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El Darro a su paso por Granada. D. Roberts (1834) |
Hay momentos, a veces, en ciertos
días, en ciertos atardeceres al sur, en que puede verse la vida. No sólo mirarse. No sólo pasear los ojos por fuera, más
allá de las catacumbas o los templos de uno mismo. Se la ve, a la vida. Como se
ve a esa muchacha que sale a la calle vencido ya el crepúsculo, la luz dorada y
añil y azul; recién lavada, como si acabase de salir del mismo río junto a la
piedra y llegase puntual, con tiempo para andar despacio, a alguna cita de otro
mundo que tú no verás nunca. (Alguien la espera en algún sitio: ¿quiénes?
¿Quién).
Se transparenta la vida, algunas
veces, algunas tardes como ésta que hablo, como el mismo vestido negro de la
mujer que no sabemos adónde va, adónde irá, con quién.
Se ve muy claro, aquí, cuando declina la luz de esta forma y pareciera
que todo se llena de río, de cántaros azules y verdes como lámparas colgando de
una a otra golondrina. Y al bajar la vista y mirar alrededor puede verse también a la gente, no sólo
mirarla. Hay tres parejas en esta terraza en que estoy solo, bebiendo algo,
fumando algo, ojeando de vez en cuando el libro. Extranjeros, hombre y mujer en
los tres casos, mayores que yo. Se sientan en las mesas junto a la baranda de
piedra que da al río, muy cerca ya del puente. Unos, los de la izquierda,
hablan en francés, pero apenas hablan en realidad porque se miran mucho y
apenas murmuran en voz muy baja. Más informales, fuman tabaco de liar, y
tendrán cuarenta años. Los de la derecha del retablo son más mayores y podrían
ser jubilados, no viejos aún, del norte de Europa; no hablan nada porque están
absortos ambos en la luz y el aire, cada vez más fresco conforme se desvanece
el calor. Los del centro son italianos; cincuenta años largos; elegantes sin
estridencias; se sientan en una mesa alta con taburetes y comentan cosas, uno
frente al otro, de vez en cuando. Contemplándolos, a los seis, me sorprende (y agradezco)
el silencio, que parece gotear, a pesar de la multitud que se mueve allá
en la otra orilla. Pienso entonces que me engaña la calma que desprenden; será
sólo el efecto, casi alucinógeno, de la belleza que gobierna aquí. Pero
observándolos bien cambio de opinión: no es el ambiente; son ellos. Están
bien, se encuentran bien juntos, relajados en los tres casos, absortos al mismo
tiempo y sin conflicto en la belleza de fuera y la de dentro y la que tienen
enfrente, como en una misma placenta oscureciendo.
De qué hablan, quiénes son; cómo
han llegado hasta allí. No hasta aquí sino hasta allí, a esa conversación callada y múltiple que te parece –lo pienso bien: es eso– una especie de silenciosa y rotunda victoria, enhebrada durante
siglos. Al menos por esta tarde. Al menos por este momento en que todo parece
estar en su sitio, y tanto ellos como yo parecemos ver tan claro la tarde que os rodea. (Pero no os rodea; trampas de la percepción: somos de la tarde, somos la tarde misma).
Qué les habrá traído hasta esta
tarde, a verlos esta tarde; qué tuvieron que hacer hasta llegar aquí, a esta
ceremonia triple de un testigo solo. Para hacer que me pregunte, también, cuántas
citas se están dando en este momento, cuántas se darán, cuántas podrían darse y
no llegarán a ser nunca. No es el Tiempo el que transcurre: transcurrimos
nosotros; quizás en espiral. Y vivir es elegir a qué citas quiere acudir uno,
mientras las torres y los alminares de la ciudad vieja contemplan impasibles esa
gloria, o aquel fracaso.
Se puede ver la vida, en tardes como ésta, verla bien, y saludar íntimamente
a lo que corresponda. Pareciera que me ha oído pensar, el camarero árabe de
este rincón, porque no va a cobrarme el licor de hierbas; ni los pensamientos. Arrecia
la primera brisa, y otra muchacha, muy joven, sale del portal de enfrente, la
espera una amiga, y bajan juntas por el puente de piedra hasta la multitud. Otra
sube a su vez el puente, sigue subiendo la cuesta (¿a dónde?), existiendo un
momento, transcurriendo aún hasta desaparecer de golpe entre las ruinas del
atardecer.