martes, 3 de diciembre de 2013

Resaca 3.0

No sé si para otros será lo normal, a estas alturas, pero el hecho de levantarme yo, hace unos meses, con una resaca que me hizo caer de rodillas –literalmente– y llorar, pidiendo a gritos un ibuprofeno o una decapitación… pues como que no. Con lo que uno ha sido (y cree seguir siendo). Por ejemplo: en cierto viaje a Granada con el instituto (marzo de 2001), no recuerdo ya si por el calor, por la impaciencia de que llegara la noche, o por la desesperación de que una que yo me sé no me terminara de prestar la atención debida, el caso es que tuve lo que llamaremos un súbito y varonil Momento Hemingway (elegancia bajo presión), y sin pensarlo mucho me abalancé de un trago sobre un surtidor de La Alhambra que hizo palidecer de golpe a mis colegas, al Francis y a un grupo de rusos de Leningrado que pasaba por allí. También a un jardinero que se me quedó mirando atónito, entre el pánico y la risa, como Jesús Quintero ante el Cuñao, y que exclamó “¡Pero muchacho, QUÉ HAS HECHOOO!”, antes de salir despavorido a llamar, no a una ambulancia, sino a las televisiones. Fue mi greatest hit de aquella época, junto con el baile con Pablo L. B. en el festival de Santo Tomás de Aquino –peluca azul, falda amarilla y medias negras– y la vez (todo esto en el mismo curso y con un margen de pocos meses) que me dejó Leonor encerrado en el instituto un viernes, a las dos y media de la tarde, con la calle más próxima a doscientos metros de la ventana en la que yo, previendo los gloriosos titulares del lunes (Imbécil muere de inanición por pasar el fin de semana en el Diego Tortosa), me había puesto a hacer un rito chamánico en bolas alrededor de una hoguera, creo que en el despacho del Secretario de aquel momento… Finalmente, y sobre las tres y media, vislumbré a lo lejos a una señora, como Cristo en el desierto a Belcebú, que al llegar a mi altura pronunció una frase bíblica a la altura sólo de las Circunstancias y de la Historia: “¿Te traigo un bocadillico, nene?”.
 
Pero estábamos –qué ironía– en Granada. No recuerdo en qué momento comenzó a hacer efecto el célebre Trago; sí que llegamos al albergue con algarabía y vísperas de fiesta, con cuerpo de sábado noche, y que el mío estaba ya más como de día del Juicio Final. Mandando señales inequívocas de lo que a la postre sucedió: que todos se fueron a salir por la ciudad (la única noche que nos iban a dejar sueltos por ahí, al albur de las hormonas) y yo me quedé de penitente en el baño más próximo a mi litera, con la única compañía del frío en los huesos, la poesía completa de Lorca, y una parejita que consiguió la proeza inverosímil de evitar los controles y quedarse en la habitación contigua, celebrando los colchones imposibles de aquella edad, aquella época.
 
Lo de Lorca no es por tirarme el folio; es exactamente el libro que me llevé a aquel viaje, por aquello de la ambientación: el albergue estaba justo en el pueblo de Víznar, y si uno seguía esa misma carretera llegaba al parque que se construyó allí, donde desde su asesinato se le creyó (aún se le cree) enterrado al poeta, entre el asco y los jazmines. Mi amigo Carlos S. L. (Sociedad Limitada) y yo hicimos ese recorrido, la tarde que llegamos. (El otro, Pablo L. B., se había quedado, según recuerdo, negociando con un portero el asalto a otra habitación prohibida). Buscábamos, Carlos y yo, a su fantasma, al de Lorca, que por entonces pertenecía a la misma alucinación narcótica de aquel año, el último del instituto y nuestra vida conocida: esa borrachera de desamparo y furia en que parecía resumirse toda nuestra adolescencia, cada vez más rápido, cada vez más luminoso o más oscuro conforme avanzábamos en un fulgor de tiempo como una profecía negándose y autocumpliéndose cada día; en el instituto, con las conversaciones cómplices sobre lo que habríamos de vivir o escribir algún día, con las novelas de García Márquez en la última fila tras los libros de inglés, con la ilusión idiota suspirando por las que escapaban en la moto de su novio al acabar las clases; por las tardes fatigando los apuntes, fingiendo –el Pablo y yo, no el otro, soplador– que estudiábamos, y llamándonos los tres por teléfono con la excusa del latín para hablar de cualquier otra cosa que no fuera el latín; por las noches de viernes y de sábado en un vórtice repetido que parecía no admitir tregua alguna al desaliento o la desidia por más que nadie nos mirase, por más que ninguna nos mirase, por más que el fin de cada noche fuera demasiado parecido al de cualquier noche cuando enfilábamos la curva de la luna con todos los demás al apagarse el botelleo (que no botellón, aficionados) y llegábamos a la región de los bares que eran cuatro, pero que parecían cuatro mil, donde aún se podía fumar e internarse entre los cuerpos como en el mismo bosque de aquel campo al que íbamos los tres de vez en cuando, a mirar al crepúsculo y comprobar que todo seguía exactamente donde estaba pero todo debía estar a punto siempre de empezar en alguna parte, en algún momento, en algún sitio más lejos siempre de más allá, de la barra o de los cuerpos, de la noche o de la carretera aquella.
 
¿A dónde íbamos? Como aquella tarde, en Víznar, buscando al fantasma imposible de Federico, muchas tardes fuimos los tres subiendo las laderas de más allá de nuestro pueblo, hablando simplemente, celebrando sólo, supongo, el hecho de tener diecisiete años y el puñal al cinto y el antifaz intacto para el balcón siguiente, que siempre sería el primero. Sucedería durante varios años, seguramente, pero en aquellas escapadas cómplices, impensables hoy en día por aquello de andar tanto, en las que subíamos hasta aquel monte sin echar el Johnnie Walker por la boca y bajábamos de atardecida, como en un poema de Machado con borrones de Bukowski [el cabrón del Pablo y su costumbre de avanzar unos pasos y dejarse caer los pantalones], algo, algún tipo de sortilegio del cual éramos íntimamente cómplices nos unía para separarnos, tal vez, al mismo tiempo. Rompía el crepúsculo entre el silencio y las carcajadas porque siempre había (siempre) algo de lo que reírse, generalmente nosotros mismos, y también algo por lo que callar al darse uno cuenta de que las penas de amor o de muerte ajena (qué lejana la muerte entonces, pienso ahora, aun teniéndola tan cerca) no tenían derecho alguno a ganar un milímetro de niebla en aquella fortuna de ser tan jóvenes, tan feroces, tan felizmente inconscientes, cada cual en lo suyo, como con la certeza insobornable de que la vida iba a ser siempre una canción de Sabina a la luz de un farol proscrito al que volver siempre de madrugada, porque podía no haber consuelo pero quién lo iba a necesitar, en el fondo, con lo que a uno le gustaba pensarse un perdedor al que todas en el fondo querrían adoptar, por supuesto, en el secreto de las ventanas donde languidecía un noviazgo sin novedad, sin pasión y –por supuesto– sin follar.
 
Aunque yo a duras penas podía callarme lo que quiera que me corroía cada vez. [“Tengo que irme a Madrid”, recuerdo que dije, solemne, una de esas tardes en la vega con el sol bajo de finales de junio, a las puertas de la Selectividad: porque cómo pensar que la vida no iba a cumplir lo prometido]. Lo pienso ahora y es curioso cómo podíamos enseñar y enmascarar los tres nuestras timideces o descaros múltiples, en un equilibrio que ahora me parece inverosímil para que jamás nos pudiéramos aburrir de tanta cabeza llena de pájaros como las oscuras golondrinas aquellas que tanto le gustaba remedar al uno, o violar verbalmente al otro: imposible dejarse llevar por la emoción eufórica y terrible de aquel tiempo con el uno poniéndote una mano lastimera en el hombro al mirarte con pavor de refilón (“Miguelton, no vayas a llorar ahora…”) y con el otro versionando a Neruda (“Oh, me la chupó tantas veces bajo el cielo infinito…”) literalmente bajo el cielo infinito de la anochecida azul de aquel año que parecía ser abril todo el tiempo.
 
Y era abril, ya, el día 1 concretamente [cumplía Carlos los 18], cuando volvimos de aquel viaje de Granada. Lo recuerdo, con mi memoria de vejestorio (incapaz para recordar lo de ayer pero sí las fechas de hace siglos), quizá por lo que ese mes significó siempre para mí, pero más aún por estar asistiendo, en vivo y en directo y como en un sueño lúcido, al final de toda una época. Lo supe sin saberlo al volver a Cieza (que fue en el coche del ínclito profesor de música, por aquello del pánico general a que me convirtiera yo mismo en un surtidor de la Alhambra en medio del autobús), cuando quise marcar de nuevo el número de la casa de ella, con la contraseña acostumbrada, y sólo oí un sonido maléfico, retorcido, como de fax. [Un par de días antes, la noche antes de la Alhambra, yo había dicho No y había cerrado con llave la puerta de mi habitación del albergue]. Lo fui sabiendo mejor en esos meses cada vez más alucinados hasta el verano y los últimos exámenes (el Pablo llegó verde al instituto, dirían después las crónicas; yo, más blanco que el mismo espectro de Víznar). Y lo constaté, ya, fatalmente, la mañana que sonó el teléfono en la casa de mi abuela y con su risa invencible y su retranca me dijo, aún sin colgar el teléfono con mi padre al otro lado: “Que te da la nota para Madrid: ¡Por cuatro centésimas, sinvergüenza!”.
 
En fin. Yo empecé esto hablando de las resacas, sin saber adónde iba, y al final he terminado hablando de Todo lo demás. Yo empezaba esto, como el que no quiere la cosa, sólo por darme valor por cumplir los 30 en las horas que siguen, y aquí estoy, con un nudo y una corbata que me aprietan el traje de fiesta que no llevo. Si llegan a leer esto, lo más probable es que esos dos de los que he estado hablando me llamen maricón. Pero como sé, porque me lo dijo el uno ayer por teléfono, que ese uno va a ser padre, y que el otro (también me lo dijo el uno) casi se pone a llorar como una nena al contárselo el otro día, en el bar intermitente de estos años feroces, pues, no sé, como que me quedo más tranquilo.
 
 
 
[Por cierto. Carlos me contó una noche, por aquella época, algunos meses después de irnos a la universidad, que el albergue de Víznar ya no existía: según leyó, lo había devorado un incendio; o quizá los años, no estoy seguro. En su momento me pareció una broma macabra, excesivamente poético todo para ser verdad. Ahora sé que no es verdad: desde aquí, desde el balcón éste del Albaicín en el que ahora escribo, aún puedo verlo a lo lejos, algunas noches, y parpadea.]

  
 

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