viernes, 27 de diciembre de 2013

Un vaso de juventud para Joan Manuel Serrat

Las mayores deudas del corazón suelen ser las más antiguas; ésas que ha ido uno postergando, con paciente alerta, como vigilando desde lejos el momento exacto para hacer justicia. El problema es que la vida suele anteponer lo urgente a lo importante, lo inmediato a lo necesario, y así pasa el tiempo y no llega uno a decir o a hacer, a beber o a besar o a morder lo que debiera, lo que no tendría que sufrir ya más demora (la vida es eso que sucede mientras hacemos planes, que dijo el otro). Al cabo, es justo una urgencia súbita la que hace que termines de abrir a la calle esos balcones íntimos celosamente cerrados hasta el presunto día de fiesta, al darte cuenta de que cualquiera puede ser un gran día para ello; tú pones, cuando quieras, la alfombra roja.

Todo esto para explicar, o explicarme, cómo es posible que no haya escrito yo una sola línea aquí hasta ahora sobre Joan Manuel Serrat, que haya yo cumplido los 30 sin ese saludo y que tenga que cumplir él los 70 hoy, tres semanas después, para sentarme aquí –con urgencia súbita– a desfacer ese entuerto.

Porque no hubiera hecho falta esperar tanto, ciertamente, ni dar tampoco demasiadas vueltas para decir que uno nació en una canción de Serrat. No con, sino en: igual que se habita el líquido amniótico, o la hoguera en el frío, o el idioma en que se consiste y se cuenta el cuento de cada noche, yo nací habitando esa tonada legendaria que parecía anterior a todo, poniendo en guardia erizada al ejército del corazón en las noches azules de invierno. Me pasa desde entonces: oír los primeros compases de Mediterráneo y sentir que me tiembla un pueblo entero en la espina dorsal; o al menos la noche exacta y congelada en la memoria en que miré desde el balcón de una plaza vieja de los años ochenta a los faroles que oscilaban como los ojos de un lobo, anunciando algo que no llegó a materializarse nunca y que llevo buscando recuperar toda la vida: es mi recuerdo más antiguo, o así lo creo yo. Estoy mirando por el balcón de la primera casa de mi pueblo, anochece, es invierno, quizás, o ya abril; tengo uno, dos años, y siento eso que jamás podrá decirse, porque no llega el lenguaje a explicar tanto (tal vez sí el lenguaje mudo de un niño).

Luego vinieron más noches, muchos años después, templadas también por esa canción en la adolescencia en cueros vivos: una canción que es una unción, una investidura de riesgo y sangre y borrachera; no es sólo el ensamblaje perfecto de la letra exacta que efectivamente podría cantar cualquier marinero con alma de tal, no sólo el trabajo magistral que lo enmarca todo (y que tiene más que ver con la artesanía y la arquitectura de estudio): es ese algo más que nadie sabe qué es pero que es lo único que importa, como gusta de repetir al polizón Sabina. Un sortilegio que remite a lo más ancestral, lo más puro de aventura que todavía alienta en lo profundo de una estirpe de nómadas sin perseguidor con fidelidad absoluta, sin embargo, a la patria que dejaron o perdieron (en su sentido más noble, el que nada tiene que ver con la mentira vil de la raza o las banderas): la infancia y su emblema invencible; el vino y la lumbre de la amistad; los viejos que fundaron un mito de calor en la derrota; la muchacha que quedó esperando en la ventana el regreso del proscrito que no volvería jamás, pues su ofrenda debía ser precisamente la huida, el canto y la conquista de llegar a ser quien por ley debía llegar a ser.

Fue en esos meses de los 15, los 16 años soñando con la huida cuando me emborraché sin piedad del disco entero, probablemente el más hermoso, el más incontestable escrito jamás en lengua castellana. Lo recuerdo con el escalofrío de la luna en los patios, el olor de la brisa quieta, la resaca dulce de los primeros tragos, las primeras canciones imitadas en la guitarra y el seísmo de mis Cien años de soledad en la mesilla de noche de la casa que yo más quería. Y sé que es injusto reducir la carrera de un artista de esta dimensión a un solo acontecimiento, que la historia serratiana tuvo antes y después más gloriosos episodios y que ya vale –pensará él mismo, quizás– con la murga del Mediterráneo; pero qué se puede hacer ante tal estado de gracia: esas diez canciones como el centro geométrico de la emoción y también de toda una ética, de una manera de ver y enfrentar y asumir el mundo que a tantos nos hermana a un lado y otro del océano. Porque entendemos íntimamente, sin darnos cuenta quizás, que Serrat dio en ese puñado de canciones (y en toda su obra, pero sobre todo en ese disco) con el único carné de identidad posible de la decencia. Hay una forma de moral que no admite púlpitos, decretos o demagogias, que sólo condesciende a ser dicha y oída a través de la ceremonia humilde y popular del canto: una de las pocas morales que tantos abrazamos como nuestra sin miedo a que ningún oportunista o perverso o impotente de belleza intente usurparla para hacer negocio, sencillamente porque no se puede, porque no se deja, porque no se vende ni se compra.

El término educación sentimental cobra todo el sentido posible al reflejo noble de las canciones de este chamán castizo que sólo aspiraba a escribir sobre su barrio, sobre las vidas de su barrio y las penas e ilusiones de un muchacho de barrio que era él, dándose perfecta cuenta, quizás, de que no hay mejor manera de resultar universal. Educación sentimental es lo que este muchacho que escribe ahora, aún resistiéndose a llamarse adulto, recibió dándole una y otra vez la vuelta a los casetes de sus papás (rebobinando y dándole otra vez: parece que fue Atapuerca), en una comunión y un aprendizaje sin tregua que se hundía sellándose cada vez más con cada escucha, allá donde quedaron titilando las cosas que me salvan cuando pienso que sería mejor claudicar. La mujer que yo quiero ha sido siempre, en el fondo, quizás, la misma; el pueblo blanco es exactamente donde escribo ahora; el tío Alberto es mi familia; alguna vez me dijeron a mí qué va a ser de ti lejos de casa, y alguna otra lo tuve que decir yo; Vagabundear sería mi confesión, si hubiera de darla. Y cuando suena Vencidos se me resquebraja algo a la altura de la garganta que debe de parecerse mucho a una lágrima testaruda de mucho antes de nacer yo.  

Podría escribir muchas más páginas, pero prefiero dejarlo para otra ocasión; recoger los aperos, ahorrar ahora en correspondencias y nostalgias. Ahora que hace diez años que tengo veinte años, y sé que vivir es el único homenaje posible, lo mejor será que acabe esto y salga a la vida y al invierno azul de hace tanto tiempo. Y que en el primer recodo de la noche y del camino levante el vaso de mi juventud a la salud del rey del país del sueño y la quimera. Ése que no me toca nada y es mi hermano, y mi padre, y mi abuelo.

   

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Comparto con toda mi alma todas y cada una de las palabras que has escrito sobre alguien a quien amo desde hace tanto tiempo (tengo 65, soy mujer, de Argentina, y tengo la dicha de escucharlo en mi país desde el año 1969). Sólo por entender lo que cantaba en catalán, me interesé por ese idioma. Y a veces me duele que se reduzca su grandeza al disco "Mediterráneo", quedando tantas obras maestras a un lado ("Per al meu amic" e incluso "Mo" el último en catalán no le van en zaga), pero cómo no encontrar en ese disco resumido todo el universo serratiano, variado, popular y culto al mismo tiempo.

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Yo también amo a la Argentina desde hace mucho tiempo, amiga mía. Que nos podamos entender así en la distancia es una muestra de lo que vale la complicidad de esta moral, de estas canciones. Allí, además, tenéis la fortuna de respetar esa forma de arte mucho más que aquí (y hoy me muero por volver, por eso entre otras cosas)

Un beso