martes, 28 de noviembre de 2006

Mirar



Siempre, siempre hay una mujer que llora en el metro.

No sé si alguien se ha fijado ya, antes. Pero sí, siempre hay una mujer llorando en el metro. Y siempre es la misma. A primera vista pareciera que no, pero yo sé que sí. Lo que pasa es que unos días se levanta niña, casi adolescente, y el Lunes la saluda en su portal como un mendigo gris desnortado: aún no sabe que ya pasó el fin de semana. La muchacha siente precisamente eso, un rasgueo de lunes gris por la mañana en su garganta, cuando baja al metro, se desliza hasta el último asiento del último vagón, clava la mirada en el suelo. Después llega al instituto y se esmera en prestar mucha atención al profesor, mucha atención a la pizarra, pero sobre todo entrega toda la atención que sus trece o catorce años de adolescente en ciernes le permiten a su labor de maestra costurera: no dejar que el hilo invisible que va tejiendo, paciente, resignada, el hilo que le sirve de escudo ante la realidad pueda llegar a romperse, si consiente reparar en el imbécil que le hace muecas desde la mesa de enfrente, llamándole fea, llamándole gorda; si se permite siquiera mirar a las analfabetas funcionales que la fusilan de arriba abajo y cuchichean cuando se la cruzan por el pasillo. Si se permite siquiera la ligereza, la torpeza imperdonable de verse sorprendida, mirándolo como una boba, por el chaval por el que está loca desde que empezó el curso, pero que no la mira, que no la ve, que no sabe que existe. La muchacha teje y desteje paciente su hilo de trinchera con letras de canciones en la última página del bloc, con un libro de piratas y tesoros apartada en un banco del recreo, con la libertad promisoria de la comida en su casa y de la tarde en el parque con su amiga del barrio. La muchacha le teje un jersey a la mañana del lunes como lo hacía su abuela: para pasar menos frío. Luego sale del instituto, camina sola, se adentra sola en el metro de nuevo. De nuevo clava la mirada en el suelo del vagón. Entonces, con la misma paciencia, poco a poco, deja que se deshaga el hilo tejido durante toda la mañana. Y llora. Y yo levanto la vista, y la veo.

Otras veces, sin embargo, es otra bien distinta. Otras veces la mujer que llora en el metro –siempre, ojo, siempre la misma- entra en el vagón con un rostro de cincuenta años que no son tales: si te acercases, si te acercases y contases una a una las arrugas en torno a los ojos del cansancio, como los anillos del tocón de un sauce caído, calcularías que la mujer cuenta varios siglos de desierto, y también muchos meses de hospital. Lleva impresos mil amaneceres de vacío en la boca del estómago, cafés con azúcar a solas, él ya se fue a trabajar –llegará tarde, de noche, y la mirará cansado, cansado-, madrugadas en vela esperando oír llegar al hijo mayor, anocheceres mirándose en el reflejo de la televisión apagada, antes de acostarse. La mujer entra en el vagón y se sienta donde puede, si puede, y cierra los ojos en busca de un momento para ella sola, pero la cabeza sigue alerta, como un preso al que acabaran de soltar y no sabe ya no ser preso, y la cabeza continúa los malabares imposibles que cuadren la factura de la hipoteca del aire, el pago del alquiler de la esperanza. La mujer sigue en el vagón y mira sin ver, porque me mira varias veces pero no me ve a mí sino a un pasillo, una sala de espera donde sus ojeras se adentran oscureciéndose cada vez más, y entonces compone sin saberlo un gesto que debe ser el más triste del mundo, y aparta la vista, vuelve a fijarla en ninguna parte, anuncian su parada por megafonía. La mujer se levanta de su asiento y espera cabizbaja junto a la puerta. Mire, don Fulano, es que tengo a mi madre en el hospital, podría ser, sería posible que… Me van a echar, me van a decir que ya está bien, que siempre la misma historia… El vagón casi ha parado, ella está de espaldas. Pero yo puedo ver sus ojos en el reflejo de la puerta. Mire, don Fulano, es que tengo… La puerta se abre. Tengo, tengo…

Siempre es la misma, ya lo he dicho, la mujer que llora en el metro. Pero hay días en que me conmueve especialmente. Hay días en que entro en el vagón, y algo, algo pasa. Algo pasa, como un viento de profecía que me llegase desde el monte, que me obliga a girar la cabeza y fijarme en esa mujer sentada más allá. Me acerco, disimuladamente, y saco un libro de la cartera. Finjo leer apoyado en una barandilla. Y a cada golpe de vista furtivo su rostro me es cada vez más familiar. Los ojos cansados, también con ojeras, sin dejar de ser hipnóticos. El gesto, acostumbrado a la altivez, pero ahora irremediablemente vencido. El cuerpo de vértigo pero ya apagado, olvidado ya de las manos por las que se dejó acariciar con misericordia. Huele a mujer que huye, a mujer que quiere dejar todo atrás. Por eso me parece que el tren va más rápido, mucho más rápido, como si escapase despavorido de una ciudad en llamas o de los gritos ateridos de los náufragos abandonados a su suerte. Ya no puedo fingir más que estoy leyendo y me quedo mirándola, francamente, sin descaro, lentamente, mirándola. Porque creo que sé quién es, y quiero que me mire, quiero que me mire para salir de dudas. La mujer sigue ignorándome, absorta en dios sabe qué procesión de adioses que le van diciendo sus fantasmas, uno tras otro, con un pañuelo blanco. Pero en cierto momento se gira de súbito, y me clava dos pupilas de escarcha que me acuchillan a la altura del pulmón. No me miran con odio, no me miran con rencor: tan sólo testifican un crimen, y me declaran culpable.

Entonces me doy cuenta de que la mujer está llorando, y de que se parece a ti.

Siempre, siempre hay una mujer que llora en el metro. Si por casualidad te la encontrases un día, dale un beso en la mejilla, abrázala de mi parte.

sábado, 25 de noviembre de 2006

A modo de prólogo: La Vela y el Vendaval

 Amigos míos,

cada cual tiene sus maneras, sus estrategias para no enloquecer. En lo que respecta a la realidad, a la vida a pie de calle, y dejando a un lado el pesimismo congénito del que suscribe, es inevitable constatar, antes o después –a excepción, claro, de casos de encefalograma plano-, el hecho maldito e irreparable de que ya no sonará más la campana del recreo; de que los Reyes (Magos) son los padres, y de que la rubia del final de la barra no se te está insinuando precisamente a ti, sino que está ensayando su penúltima mirada de hembra altiva en el espejo del final del garito, a tu espalda casualmente.

Señores: La vida es una burda estafa innoble / y no hay donde poderla denunciar… ¿O sí lo hay?

Cada uno tiene, sí, sus armas para no caer en la demencia que supondría mirar cada día a la realidad con lucidez y sin escudos; para el ejercicio diario de heroísmo que constituye moverse como nos movemos en territorio hostil, con el Hombre del Traje Gris esperando agazapado, el cabrón, en cualquier banco de la estación, y con la certeza insoportable de que estamos aquí de paso, siempre de paso. Y cuando arrecia la lluvia es inútil apelar a Dios: es que lleva una cogorza importante, el hijoputa, y se está meando justo encima de la esquina donde tú estás tratando de sacudirte la tristeza: siempre fue más rentable la blasfemia.

Ante todo eso, claro, cada quien es cada cual, que decía el otro. Hay quien atraca bancos, o se hace concejal de urbanismo; hay quien se dedica a pegar martillazos justo al otro lado de tu pared a las ocho de la mañana, que se ve que quita el estrés que te cagas, o ingresa en una secta que promete el nirvana perpetuo si te cortas los pelos de la entrepierna y se los llevas como ofrenda a Tom Cruise. Hay quien se mete a monja, o a inspector de hacienda, y quien opta, para sobrellevar con emoción y aventura la insoportable levedad del ser, por la sexualidad estereofónica, por hacerse unos largos en mi bañera, por salir un sábado por la noche con veinte céntimos, o por hacerse militante del Pepé, que de todo tiene que haber, dicen, en la frondosa Viña del Señor... (con decir que hay hasta quien se queda encerrado en el instituto un viernes, a las dos y media de la tarde, o se pega un trago de una fuente de la Alhambra cuando tiene sed...).

Pero me desvío. Sólo quería decir que cada cual tiene su manera de defenderse. He escrito defenderse, y no es gratuito. El grandísimo Félix Grande considera para sí la literatura, el acto de escribir, exactamente eso: un acto de legítima defensa. ¿Ante qué, o contra qué? Huelgan aclaraciones. Pero también escribe Félix que “reuniéndonos, alejamos la fiera a pedradas”. La fiera: el desengaño, el miedo, la soledad; los mil hombres de traje gris, las mil mujeres con principio de ceguera, los trenes perdidos a pie de andén; las cartas que no llegaron, los lunes sin deberes hechos, las camas de hospital; y las casas vacías, y el pañuelo de amargura, “y el desamparo, y el contratiempo”... ;) Las pedradas: la memoria, los queridos, los abrazos; los versos, las risas, el sudor; la garganta rota en un concierto, la mano tendida del principio, la primera vez que te miré; los brindis que riman con la euforia, los libros que calientan del invierno, las escaleras del colegio, el aroma de tu almohada; un botelleo del año 2001, una huida contra el Norte, un regreso para el Sur; un beso clandestino en Malasaña, un contraluz de leyenda en la Plaza de los Carros, las luces de La Manga desde aquí; el amarillo de la tarde en la ventana, el azul de abril en las alcobas, el escote de la luna sobre un mar de ron. Y los fantasmas que velan nuestras armas, y todo lo que nos queda por contarnos, y una guitarra, una hoguera y un misterio que nos reúne a todos y a todos nos emociona del mismo vértigo, y nos consuela del mismo frío.

La vida es una burda estafa innoble y no hay donde poderla denunciar… ¿O sí lo hay? Reunirnos junto a la hoguera, mirarnos a los ojos, reconocernos adolescentes todavía. Brindar esta noche por lo que queda, fumar con los fantasmas en silencio, acuchillar contra el folio el desamparo. Encender una vela y que alumbre tu cuerpo, y que baile junto a la cama mientras aún te tengo y azota afuera el vendaval.