martes, 31 de enero de 2012

Carta (abierta) del joven plumilla

Estimado Miguel Ángel,


Nos ponemos en contacto contigo desde Xxxxxxxx XxxX. Somos una empresa que se dedica al posicionamiento SEO, es decir a conseguir una mayor visibilidad en Google de diferentes sitios web.

Para las páginas web que gestionamos, necesitamos redactores que nos proporcionen textos de calidad de entre 300 y 350 palabras. Se paga 1,2céntimos/palabra.

Dichos artículos deben ser estructurados de tal forma que sean facilmente encontrados por los motores de búsqueda, por tal motivo tenemos una serie de parámetros a los que los textos deben ajustarse:


1) El artículo debe ser informativo y contener la palabra clave indicada (al menos tres veces). El texto debe tener valor informativo.

2) Debe ser neutral y objetivo. El texto debe tener una aproximación general positiva sobre el tema, aunque las críticas no están prohibidas.

3) Estilo del texto: objetivo, informativo y no publicitario.

4) Usa un lenguaje simple y claro. Los términos técnicos deben ser explicados y los extranjerismos preferiblemente evitados.

5) NO escribir en primera persona y NO dirigirse directamente al lector. No hacer mención a ninguna marca.

6) No incluir links.

7) Prestar especial atención a la gramática y la ortografía.

8) Estructurar el texto en dos o tres párrafos con un ladillo (pequeño título en negrita) para cada párrafo. Asimismo, dotar al texto de una entradilla de 2 ó 3 frases.

9) Los textos serán rechazados en caso de no cumplir alguno de los anteriores requisitos y/o a causa de una clara violación del copyright.


El artículo que debe escribir debe tener un mínimo de 300 palabras y un máximo de 350. Se paga 1,2 céntimos/palabra

Los temas sobre los que tratan los textos varían, aunque lo importante es que dentro de los mismos se repitan dos o tres veces ciertas palabras clave.

Si te parecen bien las condiciones, haznoslo saber y te enviaremos inmediatamente algunos temas para que escribas 4 textos de prueba (remunerados).

Quedo a tu disposición para resolver cualquier duda.

Un cordial saludo.

Xxxxx Xxxx



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Estimada Fulanita de Tal,

Me pongo en contacto contigo desde el salón de mi casa; una casa amplia, vieja, sin lujos pero con vistas a una plaza con naranjos del Sur, que conseguí hace unos meses, milagrosamente, por un precio de alquiler extraordinariamente barato (si viviéramos en un país normal, sería extraordinariamente normal, y válgame el oxímoron). Te cuento. Soy, como tú ya sabes –aunque yo ignoro de dónde sacaste mis datos–, periodista. Corrijo: soy uno de tantos licenciados en periodismo que la augusta Universidad española ha venido escupiendo –y lo que te rondaré morena– a lo largo de los últimos años; me acerco ya más a los treinta que a los veinte, dejé la facultad hace cinco, y el rollo peterpanesco me va sólo para según qué circunstancias, de modo que me permitirás no incluirme en ese amplio y entrañable colectivo de jóvenes licenciados. Entre otras cosas, porque ya he trabajado en unos cuantos sitios desde entonces. Como me escribes en tan amistosos términos (buen rollete), y de manera tan diáfana, y además me haces el impagable favor de pensar en mí para ese codiciado puesto de redactor-fantasma en ElCopón del World Consulting, aunque no me conozcas de nada, he pensado tener contigo el detalle de contarte más cosas de mí que quizás, no sé, te ayuden a valorar con mayor perspectiva mi súbita candidatura por ciencia infusa. Con el fin de que adviertas mis potenciales entusiasmo y ansiaviva ante el trabajo (proactividad lo llamáis vosotros, no?, o así), me ceñiré a algunas condiciones que expones en tu misiva (estilo “simple y claro”, “objetivo, informativo y no publicitario”, aunque en lo referente a la neutralidad suelo cojear un poco más, sinceramente). En fin…

Comenzaré relatándote que mi infancia son recuerdos del patio del Fatego y del Grupo (perversos colegios públicos, de ésos con buenos profesores y audiencia variopinta, que tanto estorban últimamente a mi bienamada Esperanza Aguirre: ya he dicho que cojeo en lo neutral, y que me cuesta no confesar mis pasiones), y también de un viejo trastero polvoriento en el que encontré un día, por causalidad, un mazo de postales escritas desde varias cárceles de Murcia entre 1939 y 1945. Lo mismo las fechas no te dicen nada, pero digamos que por entonces este artefacto con el que te escribo era más propio de las novelas de ciencia ficción, y a uno podían hacerlo fusilar por decir según qué cosas. Todo esto viene a cuento porque el autor de aquellas letras sobre papel cartón resulta ser mi bisabuelo. Un tío de los de antes, sabes o qué. De ésos que pasaban hambre y pisaban el colegio, con suerte, hasta los ocho o nueve años, para ponerse cuanto antes a deslomarse solidariamente con su familia. Pero quiso la fortuna que el chaval saliera espabilao, y que, de forma insólita, desarrollara un talento que le permitió, con el tiempo y mucho esfuerzo, convertirse en periodista de referencia en mi tierra, con un dominio de la lengua, por cierto, a bastantes años luz de ciertos libros actuales de tapa dura. También en un político de ésos que ahora –ironías, muchacha– nos parecen a nosotros más propios de ciencia ficción, peleando por jornadas laborales de ocho horas y mutuas para los obreros y cosas así (fundando el socialismo, vamos). Pero no quisiera extenderme demasiado sobre esto, así que me limitaré a señalar que aquel hombre, aquellas cartas, aquella historia, debieron de influir decisivamente –junto con muchos libros y muchos pájaros propios en la cabeza– en mi determinación, desde muy temprano, de dedicarme a ese viejo y noble oficio de contar la realidad

Porque –así, entre nosotros– yo lo tenía muy claro. Y tengo también unos sacrosantos padres que, en vez de mandarme a hacer puñetas, lo que hicieron fue mandarme a la capital de las Españas, a hacer lo que quería/tenía que hacer [tampoco lo habrás visto en mi currículum, pero te informo asimismo de que, sin ellos, en este momento no podría estar escribiéndote, por la sencilla razón de que ya habría muerto: de inanición]. Así que allí llegué, a estudiar la carrera en cierta facultad cuyo nombre omitiré piadosamente (aquí lo lamento por lo poco “informativo y publicitario”, sorry), pero que yo pensaba sería algo así como Columbia University…: Nainnn. Craso error. Lo que me encontré, nos encontramos, era más parecido a una mezcla entre documental de La 2 y Supernanny, con largas disertaciones sobre la comunicación de los anfibios –ya sabes: emisor-receptor-mensaje– y con exámenes de Lengua Española (esto sí que es objetivo que te cagas) en los que te pedían puntuar un texto: o sea, poner puntos y tildes y comas; como yo ahora pero pensándolo mucho rato, así, rascándote la cabeza con el boli. Pudimos haber desfallecido de desilusión, con la gota ésa de los tebeos perlando nuestra frente (o más bien con las patas parriba, a lo Chicho Terremoto), pero no: éramos jóvenes, íbamos a llevarnos la vida por delante (seguirá aquella advertencia por allí, en la estación del metro), y además todos sabíamos que la licenciatura era sólo un trámite necesario para poder ejercer; o sea, para empezar a aprender lo que en la vida te iban a enseñar allí, que es a ser periodista

Y nada; entre pitos y flautas y McLuhan y el césped (ay) y la biblioteca y la cafetería (el lugar donde yo más escribí, sin que me lo exigiera nadie) y la lírica y el desengaño, fuimos poco a poco entrando en ciertos sitios donde nos hacían el inmenso favor de dejarnos trabajar [según frase textual que cierta individua ladró por teléfono a alguien que conozco, y que oyeron estos oídos: "Yo te hago el favor de trabajar aquí, niñata"], porque teníamos un cohete en la parte baja de la espalda advirtiéndonos de que crudo lo íbamos a tener si nos licenciábamos sin haber hecho una sola práctica. Y allá que fuimos. Con todo a proa. Inasequibles al desaliento y tal. Y con la sincera intención de hacerlo lo mejor posible, de aprender, de demostrar y demostrarnos que valía todo la pena. Tengo en el zurrón cienes y cienes de hermosas anésdontas, propias y ajenas, para ilustrarte sobre en qué suele consistir ser becario (o currante raso) en un medio de comunicación en España. Me ahorraré la mayoría, porque, a poco que te interese el asunto, por Internet corren como cervatillos por el bosque. Sólo relataré una: en cierta ocasión me atreví a hacer (con pésima puntería por mi parte, lo confieso) cierta medio-broma ante un responsable directo mío, cargo intermedio de la empresa de marras. Dije algo así como que sería cojonudo un reportaje que se llamase, pongamos, Becarios: la esclavitud institucionalizada del siglo XXI. O algo así. Buscando su complicidad, ya sabes, teniendo en cuenta que no nos oía nadie (era fin de semana, cosa también incluida en mi salario de 300 euros al mes con jornadas de 7-8 horas), y que el fulano en cuestión era jovencillo, y que éramos todos la hostia de progres (disculpa el taco: mi estilo es más bien zafio, también). Bueno. Pues al ínclito informador se le inflamó una vena del cuello, y, conteniéndose en lo posible, me vino a responder algo así como: hay que ver, los jóvenes de ahora, qué os habréis creído, cuando aquí todos hemos empezado currando sin cobrar, en mis tiempos asfldfeivcnfjfdiajfljfk

Etcétera. No quisiera –dios me libre– ensañarme ahora, gratis, con nadie en particular; que lo mismo le pillé en mal momento, al hombre. Además, gracias a que me echaran de aquel sitio pude poco después salir también del país, y vivir demasiadas cosas decisivas que aquí no caben [mi infinita gratitud, por tanto, a esa diabólica y terrorista costumbre mía de levantarme de la mesa y abrirme cuando ya había expirado mi turno laboral, y no había más tela noticiosa que cortar]. Tampoco quiero ni puedo ser injusto: porque era muy joven y también cometí mis errores, y porque mi balance es claramente positivo en cuanto a lo que me ha tocado vivir y a las personas con las que me ha tocado trabajar hasta ahora, jefes incluidos; lo digo sinceramente. Pero no deja de ser curioso, sintomático, chocante, que dicen las viejas de mi pueblo, amiga mía (tenemos confianza, no?), el hecho de que, desde hace ya un tiempito, desde bastante antes de lo de la mariposa y el huracán y Rita la cantaora, se justificaran ciertas cosas con el socorrido, infalible y cándido argumento de que siempre han sido así. Y maricón el último

Estarás de acuerdo conmigo, mi imprevista samaritana, en que, al iniciarse en un oficio (como al principio de casi todo en esta vida), uno vaya más bien perdido, lo pase mal incluso, le den caña necesariamente, le tengan quizás que espabilar a base de collejas: y es que en todos los oficios se fuma. En cuanto a collejas, además, te diré que algunas fueron providenciales para mí a la hora de enterarme de qué iba la película (también me contengo aquí a la hora de nombrar a algunas personas a las que guardo infinitos gratitud y respeto, y que son para mí la referencia de lo que debe ser un jefe o, en el viejo y noble sentido, un maestro: ya ves, querida, lo objetivo que trato de ser). Pero es que eso sí que va con el sueldo. Eso sí que te acompañará por ley en el viejo y sabio sendero de la vida, pequeño saltamontes. Y sin embargo cuéntame tú (me tomo la libertad, ya que “quedas a mi disposición para resolver cualquier duda"), contadme, desde el imponente aplomo de Mórtimer’smequedo Enterprises, si es objetivamente razonable, por ejemplo, o directamente de recibo en el siglo XXI después de Cristo, que uno vaya a cobrar por sistema tres, cuatro, cinco veces menos que un trabajador en plantilla, y haciendo muchas veces el mismo trabajo y las mismas horas que el resto, sólo porque es joven (y esto con suerte: en los últimos tiempos ya se anda estilando sin complejos currar por estricto amor al arte, a lo Ana-CheGuevara-Botella –mi otra musa–, cuando una pobre y menesterosa empresa “está creciendo” y, faltaría más, ella “necesita manos”, la criatura, y tú “aprender”, aunque sea alimentándote con suero); si es objetivamente razonable que en la última década los contratos fijos, con retribuciones razonables y toda la historia, se hayan venido convirtiendo en simpáticas reliquias de la Arcadia feliz (repito: mucho antes de que nuestros nuevos mesías del Capitalismo Humano o Ultraliberalismo Ghandiano tuvieran la omnipotente y perfecta excusa de la crisis); si es objetivamente razonable, alma de cántaro, que la peña tenga que aguantar altas dosis de sadismo diario, que el trabajo pueda devenir en potro de tortura y que no te ampare ni el Tribunal de la Haya. Y que, sospechosamente, en España abunden como el aire en muchos cargos de responsabilidad (de cualquier oficio) individuos que no saben hacer la o con un canuto; que, como se saben mediocres, piensan que avasallando a tododiós van a conseguir que les respeten (si no me respetan, que me teman, decía la frase); que, como aún se andan pellizcando por haber llegado donde han llegado, ven enemigos por todas partes, niñatos que les van a usurpar el sitio, que les pisan los talones, al albergar serias dudas sobre sus propios talento y oficio a la hora de cubrirse las espaldas. Individuos que, a poco que te fijes, se te acaban revelando como lo que en el fondo siempre han sido: elementales idiotas a quienes hinchaban a collejas –éstas de otro estilo– en el recreo, o pobres incapaces a los que el suegro, o quien sea, ha conseguido promocionar por el artículo treinta y tres: en ambos casos, frustrados tóxicos que pagarán con el más débil su miedo, su miseria y su escasísima altura de miras. [Hay un tío, llamado Laurence Johnston Peter, que también tiene sus leyes, igual que el tal Murphy. Una de ellas dice así: “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de INcompetencia”.]

Pero me desvío, mi niña; y a estas alturas de la película, quizás, te estarás preguntando a qué carajo viene todo esto. Entre otras cosas, porque las cartas de presentación deben ser mucho más breves. Bien: no voy a bifurcarme más, no es lugar éste para clases de Historia, para extenderme sobre la estafa brutal de mi generación; sobre la trampa que, gracias a los inexistentes escrúpulos de unos y a la autocomplacencia y estupidez de quienes pudieron haber hecho algo al respecto y no lo hicieron, vamos a estar pagando hasta el Día del Juicio Final. Tampoco de los sueños que nos embargan cada día, de las ganas de prender fuego a las calles, de lo necio hecho tótem, de los llantos furtivos del lavabo o de las crónicas ganas de huir; de los malabares en el supermercado, de la estima por los suelos, de la culpa viral, de lo estéril, de lo abyecto, de lo ruin, de la indignación que ya no lo es sino frustración constante y sin brújula, de que el juego estaba amañado, el barco se hunde y el capitán mintió: porque así es como es, así es como va, así son las cosas, everybody knows: todo cristo lo sabe, como cantará para siempre el brujo Cohen

No. Te diré, simplemente, que en los últimos meses he aprendido un montón de cosas que tampoco caben aquí, pero que, me temo, todo el mundo debería tatuarse en la piel a hierro candente: entre ellas, que los primeros contratos que hay que romper son aquellos que firmaste contigo mismo antes de saber que la vida es un juego muy serio que exige beberse hasta el último trago; que la vida es infinitamente más poderosa, más sabia, más misteriosa, más acojonantemente imprevisible de lo que pretenden hacernos creer, vendiéndonos humo y terror y seguridad ficticia a cambio de la voluntad mendicante de este siglo. Que el Tiempo, amiga mía, es sagrado: porque es lo único que tenemos (también lo único que tú misma tienes, ojo). Y que la felicidad, amiga mía, existe: existe. Yo la he visto, la he tocado con estas manos que te escriben en este momento, y puedo decir –con toda la prepotencia del mundo, si quieres– que no tiene absolutamente nada que ver con ese mail tuyo que he recibido. Existe; lo que sucede es que es tan exigente como el fantasma: como dicen dos versos memorables de la mujer que amo: real pero invisible / para los cobardes

De modo que, sintiéndolo mucho, tengo que rechazar tu oferta y hacerte yo mismo otra: ésta totalmente gratis. Puedes sugerir a tus jefes de ConelCuloTorcido S.A. que se queden los 1,2 céntimos por palabra de mis nonatos artículos: ten en cuenta que, en caso de extenderme hasta las 350 palabras, esto les supondría el ahorro de un botín de nada menos que 4,20 euros la pieza. Asimismo, en caso de escribir 100 artículos, tendrían que endiñarme la estratosférica cifra de 420 euros (ya ves que aun siendo de letras todavía controlo lo de la coma pallá, la coma pacá), con los cuales quizás podría empezar a vivir; pero sucede que me están doliendo ya las articulaciones de los dedos, y que hoy me siento espléndido: he pensado que, con mucho menos de eso, tu empresa podría adquirir (supongo que te acercarías tú misma, solícita, a la librería) un par de diccionarios. Ya sabes, por aquello de “prestar especial atención a la ortografía y la gramática”. Y, una vez en vuestro poder, acudir finalmente a la letra v: donde los capataces de tu galera, sus respectivas madres y quizás tú misma tendréis el atónito privilegio de descubrir, agradecidos, emocionados y por primera vez en vuestras imprescindibles vidas, tachán-tachán, el significado literal del sustantivo Vergüenza.


[PS: Mi bisabuelo se llamaba, se llama, José Ríos Gil. Murió en Cieza, viejo, enfermo aunque no solo, pocos años después de abandonar la cárcel y le fuese conmutada la pena de muerte impuesta por el general Franco. Fundó varios periódicos. Uno de ellos, el más emblemático y longevo hasta que la guerra civil lo interrumpió todo, se llamó Libertad]