domingo, 27 de septiembre de 2009

Contádmelo

Y aquéllas, todas, todas esas mujeres; algo les di y me dieron, algo les sigo debiendo más allá de lo que pagué. Las pienso, las saludo, las abrazo hacia allí lejos, en alguna parte. En alguna parte. Mujeres que jamás dijeron nada, que gritaban con los ojos, que clamaban con silencios. Mujeres de limosna en la sonrisa, de musgo en los talones, de manos hechas tierra. Algo que parpadea y duele en el costado, como un remordimiento, o que enciende la memoria llena de sol, y da las gracias. Mujeres niñas, niñas adultas, ancianas con fe de juventud. Tengo una alcancía de soles que no se apagan y dan abrigo, y que muchas veces queman y marcan en la piel, como un sello, como un estigma, como un blasón. Tengo un teatro que aplaude y llora, tengo una guitarra cuando caigo, tengo una soledad tan concurrida que a veces me da miedo.
Mujeres al borde del filo de los límites, mujeres con peso contraespalda, mujeres insolentes al futuro. Me llevaron de la mano o me sacaron del colegio, me miraron hasta el fondo o me abrazaron; me vieron las entrañas, pero no quisieron irse. Mirando, esperando, peleando; toda la vida mirando y esperando. Y peleando siempre, contra el mundo, contra ellas mismas, contra mí. Viejas que susurraban cuentos para dormir; niñas que jamás se creyeron mis cuentos para ir a la cama. Hacia dónde fuisteis, hacia dónde vais. Dónde estarás, tú. Y qué andarás haciendo ahora, Tú. Honores o metralla, cicatrices o gangrena en la herida que no cierra. Mujeres que enseñaron a vivir. Mujeres que mataron, que matan: matarán. O a las que sigo matando en sueños para despertar aullando (Voy a pedir perdón al primero que encuentre). Tengo un capital de leyendas al abordaje. Tengo una herencia de cuchillos que defienden o duelen bien adentro. Las sotas rubias de la infancia, las oscuras golondrinas que no vuelven, las aves de paso que se quedan. El azul de aquel invierno, la ansiedad de primavera, la nobleza desarmante del verano. La bruja del otoño aquél. Maestras del consuelo, notarias del terror, y todas las camareras que quisieron escuchar. Mujeres que impusieron galones, que me ordenaron caballero, que me llamaron por dos nombres. Tengo una bufanda y un sombrero, un antifaz y un tango que no miente. Tengo una bandera que es sábana a jirones. Y una deuda de un millón de palabras para decir adiós, como a una hija que vuela sola, ella sola, para ser feliz en alguna parte, qué va a ser de ti lejos de casa, ella sola, valiente, niña, invencible, nena, qué va a ser de ti. Y una deuda milenaria de mi estirpe para abrazar y seguir abrazando y no soltarte por ese tipo de cosas que suceden, y ante las que sólo cabe enmudecer. Mujeres de acantilado, Mujeres de niebla y mascarón, Mujeres desafiando solas lo negro y vendaval. Tengo un grito y una lágrima. Tengo una deuda en cada piel. Y un sueño en el que me gusta deciros: venid, tengo siete años. Contadme otra vez el cuento que me hizo lo que soy.

4 comentarios:

anne plath dijo...

me gusta...

anónimo dijo...

Da igual que te creas el cuento para ir a la cama desde el minuto 1. Da igual que seas niña, mujer o anciana. Da igual que seas fuerte o débil. Da igual que el narrador te adore o que tú lo interpretes así. Da igual. El final de los cuentos de princesas es siempre el mismo.

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

También para el narrador es siempre el mismo. No lo olvides

anónimo dijo...

Lo siento. Es sólo q echo de menos algo q pensé q no existía, q tuve durante un tiempo y lo veo tan lejos q parece q fue eso, un cuento, una ficción. Echo de menos una realidad. Es sólo eso. Simplemente, q al leerlo, aunq me haya gustado, me dio impotencia.