miércoles, 16 de octubre de 2013

Este colosal malentendido

Hay un velo, hay un velo en todos, en todo. Un velo que se va espesando con la edad, se va oscureciendo; y al tiempo te das cuenta de que ya no puedes mirar a los ojos, o de que mirar sólo equivale a mirar otro velo, como se mirarían dos animales de carga, o dos mujeres enjauladas en un burka.

La vida es un colosal malentendido: yo no sé lo que tú piensas, lo que en verdad sientes, pero me lo imagino (me imagino lo que me conviene, generalmente); aquél no sabe qué eres, quién eres tú en realidad, pero prefiere formarse su perfecta imagen mental plana, sin aristas, antes que acercarse a ti a comprobarlo (las aristas difieren, cortan, cuestionan; lo plano es más cómodo). Yo me hago una idea de ti –proyección tantas veces de mí mismo–, y actúo en consecuencia: no mirándote a los ojos, sino a través de ese velo que nos ha ido poniendo, imponiendo la vida poco a poco; una telaraña de miedo, una cortina de pudor porque somos en tanto en cuanto nos miran, pero esa mirada es una trampa. Así, uno se acaba comportando no como realmente es, sino según el guión del personaje que los otros le han ido imputando, autocumpliéndose tantas veces la profecía, confirmando tú mismo el equívoco, haciendo exactamente lo que busca corroborar esa mirada como con el jarrón aquel de Dostoievski en una esquina de la habitación (“No te acerques al jarrón de porcelana de la mesa del rincón”, te dicen, o te dices a ti mismo: y al final te vas acercando poco a poco, fatalmente, como tirado de un hilo macabro hasta tirarlo al suelo y romperlo precisamente porque estabas pendiente de no tirar el dichoso jarrón del desprecio, de la incomprensión, de la vergüenza).

En vez de arrancarme el velo para que me veas tal cual soy (claro que cómo es uno en realidad, sino en tanto en cuanto otros le miran y le construyen y le ponen a uno sus máscaras para el baile cotidiano), yo acato bovinamente, con remota ansiedad a que no me quieras, no me aceptes, esa imagen que es la que se espera de mí. Pero cuántas versiones de nosotros mismos podrían aflorar si tan sólo fuéramos capaces de olvidar a quien nos mira, como cuando llegamos a una ciudad nueva y nos sentimos absolutamente disponibles para presentar al mundo el traje que nosotros queremos, y no el que la mezquina realidad (el colosal equívoco) irá poco a poco arrojando sobre nosotros hasta ser de nuevo –fatalmente– la imagen que los otros han construido de nosotros, pero no nosotros mismos. En vez de mirarte a los ojos, atravesar tu velo o arrancártelo, yo me quedo bebiendo del jarrón en esta esquina del bar, esperando –¿deseando, en el fondo?– que vengas y lo tires para decirte, desde la presunción absurda de mi miedo, mi complejo o mi miopía: Te lo dije.

Hay un velo, hay un viscoso y mentiroso velo entre todos nosotros, como el que evita de reojo al mendigo de la esquina: un velo entre mi mirada y tu verdad y mi verdad y tu mirada; entre tú y tu familia y entre tu familia y sus vecinos del tercero; entre tus amigos mismos y tú mismo, que conversáis a veces como los vecinos de un edificio que se llevan saludando veinte años: muy correctamente, cordialmente incluso, pero sin miraros jamás a los ojos, sin preguntaros lo único que cabría preguntar: Cómo estás, qué ha sido de ti todo este tiempo, cuéntame quién eres ahora, con qué cojones sueñas; que es a ti al que quiero conocer, y no al que se supone que eras hace tanto tiempo que ya ni existe.    

Marc Chagall, El carnaval nocturno

4 comentarios:

Fiores Florentino dijo...

Me encanta leerte!

En mi caso, crecer ha implicado darme cuenta de que es una virtud no encajar en nada. Ser consciente de ese velo que unas veces se hace espeso y otras se sacude un poco hasta parecer menos gris, pero ahí está para pretender que el otro sea lo que yo creo o simplemente para hacer de cuenta que no existe.

"un velo entre mi mirada y tu verdad y mi verdad y tu mirada"

El velo que me impide ver que a veces lo mejor es cuando nada tiene sentido, porque quizás así puedo ser yo y puedes ser tú, quizás nos odiemos porque el otro no es lo que esperábamos, pero disfrutaremos la libertad de expresar el verdadero ser; sin los parámetros que el resto de la humanidad ha fabricado para ti y para mi.

La pregunta es... Algún día entenderemos?

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Y a mí me encanta que le encante, madmoiselle :)

No entenderemos nada nunca, creo, hasta que no abandonemos toda máscara, toda construcción de cartón-piedra (rollo zen: ni hombre ni mujer, ni negro ni blanco, ni arriba ni abajo ni todo lo contrario). Pero me temo que algunos lo tenemos especialmente jodido para tal cosa... (las costumbres persisten; sobre todo las peores :P)

Amorbrujo82.blogspot.com dijo...

Y sin en vez de un velo hay siete como se complica más la cosa. Tus sofismos me absortan y me abstraen (lo que no me cuesta demasiado) Miguelton.

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Siempre un placer complicar más aún las cosas, Gabriela :)