jueves, 31 de marzo de 2016

El joven Serrat a pie



Terminaba de llover plomo sobre la vieja Europa. Escampaba la ceniza nuclear, tras la tormenta, sobre las islas del sol naciente. Llovía, no había dejado de llover, en silencio, sobre las ruinas españolas, sobre una España que moría y otra España que bostezaba; y un niño de dos años, agarrado a los visillos, desde un balcón veía llover sobre su calle.

¿Qué veía pasar, ese crío, por aquella calle oscura y estrecha de 1945, de 1946? “Apenas había coches –contaba Margarita Rivière–, el basurero tocaba una trompeta, el trapero recogía las sobras de la sobras de las sobras, y al anochecer el farolero pasaba, con un largo palo incandescente, a encender el gas de las mortecinas luces nocturnas. Los borrachos, los artistas y los extravagantes que circulaban fuera de horas resultaban sospechosos”. Más de una vez vería pasar, ese niño, a algún alma errante y sombría, “sospechosa” en aquel entorno y sin embargo remotamente familiar, preguntándose conmovido, quizás, adónde iría ese solitario, a pie. Adónde iría aquel hombre a deshoras, tan fuera de su casa, tan lejos. 

Joan Manuel Serrat es ese joven forajido cuyo rostro no vemos de la calle del Poeta Cabanyes, en un anochecer azul de invierno; Joan Manuel Serrat es también el niño que mira desde el balcón, atónito, el reflejo seguro de una profecía...


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