de pudor porque somos en tanto en cuanto nos miran, pero esa mirada es una trampa. Así, uno se acaba comportando no como realmente es, sino según el guión del personaje que los otros le han ido imputando, autocumpliéndose tantas veces la profecía, confirmando tú mismo el equívoco, haciendo exactamente lo que busca corroborar esa mirada como con el jarrón aquel de Dostoievski en una esquina de la habitación (“No te acerques al jarrón de porcelana de la mesa del rincón”, te dicen, o te dices a ti mismo: y al final te vas acercando poco a poco, fatalmente, como tirado de un hilo macabro hasta tirarlo al suelo y romperlo precisamente porque estabas pendiente de no tirar el dichoso jarrón del desprecio, de la incomprensión, de la vergüenza).

En vez de arrancarme el velo para que me veas tal cual soy (claro que cómo es uno en realidad, sino en tanto en cuanto otros le miran y le construyen y le ponen a uno sus máscaras para el baile cotidiano), yo acato bovinamente, con remota ansiedad a que no me quieras, no me aceptes, esa imagen que es la que se espera de mí. Pero cuántas versiones de nosotros mismos podrían aflorar si tan sólo fuéramos capaces de olvidar a quien nos mira, como cuando llegamos a una ciudad nueva y nos sentimos absolutamente disponibles para presentar al mundo el traje que nosotros queremos, y no el que la mezquina realidad (el colosal equívoco) irá poco a poco arrojando sobre nosotros hasta ser de nuevo –fatalmente– la imagen que los otros han construido de nosotros, pero no nosotros mismos. En vez de mirarte a los ojos, atravesar tu velo o arrancártelo, yo me quedo bebiendo del jarrón en esta esquina del bar, esperando –¿deseando, en el fondo?– que vengas y lo tires para decirte, desde la presunción absurda de mi miedo, mi complejo o mi miopía: Te lo dije.

Hay un velo, hay un viscoso y mentiroso velo entre todos nosotros, como el que evita de reojo al mendigo de la esquina: un velo entre mi mirada y tu verdad y mi verdad y tu mirada; entre tú y tu familia y entre tu familia y sus vecinos del tercero; entre tus amigos mismos y tú mismo, que conversáis a veces como los vecinos de un edificio que se llevan saludando veinte años: muy correctamente, cordialmente incluso, pero sin miraros jamás a los ojos, sin preguntaros lo único que cabría preguntar: Cómo estás, qué ha sido de ti todo este tiempo, cuéntame quién eres ahora, con qué cojones sueñas; que es a ti al que quiero conocer, y no al que se supone que eras hace tanto tiempo que ya ni existe.    

Marc Chagall, El carnaval nocturno

sábado, 21 de septiembre de 2013

Conversación (o entrevista herética) con Luis Eduardo Aute

Acaba de cumplir 70 años. Setenta veranos de búsqueda, de preguntas, de inquirir al misterio en todos los mapas del terror o la carne, la barbarie o la belleza. Porque lo cierto es que Luis Eduardo Aute (Manila, Filipinas, 1943) no se considera más que eso, alguien que se hace preguntas: un tenaz interrogador empeñado en esclarecer de qué va exactamente el juego de vivir. Por más que las reglas que le han impuesto siempre sus semejantes no le hayan convencido jamás; y hoy menos que nunca. Sin embargo, dice encontrarse en pleno proceso de "pacificación consigo mismo" este artesano renacentista que presentó su primera exposición pictórica a los 16 años y su primer cortometraje –en Súper-8– a los 17; que desnudó a Marilyn –con una foto de revista, lápiz y pasta de dientes– a los 10, y que desde su irrupción en la canción popular, a finales de los 60, no ha hecho sino cultivar un territorio en el que las intimidades compartidas de varias generaciones fueron encontrando un refugio común contra el frío. Ésas que viraron del miedo a la ilusión, y del desencanto al encantamiento suicida, antes de despertar súbitamente de "la estafa". En su horizonte más próximo, una gira por América y la posibilidad (en voz muy baja aún) de repetir aquel legendario concierto con Silvio Rodríguez, Mano a mano, veinte años después. Pero, en cualquier caso, con la prioridad –ganada a pulso–  de hacer esencialmente lo que le dé "la real gana".
-Quería preguntarle si usted, como artista, ha…
-…Un matiz: artistas somos todos.
-¿…?
[... La entrevista completa, en eldiario.es]

domingo, 1 de septiembre de 2013

Espectro de septiembre

Algo hay emboscado en el aire, como un fantasma compasivo, cavilando entre el sí y el no, la claudicación y la promesa. Es él (o ella) otra vez. De dónde nace, de qué cripta verde derramada de siesta llegará siempre, puntual, por esta época, este espectro. Hay un cabalgar, de golpe; algo que quiere irse pero quedarse, algo que zarpa (no dejará nunca de zarpar) y algo como de miedo de niño que no sabe cómo será el invierno.
 
Se presiente un tiempo de hogueras en el monte, de crepúsculos, que en realidad nunca llegan a ser, o quizá fueron hace demasiado tiempo. Se quisiera una fiesta antigua, severa, como invocando al demonio de los septiembres en el bosque (fascinación de aquella foto de anochecer azul en que se recorta la silueta de un arlequín en algún campo improbable del Norte...).
 
...El Norte. También, siempre, inevitable, una nostalgia de algo que sólo fue alguna vez en los altos salones de la lluvia de aquí dentro de uno mismo, encontrado sólo afuera en un rapto de alcohol y noche y luz y máscaras.
 
Septiembre se parece siempre a las ganas de enamorarse.
 
O a fundar una ciudad que sólo existió también en un vislumbre de alucinación: avenida entrevista de mañana primordial que algunos días adiviné en Bruselas, en la calle de la Ley, y tiempo después en Buenos Aires, en un septiembre inverso y con la luz que entra ahora por la tronera ésta del cuarto de baño.
 
Algo, algo agazapado siempre en el aire, con la inquietud sombría de ir saliendo de la placenta del verano, con la expectación y el temor y la fe en que el otoño cumpla uno a uno todos los vislumbres que fuimos sembrando.
 
Hay que elegir entre el miedo y la alegría. Hay que recordar que nunca hizo tanto frío en realidad. Hay que saber de nuevo de aquellas manchas de sol en la pared, como un liquen amarillo, que se van demorando conforme se hunde uno en la atardecida, en las ceremonias de interior que traerán las crónicas –como esta misma– del otro lado.
 
Nostalgia de una casa en el monte con los que ya no son. Estampas de cuando salía feroz y turbulento y disponible a la vanguardia de la noche. Negativos de ron, cicatrices de miel, y aquella ansiedad vieja de que ya no quieran jugar contigo, o de que sea el invierno, otra vez, una larga playa gris en que atraque el día.
 
Pero hay que elegir, se puede elegir muchas veces entre el miedo y la alegría. Como al salir del cine de verano te sacudes la tristeza viral de una historia que no es la tuya; o, al menos, no lo es ya, no. Los besos que vendrán, las risas que vendrán aunque vuelva el frío. Y las canciones, los poemas, las historias por escribir si es que llega uno a merecerlas. Saber que lleva uno dentro todos los espectros, todos los salones de carnaval y lluvia, todas las cabañas en el bosque que protegen del lobo, todas las luces de septiembre por donde vaga tu sombra en la ciudad del invierno.
 
Saber que uno es el lugar, y que la felicidad consistirá en que la vida no te reproche una cita en otra parte.  

jueves, 8 de agosto de 2013

Un mar de más de 20.000 cadáveres

 
'Más de 20.000 cadáveres invisibles bajo las aguas del Mediterráneo'

Llega la policía apenas clavada la última cruz. Una cruz de caña, de sólo dos ejes trabados con una cuerda. Una cruz como todas las demás (todas similares; ninguna igual que otra) que conforman el improvisado cementerio, como mástiles de barcos asomando desde el fondo de la arena. Y en el centro, en el vértice de cada una de ellas, una estampa en blanco y negro con rostros oscuros de ojos grandes, miradas de cansancio, o miedo, o nada... [Reportaje para eldiario.es]

domingo, 28 de julio de 2013

Vendrá la muerte, seguirá el verano

Pero la muerte ahí a lo lejos. Se la oye segando, hediendo el verano, ahí a lo lejos, en el bosque. No da tregua en esta siesta, en esta tarde a la deriva, esa carroza transparente que hoya la vega con los trece caballos de su ley. Se ha puesto por eso la tarde turbia, como en esos días de playa en que hubiera miedo en las orillas y sólo cupiera ya esperar: a lo que ha de venir, al horizonte. Pero al cabo no llega nada, no llega nadie. Y sin embargo, en alguna parte, algo hay que no dejará nunca de zapar.
Quizás la muerte misma, que nos pasa rozando (rezando) por el filo mismo de la quilla dorsal. Como una tormenta que nos olvidara lentamente, al alejarse; desdeñosa, indiferente, compasiva.
Tarde de bruma a finales de julio, muy lejos ya de todas partes. Pero ahora me apetece recordar las rocas, el crepúsculo añil del espigón. Yo aprendí la capitanía del mar hace quince años. Eran mediodías grises como la tarde ésta, o atardeceres de tesoro escondido, resplandeciendo bajo la bandera verde de esas aguas. Los pescadores meditaban, yo leía en un espejo irrepetible, y ella llegaba con su pelo de incendio y su perro blanco, su aroma pavoroso y su temblor, su milagro inagotable que me miraba a mí. (A mí.) La brisa en la cara, el puñal al cinto, el corazón izado a todas partes. Era yo, sí: aquél, era yo. Antes de cumplir, sin saberlo, cada línea de este mapa a medias. Luego me zambullí en el agua, y al salir ya no había perro, ni rubia, ni siglo veinte, ni fantasma.
Luego salí del agua y muchos hombres, muchas mujeres, muchos viejos habían muerto: se los había llevado la epidemia (también faltaban algunos amigos: bajas memorables del naufragio de crecer). Luego llegó septiembre, y la vida siguió como siguen las cosas que deben cumplir con su sentido; ése que no llegaremos, quizá, a alcanzar nunca. Se fueron sucediendo los veranos; treguas azules de madrugada, o jaulas de infierno, o vampiros colgando bocabajo en el bosque en sombra de la misericordia. Volvemos a reír y a claudicar, cada verano; a respirar y a ser guardianes de la pena. Pues sucede siempre, desde entonces, que al filo de la orilla nos saluda, lejana, aquella nube. Como un cuervo extraviado en el bosque de allí lejos, en la siesta unánime (como la semilla oscura del invierno). Entonces entendemos la señal, nos humillamos. Quedamos, casi siempre, asustados y solos, hasta volver de nuevo a nuestra música, a nuestro menesteroso intento de canción.
Encendemos la pira del último soldado y nos miramos, de nuevo, a los ojos: la muerte seguirá cumpliendo su trabajo. Nosotros debemos seguir cumpliendo el nuestro.


domingo, 30 de junio de 2013

Del verano, el enemigo y la vergüenza

Pienso en el verano, pienso en las largas siestas del verano; el sol varado en el balcón, la lejanía en silencio, el vislumbre amarillo de las cinco. Y pienso en cómo es posible que algunos análogos de mi especie puedan trabajar en su contra. Pues anda quedando tan diáfano como estas tardes que existe (siempre ha existido), igual que una cofradía de la belleza, una pútrida secta de enemigos de la vida. Es decir: de enemigos nuestros; de los que trabajamos para la vida y no en su contra, de los que respetamos la muerte pero no mercadeamos con ella, ni negociamos a su costa, ni la hacemos bandera de ninguna sucia aprensión no resuelta. Es cierto, claro, lo que nos contaba hace poco el maestro Félix Grande: los habrá que crean que por ganar 100 veces más que sus esclavos, vivirán 100 veces más. Claro que los hay; aunque no lo sepan conscientemente, quizás, están ahí, existen. Pero, en última instancia, qué carajo nos importarán a nosotros, y justificarán, sus enternecedoras razones, sus complejos edípicos con papá o con mamá. Miren cómo lloro porque les zurraban en el recreo, porque eran los más idiotas (e idiotos) del instituto, porque el rey Melchor no les trajo un poni por navidad, porque querían [Hitler, sin ir más lejos] pintar o tocar el piano, pero como no había talento ni gracia que rascar nos han acabado tocando y rascando a todos los demás los cojones. Miren cómo me estremezco, qué sobrecogedora penita me dan sus frustraciones. Que levanten la mano los que estén leyendo esto y no hayan tenido también razones múltiples, a lo largo de su vida, para convertirse en Jack el Destripador. (Y, cuando las bajen, por favor, que sea asimismo en la colleja de algún cretino de los que hablo).
Pienso en el verano y pienso en lo que quiero, en la gente que quiero, en quienes deseo volver a ver; hasta pienso en mi gato, de tres meses de flagrante vida, que cayó aquí sin buscarlo y como si hubiera estado escrito en alguna parte –el delincuente–, y me pregunto, mirándole dormir como un bendito, qué insondable relación puede haber entre todo esto y los sociópatas que intentan jodernos la vida e imponer una dictadura en cada alcoba, sea verano, invierno o glaciación al Norte del Muro (que también allí lo intentan: yo lo he visto). Pienso en todo esto y se me viene a la pantalla la palabra vergüenza. ¿Qué es lo que ha pasado?, le preguntaba hace poco Jesús Quintero a don Antonio Gala –un Gala ya sin tiempo ni ganas de circunloquios–. Y Gala –que amará las luces de estos atardeceres del Sur más que yo aún– respondió: “Pues ha pasado la Vergüenza. Toda la vergüenza que había ha pasado de largo”. Y que los padres se suicidan por los hijos y los hijos porque no pueden pagar la casa y etcétera, dijo. Negociando con la muerte, decíamos más arriba. Y el pensamiento inmediato que se me viene a la pantalla es el mismo que al cordobés: ya podían ir suicidándose otros, por ir probando. Porque resulta que se viene suicidando por vergüenza (también yo lo he visto aquí abajo, literalmente) la gente acosada, la gente desesperada, la gente que no puede soportar vivir creyéndose vencida a ojos de sus amigos, de sus familias, de la gente que les quiere; y resulta que los que no tienen vergüenza ninguna, ésos a quienes la vergüenza debería ahogar cada vez que salen a la puerta de la calle y se suben al coche (oficial o no) y van a trabajar en contra del resto de la gente: ésos, éstos, esta gentuza, estos cómplices de la indecencia siguen viviendo perfectamente, comiendo escandalosamente, durmiendo con menos remordimientos aún que el gato. Félix también apuntó, en un poema memorable, hace ya años, la pregunta que ahora me ronda: “¿Cómo pueden vivir / sabiendo que nadie los quiere?”. La respuesta era sencilla, a la postre: porque les importa una mierda; o tienen más miedo aún que falta de pudor, y lo único que les queda ya en su espiral de mierda es seguir huyendo hacia delante (ojalá contra alguna ventana, un día de éstos).
Pienso en el verano. Pienso en la gente del verano, la que vela todo el año y lucha por un verano comunal y sin término para todos (para todos), y me pregunto cómo hemos podido equivocarnos tanto; cómo hemos llegado a que tales cosas dependan, en tan alta medida, de esa turba de simios sin escrúpulos a los que –encima– tenemos que ver sonreír todos los días en la televisión. Demostrando casi todos, día sí y día también, que no están ahí para lo único que se les supone, que es el bien común, sino por el más común y zafio de los bienes, que es el dinero, la fama, la foto, el pesebre que garantice y perpetúe su miseria moral a un flanco y otro del Hemiciclo, a un lado y otro del anfiteatro de la farsa. Vienen ahora, además, a hablar de educación quienes no tienen ninguna, porque también nosotros les hemos consentido creer durante siglos que la educación depende de la cartera, la posecita y los humos del señorito, y no de la conducta que distingue a los hombres de los perfectos mierdas sin honor. En Japón, por ejemplo, aún se distingue a los caballeros porque se hacen dignamente el harakiri cuando ven su honor en deuda. Aquí, los que tienen honor y deudas se cuelgan de una soga en el patio, y los que no hacen más que acumular deudas de honor nos dan lecciones todos los días de en qué consiste la más estudiada y erudita hijoputez.
Yo pienso en la educación del mediodía, en la conducta de ciertos hombres y mujeres, muertos ya o gozosamente jóvenes y vivos; en sobremesas largas de siesta y en conversaciones de madrugada en la terraza, como un vislumbre de oleaje. Recuerdo el verdadero significado de la palabra educación, de la palabra vergüenza, de la palabra vida. Recuerdo a quienes han querido siempre, simple, humildemente, lo mejor para todos y no molestar nunca a nadie. Y tengo cada vez más claro que los enemigos de todos, y de todo esto, son también los míos. Que o se está con la gente o se está contra la gente, y no cabe término medio ni medias tintas. Que vivir comprometió siempre (hoy más que nunca). Y que, por mi parte, y sintiéndolo mucho, al enemigo ni agua. Así venga el verano, la ola de calor o el desierto del Gobi y nos entierre a todos de una puñetera vez.

sábado, 22 de junio de 2013

La 'maravillosa furia' de Félix Grande (entrevista)

"Sueñan con devolvernos al siglo XIX, pero no lo van a conseguir"


El poeta, ensayista, novelista, flamencólogo y soldado civil Félix Grande, Premio Nacional de las Letras Españolas 2004, no se rinde, no está cansado. Y no se calla. Tras más de medio siglo de escritura (Galaxia Gutemberg publicó recientemente su Biografía poética corregida y aumentada), en que la emoción y la opulencia verbales han estado siempre al servicio de la concordia, de la fraternidad social, este manchego nacido en Mérida en plena Guerra Civil (1937), pastor de cabras en su infancia y alto discípulo de Luis Rosales, de Julio Cortázar, de Juan Carlos Onetti, anda tan escandalizado con la coyuntura actual como un chaval de veinte años... [Entrevista para eldiario.es]

[Quizá te interese también: Félix Grande: el pozo, la lágrima, la victoria]

domingo, 16 de junio de 2013

Cambiar la vida

No se puede salir de la jaula desde dentro de la jaula. No puede uno (digamos) pretender romper una relación y seguir cayendo en la misma cama para darse fuerzas para romper la relación. No se puede pretender que cambie lo de arriba si no cambia uno, menesterosamente, lo de abajo. Soñamos todos con salir de nuestras jaulas, íntimas o comunales, pero no nos damos cuenta de que la naturaleza de la jaula, espacio, atmósfera y color de los barrotes, es el puro reflejo de nuestra naturaleza misma. Estudiamos a la jaula, no al pájaro. Error. Porque es éste el que tiene la llave última, la clave para atravesar sin miedo las rendijas o estallar de luz y fuego y fin y se acabó el pájaro, y la jaula, y los círculos.
 
Changer la vie: cambiar la vida. La vida, que es la raíz y el sustento de todo lo demás (de absolutamente todo). Nosotros, los altivos disconformes, los que venimos alzando, con voz casi inaudible entre el ruido, la palabra No ante el alud de ignominia que nos anega; los que intentamos, con nuestros insignificantes oficios o discursos o banderas, desde nuestros balcones remotos, servir a la vida y enfrentar a sus enemigos; los que en conversaciones o canciones o poemas, o en barricadas o plazas o comentarios estériles de solipsismo y red social (que sólo ayudan a quemar tensión, en el mejor de los casos: nada más) tratamos de equilibrar humildemente el saldo cotidiano del horror con algunas migajas (muy pocas, siempre maltrechas e insuficientes) de humor o crítica o belleza; nosotros, en fin, y quien debe entender ya me ha entendido, ¿cómo pretendemos que la vida de ahí fuera nos corresponda como queremos si no somos capaces de salir de nuestras propias jaulas, nuestras pueriles idioteces, nuestros círculos? Pendientes todo el tiempo de lo de arriba, de las políticas, los decretos, los crímenes silentes de esa turba de psicópatas, sí (y es necesario); pero sin reparar en que es la gente la que cambia a la gente y se cambia a sí misma; una ley sólo crea un hábito, mejor o peor, pero el hábito no hace al monje: sólo lo alinea y lo aliena sin penetrar en lo esencial.
 
Y es que vestimos todos el traje nuevo del emperador, encantadísimos de habernos conocido. Eso que llamamos de manera tan etérea el sistema nos tiene perfectamente cogidos de aquí abajo no porque los que manejan los hilos sean mucho más listos (quizá más retorcidos sí), sino porque no dejamos de jugar a su juego, porque nos ponen sus reglas, porque nos gusta el queso de la trampa (porque somos el sistema, su pájaro y su jaula). No es sólo que el sistema fagocite a la crítica: es que la crítica acaba por legitimar al sistema, en este juego de ping-pong en el que al final del día no ha cambiado absolutamente nada y los dueños del tablero lo siguen administrando como siempre lo hicieron y harán hasta el Apocalipsis. Y es que, amigo mío, la cosa puede estar muy mal pero qué bonita queda la foto que el mismo sistema te echa, o te haces tú mismo, con esa pose tope guay de moderno hasta el almuerzo y después todo el día: tu reino por veinte me gustas y un retuit del maestro Armero. Y es el ego, al fin y como siempre. El puro y apestoso ego. “En la vida hay dos tipos de personas: tú y todos los demás”, sentencia, crudo y socarrón, el mayor de los Fisher a su primogénito en A dos metros bajo tierra. Lacerantemente cierto. Y no está bien o mal que así sea: es algo que es, simplemente: así somos –casi todos–. Y debería ser perfectamente legítimo admitir de forma honesta que uno aspira a ciertas cosas; el problema es que en este teatro no hemos encontrado aún (yo menos que nadie, subrayo) la fórmula de la humildad o la sabiduría o la madurez humana para no ponernos las mismas máscaras que atacamos constantemente, de manera cínica: porque también nosotros queremos que nos inviten a la fiesta, al carnaval, que nos nombren la reina del baile o el más gracioso de la clase. Y luego, ya, oiga, que clausuren la fiesta o arda Troya.
 
Orgullosísimos de lo transgresores que somos, o que nos creemos, no alcanzamos a vislumbrar que lo verdaderamente conservador es el miedo, siempre. El miedo que petrifica, que esteriliza, que no deja ver el bosque. Para empezar, el miedo a no mirarse uno al espejo o a mirar su mierda debajo de la cama, o a abrir el armario y reconocer a sus cadáveres. O a preguntarse para qué hace uno sinceramente lo que hace. ¿Para que le llamen guapo? ¿Para que le quieran más? ¿Para saltar un centímetro más que ayer, o que el vecino? Bien, está bien, somos así y mejor será asumirlo cuanto antes. Pero quizás no nos hacemos la pregunta adecuada. Cuando servidor entró en primero de Bachillerato (año 99 después de Cristo), alguien preguntó dadaístamente al recién estrenado profesor de Latín y Griego (Jesús Alemán era su nombre: Salve) para qué servía aquello. Para qué servía el latín, se entiende. Y don Jesús, en vez de preguntarle a la interfecta qué carajo hacía allí, en todo caso, se limitó a contestar con una lección que yo –ya ven– aún no he olvidado: “La cuestión no es ‘para qué’ sirve, sino ‘para quién’ sirve”.
 
Para quién sirve uno, o lo que uno hace. Y es que si todos nuestros egos no montan una hermosa fiesta, una gran reunión fraterna en la que cada cual ponga lo mejor suyo encima de la mesa por el bien común (pero primero el bien común, y luego ya, si acaso, los epítetos), entonces, sí, para qué toda esta vaina. Para qué toda esta farsa, este mascarada de cretinos, este sainete de trajes nuevos (viejísimos y decrépitos en realidad) de emperadores de cartón-piedra. De mentiras, en suma; de mentira. Pues todo es mentira menos aquello que se hace de manera cordial, para ensanchar el horizonte común de la vida (o de la jaula, si no hay más remedio). Pero para eso, me temo, es preciso vivir en primera línea. Enfrentar el miedo a la vanguardia de cada quien y de cada cual. Que cante el pájaro porque sea su ley, y no por desafiar al de la otra rama. Hacer de la vida un arte, y no del arte una forma de vida. Y que el espejo-espejito mágico que todos llevamos a cuestas sirva al menos para dar más luz y reflejar los recodos últimos del camino. De lo contrario, me temo, nos podemos ir metiendo por donde buenamente nos quepa tanta posecita, tanto tuiteo, tanta entradita en el blog nuestro de nuestra misma mismidad.
 
 

domingo, 2 de junio de 2013

Desahuciado


No existe en la calle hallada el número de puerta que me dieron

Álvaro de Campos
 

Algún día te abrirán la puerta,
te abrirán la puerta de la pared sin puerta
del pasillo hambriento de Lisboa


Algún día llegará tu barco
a la tarde sin noticias de Lisboa
         (tú lo verás venir cansado,
aterido y despierto,
vigía escuálido,
desde el castillo aquel de tus candilejas)



Algún día hallarás la calle,
el número, la hora,
virando melancolía a poniente
de tus harapos de príncipe de vísperas


oirás el carruaje hacia tu calle,
oirás el tranvía que cruje al purgatorio,
la puerta allí en tu quinta al entreabrirse
con la bruma de un sueño que al llegar
                ya sólo será tu niebla,
el pálido vagar de tu costumbre.

 


G., 15/V/’13



miércoles, 29 de mayo de 2013

El (interminable) show de Truman

No es tanto lo que uno pueda descubrir cuanto lo que esté dispuesto a reconocer que ve. Ya lo dijimos en otro sitio: todo el mundo busca la verdad, pero quién quiere saberla. Según ciertas corrientes sincréticas es mucho más sencillo de lo que parece, pues los mayores y más profundos misterios del Cosmos suelen parpadear delante de nuestras narices, casi que en letreritos de neón. Pero cómo te vas a creer lo que ves por ti mismo, habiendo el Divinity. Nos pasa a todos, constantemente; y por esa ancestral estafa nos seguirán llevando al huerto los de siempre, así llueva fuego y hasta el día del Juicio Final: no tienen que hacer muchos esfuerzos porque, además de meretrices, ya les ponemos nosotros la cama [ ... en FTS C. Magazine ]

domingo, 19 de mayo de 2013

Alejandra, Alejandra

La que no pudo más e imploró llamas y ardimos
A. Pizarnik


qué encontraste, Alejandra,
al otro lado del delirio?


qué has visto allí, amazona viuda?

entiendes ya el idioma de tus cuervos?
te ofrendaron flores al llegar?



pude haberte amado, Alejandra,
honrarte tal vez como a una anciana;
como a una niña que me acusara bajo la lluvia,
harta de mirar tanto lo que nadie puede ver


lo que tal vez ahora vives,
vives ya al fin
allá en la bruma




eres ya feliz, Alejandra,
en el ocaso rojo en el que habitas?


lo has entendido Todo?

visitan íncubos tu orilla
que te lamen el sexo toda la tarde?


ríes y fabricas marionetas
con las muñecas muertas de tu infancia?


tal vez pude amarte,
embajadora lúbrica del miedo


tal vez pude haberte amado
como amo ahora tu hora pálida,
tus ojos de abismo y profecía,
tu nana funeral



pero ya no enfermas, di,
ya no lloras más,


                  allá en tu capa y el viento acantilado
donde ya habrás entendido


lo que jamás podrá decirse.

G., 17/V/’13

miércoles, 8 de mayo de 2013

La Deuda

No le debes nada a nadie, salvo a ti mismo. Sé que lo están logrando, que poco a poco consuman su crimen último, el más perverso, que es hacerte responsable secreto de la miseria; aunque tú no lo sepas, aunque ni tú mismo te des cuenta, aunque ni tú misma lo adviertas. Pero quizás ya lo han conseguido: entonces habrán ganado, sólo entonces. No les des esa alegría, no se lo pongas tan fácil a los mastines del terror. Sé que estás cansado, que andas huérfana, que el mundo parece no tener orillas. Que el día es a veces un laberinto macabro. Pero no es culpa tuya, créeme. No le debes nada a nadie, aunque el peso que te va curvando la espalda te vaya susurrando al oído, como un bufón fantasma, que debes pagar gota a gota el delito de todas las esquinas. Es lo que ellos quieren hacernos creer, para así poder seguir haciendo su negocio de horror y sangre: lo único que saben hacer en realidad –pobres desgraciados en el fondo– para mitigar su miedo a vivir y a morir de frente. Pero ése es su problema, su tragedia; no es justo que tu miedo ayude a esa guardería de bestias a creer que ganarán algún día: sólo corren despavoridos hasta la cima de la Nada. Quieren arrasar con todo en su carrera, porque al no ser felices (en el fondo de su pútrida alma lo sabrán), al no tolerarse a sí mismos la paz, no tolerarán que los demás sí sepamos serlo. Pueden vivir (dios mío), pueden vivir sabiendo que nadie los quiere, cobardes, necios, castrados del corazón, incapaces en su coraza empapelada en verde de querer a nadie en realidad: porque el amor exige el coraje de asumir que puede uno perder lo que más quiere, lo único con valor real, y no fiduciario. Por eso acumulan esas ridículas cordilleras de dinero: creen estos miserables que podrán sobornar al diablo cuando venga puntualmente a buscarlos. Pero da igual; no es tu drama, afortunadamente, no es tu negocio. Aunque sólo sea por eso, hazte el favor de no contraer ese virus de culpa que hiede cada día, y que ya ha conseguido colgar sogas en los patios y arrojar ángeles por la ventana. Te lo debes a ti, se lo debes a los tuyos, se lo debes a la vida. Es lo único que debes, tu única deuda: vivir.
 
Sé que cuando no se encuentran culpables a mano, cuando se tiene dignidad y se es buena persona y se sufre como si Dios estuviera enfermo, grave, cuando no puede ni sabe uno salir a prender fuego a todo, lo más sencillo, lo más recurrente, lo más sigilosamente cercano que uno tiene para odiar y echar la culpa es la propia imagen del espejo. Pero no te pases, no te rindas, no te consientas esa soberbia inversa de odiarte y despreciarte por estar perdiendo –o eso crees– este asalto de hoy: no eres el Atlas que deba sostener al mundo (el mundo, además, seguirá girando, seguirá ignorando y pariendo y matando); y los que te rodean –piénsalo– no son en realidad los jueces implacables que crees: están tan ocupados como tú creyendo que el resto de la gente –o sea, tú mismo– piensa de ellos que no valen nada por no estar ganando su propio asalto. Ya ves: un círculo absurdo de espejos deformes que sólo proyectan sufrimiento, y que en realidad no existen, porque son mentira. Aquellos que te quieren y saben lo que vales no piensan que seas un fracaso; aquellos que te quieren no esperan tanto de ti como tú misma, porque te quieren por lo que eres y no por lo que conseguirás o no, por lo que ganaste o perdiste (y si te han hecho creer lo contrario tenles piedad: es su frustración la que habla). Aquellos que te quieren –créeme– no son ese espectro sádico que te exige cada mañana una explicación que no está en tu mano dar, que no necesitas dar: porque la única deuda, si es que existe, es contigo.
 
Auscúltate, escúchate hacia adentro. Olvídate del juicio final y de los caballos de Atila, desoye el ruido. Adéntrate en ti, cuelga bocabajo en el honor. Pregúntate cuánta de esa angustia sube desde tu propio pozo, y cuánta que no te corresponde se desborda de la pantalla, de la calle, de los otros: quítate ésta de encima, achícala. Y en cuanto a la primera, a la que de manera legítima te atenaza por no estar cumpliéndote, por haberte perdido o no estar siendo quien eres, pregúntate si ya has hecho todo lo posible, si ya has quemado todos los cartuchos (todos) antes de rendirte, porque esa angustia es sólo el agua estancada clamando por cumplir su misión, por salir a fecundar lo que en su propia ley le corresponde (lo que le corresponde: no lo que crees que otros creen que le corresponde); si la respuesta es no, esa energía que te vampiriza la tristeza merece un lugar más útil; si es que sí, si crees que ya no merece la pena intentarlo, cambia de estrategia, pero no de plan, no de horizonte o sueño o brújula: a veces, simplemente, no existe conspiración ajena alguna, y es sólo que no estás enfocando la partida de la forma adecuada. (Si no quieres siempre el mismo resultado, no hagas siempre lo mismo, dijo alguien que sabía bastante de todo esto).
 
Sé consciente, sé humilde, sé valiente. No te rindas, no les dejes ganar, que no te puedan. Asume tu responsabilidad, la que honestamente te corresponda, pero no les dejes convencerte, a los lobos de dentro y de fuera, de que esa deuda es tuya: porque los de dentro son los aliados que habrán de escoltarte, una vez vencidos, y los de fuera son sólo unos lamentables infelices que jamás han olisqueado, ni en sueños, lo que significa la palabra victoria: mira que hasta ignoran que su dinero no existe en realidad, porque es sólo un delirio metafísico, deuda de la deuda de una estafa de papel, mientras que tú guardas allá al fondo, en la memoria y el futuro del corazón, los momentos de oro que te han de recordar siempre en qué consiste el valor de cada cosa, y también su verdadero precio.
 
 

domingo, 14 de abril de 2013

Ahora es demasiado tarde, princesa

Yo coincidí en cierta ocasión con Letizia Ortiz, en uno de los rincones más románticos del poniente madrileño: la cafetería de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense (lugar verdaderamente histórico por otros motivos que no vienen al caso). [Sigue leyendo en POCAVERGÜENZA]





lunes, 1 de abril de 2013

Habló

Me habló la Luna en el valle último

me dijo tú no eres tu pena
ni tu hábito tu dueño;
desnúdate de ti, serás coronado

me dijo abandona tu hábito
para abrazar tu vida;
el Mundo será de ti

me dijo no temas al camino:
es verdad siempre el camino
si lo alumbra este farol


Y todo será cumplido, dijo


(La Luna se despeñó en el Carro
y el Emperador se humilló otra vez)