No sé si para otros será lo
normal, a estas alturas, pero el hecho de levantarme yo, hace unos meses, con
una resaca que me hizo caer de rodillas –literalmente– y llorar, pidiendo a
gritos un ibuprofeno o una decapitación… pues como que no. Con lo que uno ha
sido (y cree seguir siendo). Por ejemplo: en cierto viaje a Granada con el
instituto (marzo de 2001), no recuerdo ya si por el calor, por la impaciencia de
que llegara la noche, o por la desesperación de que una que yo me sé no me terminara
de prestar la atención debida, el caso es que tuve lo que llamaremos un súbito y
varonil Momento Hemingway (elegancia bajo
presión), y sin pensarlo mucho me abalancé de un trago sobre un surtidor de
La Alhambra que hizo palidecer de golpe a mis colegas, al Francis y a un grupo
de rusos de Leningrado que pasaba por allí. También a un jardinero que se me
quedó mirando atónito, entre el pánico y la risa, como Jesús Quintero ante el
Cuñao, y que exclamó “¡Pero muchacho, QUÉ
HAS HECHOOO!”, antes de salir despavorido a llamar, no a una ambulancia,
sino a las televisiones. Fue mi greatest
hit de aquella época, junto con el baile con Pablo L. B. en el festival de
Santo Tomás de Aquino –peluca azul, falda amarilla y medias negras– y la vez
(todo esto en el mismo curso y con un margen de pocos meses) que me dejó Leonor
encerrado en el instituto un viernes, a las dos y media de la tarde, con la
calle más próxima a doscientos metros de la ventana en la que yo, previendo los
gloriosos titulares del lunes (Imbécil
muere de inanición por pasar el fin de semana en el Diego Tortosa), me
había puesto a hacer un rito chamánico en bolas alrededor de una hoguera, creo
que en el despacho del Secretario de aquel momento… Finalmente, y sobre las
tres y media, vislumbré a lo lejos a una señora, como Cristo en el desierto a
Belcebú, que al llegar a mi altura pronunció una frase bíblica a la altura sólo
de las Circunstancias y de la Historia: “¿Te
traigo un bocadillico, nene?”.
Pero estábamos –qué ironía– en
Granada. No recuerdo en qué momento comenzó a hacer efecto el célebre Trago; sí
que llegamos al albergue con algarabía y vísperas de fiesta, con cuerpo de
sábado noche, y que el mío estaba ya más como de día del Juicio Final. Mandando
señales inequívocas de lo que a la postre sucedió: que todos se fueron a salir por
la ciudad (la única noche que nos iban a dejar sueltos por ahí, al albur de las
hormonas) y yo me quedé de penitente en el baño más próximo a mi litera, con la
única compañía del frío en los huesos, la poesía completa de Lorca, y una
parejita que consiguió la proeza inverosímil de evitar los controles y quedarse
en la habitación contigua, celebrando los colchones imposibles de aquella edad,
aquella época.
Lo de Lorca no es por tirarme el
folio; es exactamente el libro que me llevé a aquel viaje, por aquello de la
ambientación: el albergue estaba justo en el pueblo de Víznar, y si uno seguía esa
misma carretera llegaba al parque que se construyó allí, donde desde su
asesinato se le creyó (aún se le cree) enterrado al poeta, entre el asco y los
jazmines. Mi amigo Carlos S. L. (Sociedad Limitada) y yo hicimos ese recorrido,
la tarde que llegamos. (El otro, Pablo L. B., se había quedado,
según recuerdo, negociando con un portero el asalto a otra habitación prohibida).
Buscábamos, Carlos y yo, a su fantasma, al de Lorca, que por entonces
pertenecía a la misma alucinación narcótica de aquel año, el último del
instituto y nuestra vida conocida: esa borrachera de desamparo y furia en que
parecía resumirse toda nuestra adolescencia, cada vez más rápido, cada vez más
luminoso o más oscuro conforme avanzábamos en un fulgor de tiempo como una
profecía negándose y autocumpliéndose cada día; en el instituto, con las
conversaciones cómplices sobre lo que habríamos de vivir o escribir algún día, con
las novelas de García Márquez en la última fila tras los libros de inglés, con
la ilusión idiota suspirando por las que escapaban en la moto de su novio al acabar las clases;
por las tardes fatigando los apuntes, fingiendo –el Pablo y yo, no el otro,
soplador– que estudiábamos, y llamándonos los tres por teléfono con la excusa
del latín para hablar de cualquier otra cosa que no fuera el latín; por las
noches de viernes y de sábado en un vórtice repetido que parecía no admitir
tregua alguna al desaliento o la desidia por más que nadie nos mirase, por más
que ninguna nos mirase, por más que el fin de cada noche fuera demasiado
parecido al de cualquier noche cuando enfilábamos la curva de la luna con todos
los demás al apagarse el botelleo (que no botellón,
aficionados) y llegábamos a la región de los bares que eran cuatro, pero
que parecían cuatro mil, donde aún se podía fumar e internarse entre los
cuerpos como en el mismo bosque de aquel campo al que íbamos los tres de vez en
cuando, a mirar al crepúsculo y comprobar que todo seguía exactamente donde
estaba pero todo debía estar a punto siempre de empezar en alguna parte, en
algún momento, en algún sitio más lejos siempre de más allá, de la barra o de
los cuerpos, de la noche o de la carretera aquella.
¿A dónde íbamos? Como aquella
tarde, en Víznar, buscando al fantasma imposible de Federico, muchas tardes
fuimos los tres subiendo las laderas de más allá de nuestro pueblo, hablando
simplemente, celebrando sólo, supongo, el hecho de tener diecisiete años y el
puñal al cinto y el antifaz intacto para el balcón siguiente, que siempre sería
el primero. Sucedería durante varios años, seguramente, pero en aquellas
escapadas cómplices, impensables hoy en día por aquello de andar tanto, en las
que subíamos hasta aquel monte sin echar el Johnnie Walker por la boca y
bajábamos de atardecida, como en un poema de Machado con borrones de Bukowski
[el cabrón del Pablo y su costumbre de avanzar unos pasos y dejarse caer los
pantalones], algo, algún tipo de sortilegio del cual éramos íntimamente
cómplices nos unía para separarnos, tal vez, al mismo tiempo. Rompía el
crepúsculo entre el silencio y las carcajadas porque siempre había (siempre)
algo de lo que reírse, generalmente nosotros mismos, y también algo por lo que
callar al darse uno cuenta de que las penas de amor o de muerte ajena (qué
lejana la muerte entonces, pienso ahora, aun teniéndola tan cerca) no tenían
derecho alguno a ganar un milímetro de niebla en aquella fortuna de ser tan
jóvenes, tan feroces, tan felizmente inconscientes, cada cual en lo suyo, como
con la certeza insobornable de que la vida iba a ser siempre una canción de
Sabina a la luz de un farol proscrito al que volver siempre de madrugada,
porque podía no haber consuelo pero quién lo iba a necesitar, en el fondo, con
lo que a uno le gustaba pensarse un perdedor al que todas en el fondo querrían
adoptar, por supuesto, en el secreto de las ventanas donde languidecía un
noviazgo sin novedad, sin pasión y –por supuesto– sin follar.
Aunque yo a duras penas podía
callarme lo que quiera que me corroía cada vez. [“Tengo que irme a Madrid”, recuerdo que dije, solemne, una de esas tardes
en la vega con el sol bajo de finales de junio, a las puertas de la
Selectividad: porque cómo pensar que la vida no iba a cumplir lo prometido]. Lo
pienso ahora y es curioso cómo podíamos enseñar y enmascarar los tres nuestras timideces
o descaros múltiples, en un equilibrio que ahora me parece inverosímil para que
jamás nos pudiéramos aburrir de tanta cabeza llena de pájaros como las oscuras
golondrinas aquellas que tanto le gustaba remedar al uno, o violar verbalmente
al otro: imposible dejarse llevar por la emoción eufórica y terrible de aquel
tiempo con el uno poniéndote una mano lastimera en el hombro al mirarte con
pavor de refilón (“Miguelton, no vayas a
llorar ahora…”) y con el otro versionando a Neruda (“Oh, me la chupó tantas veces bajo el cielo infinito…”)
literalmente bajo el cielo infinito de la anochecida azul de aquel año que
parecía ser abril todo el tiempo.
Y era abril, ya, el día 1
concretamente [cumplía Carlos los 18], cuando volvimos de aquel viaje de
Granada. Lo recuerdo, con mi memoria de vejestorio (incapaz para recordar lo de
ayer pero sí las fechas de hace siglos), quizá por lo que ese mes significó
siempre para mí, pero más aún por estar asistiendo, en vivo y en directo y como
en un sueño lúcido, al final de toda una época. Lo supe sin saberlo al volver a
Cieza (que fue en el coche del ínclito profesor de música, por aquello del pánico general a que me
convirtiera yo mismo en un surtidor de la Alhambra en medio del autobús),
cuando quise marcar de nuevo el número de la casa de ella, con la contraseña
acostumbrada, y sólo oí un sonido maléfico, retorcido, como de fax. [Un par de
días antes, la noche antes de la Alhambra, yo había dicho No y había cerrado con llave la puerta de mi habitación del
albergue]. Lo fui sabiendo mejor en esos meses cada vez más alucinados hasta el
verano y los últimos exámenes (el Pablo llegó verde al instituto, dirían
después las crónicas; yo, más blanco que el mismo espectro de Víznar). Y lo
constaté, ya, fatalmente, la mañana que sonó el teléfono en la casa de mi
abuela y con su risa invencible y su retranca me dijo, aún sin colgar el
teléfono con mi padre al otro lado: “Que
te da la nota para Madrid: ¡Por cuatro centésimas, sinvergüenza!”.
[Por cierto. Carlos me contó
una noche, por aquella época, algunos meses después de irnos a la universidad, que
el albergue de Víznar ya no existía: según leyó, lo había devorado
un incendio; o quizá los años, no estoy seguro. En su momento me pareció una broma
macabra, excesivamente poético todo para ser verdad. Ahora sé que no es verdad: desde
aquí, desde el balcón éste del Albaicín en el que ahora escribo, aún puedo
verlo a lo lejos, algunas noches, y parpadea.]
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