Qué tenaz es la vida, qué olvidadiza para lo que conviene a su
transcurso. Qué inocente, siempre,
finalmente: como un niño que se cae y se vuelve a levantar, se cae y se vuelve
a levantar… Da igual lo que te haya ocurrido, las veces que te hayas quedado huérfano,
indefenso, olvidado, como recién atracado y solo en alguna esquina de la
intemperie del mundo, o de dentro de ti mismo (a las afueras de Dios en cualquier caso): te acabarás levantando, a
la postre; reanudarás el paso. Acabarás tentándote los bolsillos en busca de
alguna señal, algún trocito de papel, alguna dirección que te recuerde el
camino de vuelta a casa.
No he pensado todo esto, esta tarde de lluvia en el balcón, de luz mojada de febrero, por ningún
acontecimiento primordial –aunque lo haya tenido, ciertamente, hace tan poco:
me quedé huérfano de abuelo por tercera vez–. Simplemente me he sentado aquí,
frente al balcón y la acuarela gris del sábado, a ver llover en silencio sobre
los tejados, los cipreses, los pájaros que van y vienen de sus asuntos: sin
tristeza, y con una calma como de resaca suave (sin metafísica, que decía el otro). Pero al poco me he sorprendido
pensando en el futuro próximo; la primavera, la semana santa, yo qué sé. El
suave fulgor de la vida cuando ya se pueda escribir de noche con el balcón
abierto, por ejemplo, y un hilo azul de euforia inminente, nocturna, por las
fiestas y las copas a la intemperie que hayan de venir. He pensado, como
siempre que puedo intuir, aun remotamente, esas fechas, he pensado en la semana
santa de mi pueblo [santa es un
simpático eufemismo en este caso], y he caído en la cuenta de la cantidad de
años que hace que ya no es esa fiesta como alguna vez fue, como siempre la sueño
sin embargo en la distancia y el deshielo con una expectativa nueva pero
idéntica cada vez. Porque el vislumbre, la esperanza,
digamos, de lo que voy a vivir en esas fechas es siempre similar, año tras
año: pero cada año se encarga fielmente de ir demoliendo más esa idealización,
de revocarla. Como una especie de futuro repetido
que no llega a cumplirse nunca, pero que la conciencia se empeña en
proyectar puntualmente, año tras año, olvidándose del desmentido del año
anterior: como ese niño, cayéndose y volviéndose a levantar, irreductible; como
la piedra demoníaca y puñetera de Sísifo.

Ahora entiendo que es un remordimiento lo que llueve esta tarde: el de no salir a buscar la vida, quizás, como tantas veces, con la pobre excusa de que llueve; mientras lloverá en París su aguacero de setenta y seis años de longitud, mientras llueven también sobre el febrero ya solito de Tomelloso, atracado en una esquina del mundo y sin comprender, los setenta y seis años de sol y lluvia de la vida portentosa de mi capitán. Mientras llueve, lloverá también, sobre el panteón de mi memoria, allá en Cieza.
Hay que vivir, amigo, amiga. Hay que derramarse en la vida con lo
que haya, con lo que sea, con lo que tengas más cerca en el ahora, porque no hay otro lugar
en realidad: el pasado sólo se construye, el futuro apenas se recuerda, y ambas
cosas ya sucedieron y sucederán en este preciso instante en que una voz muy
vieja sigue susurrando que
todo fue, todo será,
todo hubo siendo
todavía.
Susurrando que “hoy es siempre
todavía”. Que el remordimiento
es no vivir; que el homenaje es seguir viviendo. Que la esperanza puede
esperar: la vida no.
1 comentario:
Y así estamos, derramándonos con la vida para tener menos remordimiento, dejando esperar la esperanza. Vivir con los que quieren, mientras se puede, a ver si lo gramos vencer la melancolía de las tardes de lluvia.
Siempre es un placer leerte :)
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