domingo, 16 de junio de 2013

Cambiar la vida

No se puede salir de la jaula desde dentro de la jaula. No puede uno (digamos) pretender romper una relación y seguir cayendo en la misma cama para darse fuerzas para romper la relación. No se puede pretender que cambie lo de arriba si no cambia uno, menesterosamente, lo de abajo. Soñamos todos con salir de nuestras jaulas, íntimas o comunales, pero no nos damos cuenta de que la naturaleza de la jaula, espacio, atmósfera y color de los barrotes, es el puro reflejo de nuestra naturaleza misma. Estudiamos a la jaula, no al pájaro. Error. Porque es éste el que tiene la llave última, la clave para atravesar sin miedo las rendijas o estallar de luz y fuego y fin y se acabó el pájaro, y la jaula, y los círculos.
 
Changer la vie: cambiar la vida. La vida, que es la raíz y el sustento de todo lo demás (de absolutamente todo). Nosotros, los altivos disconformes, los que venimos alzando, con voz casi inaudible entre el ruido, la palabra No ante el alud de ignominia que nos anega; los que intentamos, con nuestros insignificantes oficios o discursos o banderas, desde nuestros balcones remotos, servir a la vida y enfrentar a sus enemigos; los que en conversaciones o canciones o poemas, o en barricadas o plazas o comentarios estériles de solipsismo y red social (que sólo ayudan a quemar tensión, en el mejor de los casos: nada más) tratamos de equilibrar humildemente el saldo cotidiano del horror con algunas migajas (muy pocas, siempre maltrechas e insuficientes) de humor o crítica o belleza; nosotros, en fin, y quien debe entender ya me ha entendido, ¿cómo pretendemos que la vida de ahí fuera nos corresponda como queremos si no somos capaces de salir de nuestras propias jaulas, nuestras pueriles idioteces, nuestros círculos? Pendientes todo el tiempo de lo de arriba, de las políticas, los decretos, los crímenes silentes de esa turba de psicópatas, sí (y es necesario); pero sin reparar en que es la gente la que cambia a la gente y se cambia a sí misma; una ley sólo crea un hábito, mejor o peor, pero el hábito no hace al monje: sólo lo alinea y lo aliena sin penetrar en lo esencial.
 
Y es que vestimos todos el traje nuevo del emperador, encantadísimos de habernos conocido. Eso que llamamos de manera tan etérea el sistema nos tiene perfectamente cogidos de aquí abajo no porque los que manejan los hilos sean mucho más listos (quizá más retorcidos sí), sino porque no dejamos de jugar a su juego, porque nos ponen sus reglas, porque nos gusta el queso de la trampa (porque somos el sistema, su pájaro y su jaula). No es sólo que el sistema fagocite a la crítica: es que la crítica acaba por legitimar al sistema, en este juego de ping-pong en el que al final del día no ha cambiado absolutamente nada y los dueños del tablero lo siguen administrando como siempre lo hicieron y harán hasta el Apocalipsis. Y es que, amigo mío, la cosa puede estar muy mal pero qué bonita queda la foto que el mismo sistema te echa, o te haces tú mismo, con esa pose tope guay de moderno hasta el almuerzo y después todo el día: tu reino por veinte me gustas y un retuit del maestro Armero. Y es el ego, al fin y como siempre. El puro y apestoso ego. “En la vida hay dos tipos de personas: tú y todos los demás”, sentencia, crudo y socarrón, el mayor de los Fisher a su primogénito en A dos metros bajo tierra. Lacerantemente cierto. Y no está bien o mal que así sea: es algo que es, simplemente: así somos –casi todos–. Y debería ser perfectamente legítimo admitir de forma honesta que uno aspira a ciertas cosas; el problema es que en este teatro no hemos encontrado aún (yo menos que nadie, subrayo) la fórmula de la humildad o la sabiduría o la madurez humana para no ponernos las mismas máscaras que atacamos constantemente, de manera cínica: porque también nosotros queremos que nos inviten a la fiesta, al carnaval, que nos nombren la reina del baile o el más gracioso de la clase. Y luego, ya, oiga, que clausuren la fiesta o arda Troya.
 
Orgullosísimos de lo transgresores que somos, o que nos creemos, no alcanzamos a vislumbrar que lo verdaderamente conservador es el miedo, siempre. El miedo que petrifica, que esteriliza, que no deja ver el bosque. Para empezar, el miedo a no mirarse uno al espejo o a mirar su mierda debajo de la cama, o a abrir el armario y reconocer a sus cadáveres. O a preguntarse para qué hace uno sinceramente lo que hace. ¿Para que le llamen guapo? ¿Para que le quieran más? ¿Para saltar un centímetro más que ayer, o que el vecino? Bien, está bien, somos así y mejor será asumirlo cuanto antes. Pero quizás no nos hacemos la pregunta adecuada. Cuando servidor entró en primero de Bachillerato (año 99 después de Cristo), alguien preguntó dadaístamente al recién estrenado profesor de Latín y Griego (Jesús Alemán era su nombre: Salve) para qué servía aquello. Para qué servía el latín, se entiende. Y don Jesús, en vez de preguntarle a la interfecta qué carajo hacía allí, en todo caso, se limitó a contestar con una lección que yo –ya ven– aún no he olvidado: “La cuestión no es ‘para qué’ sirve, sino ‘para quién’ sirve”.
 
Para quién sirve uno, o lo que uno hace. Y es que si todos nuestros egos no montan una hermosa fiesta, una gran reunión fraterna en la que cada cual ponga lo mejor suyo encima de la mesa por el bien común (pero primero el bien común, y luego ya, si acaso, los epítetos), entonces, sí, para qué toda esta vaina. Para qué toda esta farsa, este mascarada de cretinos, este sainete de trajes nuevos (viejísimos y decrépitos en realidad) de emperadores de cartón-piedra. De mentiras, en suma; de mentira. Pues todo es mentira menos aquello que se hace de manera cordial, para ensanchar el horizonte común de la vida (o de la jaula, si no hay más remedio). Pero para eso, me temo, es preciso vivir en primera línea. Enfrentar el miedo a la vanguardia de cada quien y de cada cual. Que cante el pájaro porque sea su ley, y no por desafiar al de la otra rama. Hacer de la vida un arte, y no del arte una forma de vida. Y que el espejo-espejito mágico que todos llevamos a cuestas sirva al menos para dar más luz y reflejar los recodos últimos del camino. De lo contrario, me temo, nos podemos ir metiendo por donde buenamente nos quepa tanta posecita, tanto tuiteo, tanta entradita en el blog nuestro de nuestra misma mismidad.
 
 

4 comentarios:

Fiores Florentino dijo...

Me he reconocido en muchas de tus frases y estoy en el proceso de dejar de mirar las barras de la jaula y empezar a prestar atención al pájaro, a ver si un día encuentro, dentro de mí, la llave que me hará realmente libre. El día en que cambie yo, antes de pretender cambiar a otros.

Cuesta decir NO a las estupideces que se han vuelto regla en esta vida global de revoluciones que empiezan y mueren en las redes sociales, pero no es imposible.

Ojalá que pronto dejemos la bendita hipocresía que nos tiene encerrados, enfrentemos nuestras miserias y cambiemos para cambiar... con el ejemplo.

Saludos cordiales

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Un gusto encontrar eco a los delirios de uno, señorita :) Mientras haya al menos dos (más, somos más) pensando lo mismo, buscando lo mismo, habrá esperanza

Un beso

Anónimo dijo...

Yo creí que estaba loco!!!!

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Y lo estarás, no lo dudes: ya sabes que los cuerdos SIEMPRE son los otros