“Tengo a mis amigos / en mi soledad, / cuando estoy con ellos, / que
lejos están”. …Cómo acertó –para no variar– don Antonio Machado, con su
vislumbre en cuatro versos de ese pequeño drama silencioso. Es cierto; es así.
Tú lo sabes también: cómo, cuando estás solo, lejos ya del ruido, la bruma, el
artificio de lo real, se te presenta
intacto, en su exacta medida humana, justo ése, ésa que te está faltando. Por
ejemplo ahora, en esta misma terraza del bar en el que estás. La amistad, como
otras relaciones vecinas del amor (¿como todas, quizá?), se fragua en realidad, aun paradójicamente, en el silencio adentro de cada uno. No vemos bien a la gente cuando estamos con
ella (suele haber ahí tanta neblina en los ojos, tanto argumento huidizo, tanto
blaaa-blaaa-blaaaa; tantos velos). Se
rumia a los otros en soledad, como se rumia este vino en el atardecer de la
costa, el agua detenida como una bandera de cristal, ahí enfrente, en silencio;
solo, de nuevo, para estar en realidad mejor acompañado. Y puede que la amistad
sea eso: saber que uno podría no estar solo, si quisiera.
Pero es que es aquí, en esta
mesa, por ejemplo, y entre la música azul cobalto de la tarde derrumbándose,
donde se revela con pureza qué espera uno de cada quién; qué agradece, qué
necesita, qué festeja de los otros. Es macabra, lo sé, esta forma a solas y sin
nadie. El problema es que vivimos de fantasmas, se alimenta de ellos la memoria: yo veo ahora, aquí, a los que quiero y me quieren como son exactamente; no como suelen ser delante de mí. La amistad
es esto: acordarte de alguien a quien llevas tiempo sin ver, sabiendo de pronto
que aquí estaría su lugar, que la hospitalidad del momento le reclama por su
nombre. Y vienen todos de repente. Vienen todos (avanza el vino) con cada
confesión que quisieras hacerte. Con cada chiste idiota, cómplice o antiguo.
Con cada pregunta. Por ejemplo: ¿por qué tan lejos; a cuento de qué; por qué
criminal, estúpida, prescindible contingencia cotidiana?
Y sin embargo es aquí lejos, sí,
donde mejor se revela todo. La realidad nos pone sus máscaras, sus personajes
(personas del drama), y luego es la memoria del corazón la que reúne las piezas
del puzle, del verdadero rostro. (Y la que pule los destrozos, también; pues sólo
lo que sobrevive a los destrozos es algo que merece conservarse). Hay algunos
amigos, unos pocos amigos, demasiados, para mí, con los que no me encuentro
últimamente, ni en la dimensión física ni en la otra. Pero no importa. Esta
tarde (ya es casi de noche) están aquí, siendo otra vez quienes verdaderamente
son, cumpliendo cada uno su papel ineludible, bebiendo con mi sombra. Aunque
ellos no lo sepan, aunque ellas piensen que olvidé. Como no sé yo, a mi vez, si estarán ellos ahora, en este
mismo instante, acordándose de mí en sus respectivas soledades a lo lejos.
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