Toda la vida es transición, todo está siempre
en movimiento, por la sencilla razón de que lo que no se mueve está muerto; y
ni siquiera. No hay en la vida final alguno, conclusión, pues todo lo que vive
es mutación constante y sin tregua: ésa es la ley; ése es nuestro drama: pero
también, precisamente, lo que hace todo posible. Autoengañados por el espejismo
de nuestras supersticiones, por la letal combinación última de riqueza
(ficticia) y miedo (tramposo, infantil) a la propia vida; narcotizados en la
estúpida autocomplacencia de eternidad de anuncio y plaza fija, hemos ido
olvidando de manera suicida que todos somos nómadas: como el mundo, como nuestros
ancestros, como la vida misma. Perseguimos, natural, lógicamente, el progreso
material, el bienestar, la redención después de milenios de sudor, lágrimas y
sangre, pero olvidamos demasiado rápido, con urgencia de niños ante los
juguetes nuevos, que el mundo siempre fue así, y siempre será así: una continua,
imparable transición.
![]() |
La caída de Troya (Johann Georg Trautmann) |
Aquella falacia del fin de la Historia,
pergeñada justo por los que querían (quieren) que todo cambie para que todo
siga igual, no era sólo un intento de secuestro de la salud cívica y moral de
las comunidades: también un ataque soterrado contra la propia ley biológica por
la cual un organismo estanco en su propio légamo, inmutable, está condenado a
la destrucción. Hoy más que nunca tenemos miedo a la destrucción de tantas
formas, de tanta forma conocida de vida; pero puede ser precisamente la
resistencia al cambio lo que nos acabe condenando si no terminamos de entender
que un virus, una enfermedad, no tiene por qué suponer la
muerte, sino precisamente la voz de alarma que nos da la vida para que la
muerte (el cambio) cumpla su ciclo, purifique sin destruirlo al entorno: o sea,
a nuestra vida, a nosotros mismos. Ironía: son justo los enemigos del cambio
quienes nos están abocando a la cada vez más urgente, escandalosa necesidad de
cambiar: nos han roto ya todos los guiones, toda esa ingenuidad de tantos que
creyeron (creímos) que la vida iba a ser un plácido paseo desde el pupitre al
jardincito con barbacoa de los domingos, ese camelo (atroz en el fondo) por el
cual la felicidad en la Tierra es posible (y, lo más grave: consiste)
pagando su tributo de tiempo, alienación y locura ante esa deificada bestia del
dinero, más insaciable de absurdo cuanto más se le da de comer.
Ahora hasta ese guión se ha roto, hasta ese
traje nuevo del emperador es claramente inexistente para cualquiera con el
coraje necesario de mirar ya sin ningún velo. Qué es lo que ha de venir, no lo
sé; no tengo respuestas siquiera para mí mismo. Pero sí sé, creo saber algo:
allá adonde tengamos que llegar no llegaremos nunca con ese fardo de miedo, con
ese reflejo de animal asustadizo dispuesto a dejarse matar antes de abandonar
la jaula a la que tanto tiempo le acostumbraron. Sabemos que da miedo la
intemperie, que hace mucho frío ahí fuera, pero eso es lo que somos, lo que
hemos sido siempre: nómadas. Suicida, lentamente suicida y asesino de su propia
voluntad quien no despide a un amor antes de que se le pudra entre las manos;
quien no desafía al toque de queda impuesto; quien se queda siempre acobardado
en la periferia de las posibilidades y las emociones más hondas de su propia
vida. También aquella comunidad de seres humanos aterrada por cruzar el bosque
sin saber siquiera qué hay al otro lado, cuando ya los mismos mastines del
infierno te vienen dócilmente señalando la salida. Aquí no hay techos para
siempre; aquí no hay brindis al sol sin riesgo previo; aquí nunca, jamás nadie
conquistó nada sin jugarse la vida.
Pues toda la vida es transición, y lo único
quieto es lo que está muerto; y ni siquiera: también los ángeles negros cumplen su
necesaria aunque dolorosa función aquí para renovar, para exigir la emergencia de lo que deba emerger, y destruir justo aquello que hacía a la vida más
triste, más sombría, más rehén del infecundo, tramposo, fantasmagórico miedo.