Las mayores deudas del corazón
suelen ser las más antiguas; ésas que ha ido uno postergando, con paciente
alerta, como vigilando desde lejos el momento exacto para hacer justicia. El
problema es que la vida suele anteponer lo urgente a lo importante, lo
inmediato a lo necesario, y así pasa el tiempo y no llega uno a decir o a
hacer, a beber o a besar o a morder lo que debiera, lo que no tendría que
sufrir ya más demora (la vida es eso que
sucede mientras hacemos planes, que dijo el otro). Al cabo, es justo una
urgencia súbita la que hace que termines de abrir a la calle esos balcones
íntimos celosamente cerrados hasta el presunto día de fiesta, al darte cuenta de
que cualquiera puede ser un gran día para ello; tú pones, cuando quieras, la
alfombra roja.
Todo esto para explicar, o
explicarme, cómo es posible que no haya escrito yo una sola línea aquí hasta
ahora sobre Joan Manuel Serrat, que haya yo cumplido los 30 sin ese saludo y
que tenga que cumplir él los 70 hoy, tres semanas después, para sentarme aquí –con
urgencia súbita– a desfacer ese entuerto.

Luego vinieron más noches, muchos
años después, templadas también por esa canción en la adolescencia en cueros
vivos: una canción que es una unción, una investidura de riesgo y sangre y borrachera;
no es sólo el ensamblaje perfecto de la letra exacta que efectivamente podría
cantar cualquier marinero con alma de tal, no sólo el trabajo magistral que lo
enmarca todo (y que tiene más que ver con la artesanía y la arquitectura de
estudio): es ese algo más que nadie sabe
qué es pero que es lo único que importa, como gusta de repetir al polizón
Sabina. Un sortilegio que remite a lo más ancestral, lo más puro de aventura
que todavía alienta en lo profundo de una estirpe de nómadas sin perseguidor
con fidelidad absoluta, sin embargo, a la patria que dejaron o perdieron (en su
sentido más noble, el que nada tiene que ver con la mentira vil de la raza o
las banderas): la infancia y su emblema invencible; el vino y la lumbre de la
amistad; los viejos que fundaron un mito de calor en la derrota; la muchacha
que quedó esperando en la ventana el regreso del proscrito que no volvería
jamás, pues su ofrenda debía ser precisamente la huida, el canto y la conquista
de llegar a ser quien por ley debía llegar a ser.
Fue en esos meses de los 15, los
16 años soñando con la huida cuando me emborraché sin piedad del disco entero,
probablemente el más hermoso, el más incontestable escrito jamás en lengua
castellana. Lo recuerdo con el escalofrío de la luna en los patios, el olor de
la brisa quieta, la resaca dulce de los primeros tragos, las primeras canciones
imitadas en la guitarra y el seísmo de mis Cien
años de soledad en la mesilla de noche de la casa que yo más quería. Y sé
que es injusto reducir la carrera de un artista de esta dimensión a un solo
acontecimiento, que la historia serratiana tuvo antes y después más gloriosos
episodios y que ya vale –pensará él mismo, quizás– con la murga del Mediterráneo; pero qué se puede hacer
ante tal estado de gracia: esas diez canciones como el centro geométrico de la
emoción y también de toda una ética, de una manera de ver y enfrentar y asumir
el mundo que a tantos nos hermana a un lado y otro del océano. Porque
entendemos íntimamente, sin darnos cuenta quizás, que Serrat dio en ese puñado
de canciones (y en toda su obra, pero sobre todo en ese disco) con el único
carné de identidad posible de la decencia. Hay una forma de moral que no admite
púlpitos, decretos o demagogias, que sólo condesciende a ser dicha y oída a
través de la ceremonia humilde y popular del canto: una de las pocas morales que
tantos abrazamos como nuestra sin miedo a que ningún oportunista o perverso o
impotente de belleza intente usurparla para hacer negocio, sencillamente porque
no se puede, porque no se deja, porque no se vende ni se compra.
El término educación sentimental cobra todo el sentido posible al reflejo
noble de las canciones de este chamán castizo que sólo aspiraba a escribir
sobre su barrio, sobre las vidas de su barrio y las penas e ilusiones de un
muchacho de barrio que era él, dándose perfecta cuenta, quizás, de que no hay
mejor manera de resultar universal. Educación sentimental es lo que este
muchacho que escribe ahora, aún resistiéndose a llamarse adulto, recibió
dándole una y otra vez la vuelta a los casetes de sus papás (rebobinando y
dándole otra vez: parece que fue Atapuerca), en una comunión y un aprendizaje
sin tregua que se hundía sellándose cada vez más con cada escucha, allá donde quedaron
titilando las cosas que me salvan cuando pienso que sería mejor claudicar. La mujer que yo quiero ha sido siempre,
en el fondo, quizás, la misma; el pueblo
blanco es exactamente donde escribo ahora; el tío Alberto es mi familia; alguna vez me dijeron a mí qué va a ser de ti lejos de casa, y
alguna otra lo tuve que decir yo; Vagabundear
sería mi confesión, si hubiera de darla. Y cuando suena Vencidos se me resquebraja algo a la
altura de la garganta que debe de parecerse mucho a una lágrima testaruda de
mucho antes de nacer yo.
Podría escribir muchas más
páginas, pero prefiero dejarlo para otra ocasión; recoger los aperos, ahorrar
ahora en correspondencias y nostalgias. Ahora que hace diez años que tengo veinte
años, y sé que vivir es el único homenaje posible, lo mejor será que acabe esto
y salga a la vida y al invierno azul de hace tanto tiempo. Y que en el primer
recodo de la noche y del camino levante el vaso de mi juventud a la salud del
rey del país del sueño y la quimera. Ése que no me toca nada y es mi hermano, y
mi padre, y mi abuelo.