No sólo se están aboliendo las
fronteras del espacio; también las del tiempo. No sólo está la tecnología
acercándonos (o dándonos la ilusión de acercamiento) hacia una misma latitud
física; también a otras que pertenecen estrictamente a la región del sueño. De
una manera mucho más estremecedora, a veces, que desenterrar sin querer una foto
del fondo de un cajón, unas bragas insólitas quizás, un vestigio cualquiera de otra época. Como el testimonio de otra civilización: insignificante entonces, sagrado
ahora por el paso del tiempo y el desconocimiento y la ceniza, y la vida
inverosímil que aún conserva, como el remoto ADN de la felicidad, o del
remordimiento.
Pero ya no es precisa la
imaginación para invertir la línea temporal de algunas cosas. No es sólo que pueda
volverse a los objetos o las personas o los lugares viejos a través de una
imagen; es que puede uno jugar a la máquina del tiempo, y acabar temblando. Se
puede comprobar fácilmente, por ejemplo, con el calendario del ordenador. Como
todo calendario, señala la hora, el día, el mes del año en que te encuentras.
Pero si pinchas ahí con el ratón, y lo despliegas, resulta que puedes también avanzar
o retroceder a tu antojo: saber en qué día caerá el 3 de diciembre de 2033, por
ejemplo, y mejor aún (mejor), en qué día cayó el 3 de diciembre de 1993. Puede
uno reconstruirse a sí mismo, otra vez, como releyendo los relieves de la
historia. Como las ruinas de una ciudad sepultada que ahora pudieran volver a
ponerse en pie e iluminarse con los datos perdidos de los siglos. Fue sábado
aquel día, claro: porque el viernes anterior hubo tal cosa. Y el domingo,
entonces –todo cuadra–, estabas en aquel sitio.
Ahora puedes volver, también, a aquel sitio, sin moverte de este sofá, de
este balcón. Puedes teclear el nombre
del sitio, y no sólo verlo en un mapa, sino situarte virtualmente en él como en
una alucinación, con el mecanismo de los sueños por el cual todo está congelado
hasta que tú te mueves, y al moverte todo se mueve contigo en un vórtice de bruma,
mitad voluntad, mitad atrezzo de escena. Y ahí aparece esa calle. Hace sol (pero casi
nunca hacía sol allí). Ahí está esa tienda, allí la panadería. Ahí, más
adelante, debería estar la casa. Y avanzas, avanzas por la calle (la pantalla),
el recuerdo (el presente inmóvil), el terror y la emoción de estar ahí otra vez. Pero no estás ahí, evidentemente; son sólo
imágenes captadas por satélite, reconstruyendo como en un parque de atracciones
el decorado indiferente de tu ruina. Pero entonces, entonces, miras la fecha de
esa reconstrucción, y constatas que las imágenes, o lo que diablos sea lo que
tienes delante, donde estás ahora
mirando, es abril de 2009. Lo que estás viendo (¿es posible?) es un día
soleado en esa calle del mes de abril de 2009. No es la calle de ahora; es la
de entonces... Y entonces (¿ahora?)
esa casa que ves delante de ti estaba habitada por alguien que conociste muy
bien, mucho después, pero que entonces, en el abril de 2009, en el ahora soleado que tienes delante en la
pantalla, todavía no te conoce a ti. Estás viendo, entonces, a día de hoy, el
día perfecto y azul y de primavera abriéndose en ese abril de hace cinco años:
tú estabas en esa ciudad; ella vivía en ese edificio, sin conocerte aún. Estás
mirando esa calle. Estás viendo ese
día. La frutería en su sitio, los coches que pasan, el temblor cotidiano de la
gente. Como todo a punto de empezar aún, todavía, entonces; como para siempre
empezando todavía.
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La casa gris, M. Chagall |