Crónicas del Otro Lado de Miguel Ángel Ortega Lucas
domingo, 10 de febrero de 2013
Poniente y carnaval
Todos los fuegos el fuego; todos los ríos el
río; todos los atardeceres distintos y el mismo a la vez. El Aleph de cada
casa, de cada estación, de cada domingo. Es febrero, es carnaval, pero no he
visto por estas calles ningún bandido, ninguna bruja. Será que también los
niños están hartos de verlos cada día en la televisión, y han preferido
vestirse de sí mismos, de lo que cada uno quiere ser realmente, en esta ciudad
a poniente que tanto se parece a tantas, sin ser ninguna a la vez, siendo todas
a un tiempo. El óleo de este atardecer es exacto a otro que yo me sé, otra vez,
en alguna parte. Este mismo atardecer inaudito en azul y añil, en rosa y malva.
Y como en un sortilegio de espejos de tiempo puedo sentir a mi espalda a otros
hombres, a otros niños, a otros niños que yo era mirando en exacta dirección de
otras épocas al mismo tiempo, al mismo exacto atardecer de ahora mismo: el
Tiempo es sólo un instante, éste de aquí, girando en espiral y sin moverse
mientras nos disolvemos como polvo en el aire. Pero la luz permanece. Y toda
tragedia lleva implícita su redención; cada caída su bandera; cada llanto su
cauce alumbrando el camino, como una lámpara de agua, para recordarnos lo que
fue verdad y fue certeza, para enseñarnos que la vida paga en dolor el galardón
de su propia gloria. No se detiene la belleza, es cierto. Jamás detendrán a la
belleza. En estas horas oscuras del mundo, cuando no hay donde poner los ojos,
también conspira la estrella primera del alba tras la boda negra del adiós; en
otro hemisferio, quizás, en otra estación de otra vida de otra época, ya lo
irán sabiendo, ya sabrán que todo vuelve a empezar de nuevo, siempre. Pues la
muerte no interrumpe nada: es sólo el estipendio necesario para que continúe el
viaje. Para no soltarnos la mano en este viaje. Yo sé que tras esta oscuridad
conspira la brisa, que una vela encendida custodia el verano. Yo siento allá en
el Norte, dentro de hace mucho tiempo, un temblor de avenida oceánica de abril
temblando en el hielo de los tejados. Yo lo veo, yo lo veía: una avenida de
banderas de sol que palpitaban, abriéndose ya por debajo de la nieve, del
dolor, del aguacero. Tras la capa y la máscara de cada invierno, de cada
carnaval, hierve la verdad que atronará las plazas en abril, cuando ya nada
importe tanto. En cada torre que cae se oye el estrépito de la campana futura;
en cada ciudad que duerme sin soñar espera su hora un caballo de Troya. El
Atila siniestro muerto de miedo, sembrador de miedo, que no quiere dejarnos
dormir ni dejar crecer la hierba, acabará cayendo en el acantilado más profundo
de su propia oscuridad: porque es su ley, porque está escrito. Todo ese ruido
acabará cayendo, acabada su misión de despertarnos: pues también tiene el mal sus
razones, su quehacer, su argumento necesario. Volverán la inocencia, la belleza y la vida
como volvieron siempre: limpiando del templo de sol cualquier escombro. Morirán
los dioses caducos; sus secuaces del miedo no tendrán dónde esconderse. No
saben que no se detiene, la belleza. Jamás. No saben que es preciso que todo
caiga para poder levantarse de nuevo, quizás mejor, quizás más limpio,
quizás más fieramente. En la calle los niños ya sólo juegan a ser niños. En la
guitarra la canción nacerá por su propia ley. En el tejado de ahí enfrente, en
secreto, inaudita, ha ido creciendo una hoguera de flores
anunciando que nada puede con la vida. Que todo está siempre comenzando. Que
nada se termina.
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