lunes, 19 de abril de 2010

Sobre héroes y tumbas

Abril en el balcón, con mi café solo y mi tabaco. Hoy quería decir que ayer, 18 de abril, estuve en el cementerio parisino de Montparnasse. Buscando la tumba de ese crío que murió de pena tres días antes de hace setenta y dos años, en París con aguacero y cuando el mundo entero lloraba sangre de rodillas. Pero este fin de semana París no era lluvia, ni humo, ni polvo, sino una fiesta de guitarras y niñas en minifalda en el Pont des Arts, y el cementerio una ciudad de soles, un templo limpio y soleado custodiado por los pájaros del mediodía. Iba con la determinación de abrazar, de llevar tabaco, de conversar un rato sobre la piedra con el fantasma del arcángel tutelar de la poesía, con el hermanito mendigo César Vallejo. Preguntarle cómo pasan los días, ahí en la Muerte. Preguntarle si consiguió finalmente volver a España entre la tierra.

El caso es que, de manera perversa, mi tontuna intrínseca y la ambigüedad del plano de la entrada (un panel en el que puede uno consultar dónde viven ahora muchos personajes ilustres, de Sartre a Cortázar) se aliaron para casi provocarme una úlcera. Quiero decir que me equivoqué (o me equivocaron) de ‘avenida’ y de ‘distrito’, y estuve buscando a César durante más de media hora, entre mil casas muy alejadas de la suya. Dónde estás, me decía, dónde paras. De un mausoleo a otro. De un nombre a muchos juntos. Saltando con la vista alternativamente de lápidas historiadas a piedras humildes en las que apenas podía leerse ya nombre alguno. Andando por calles de muertos y sin que ninguno me diese referencia alguna, por más que les preguntase. La niña (treintañera y libertaria) que me esperaba en un banco al sol, leyendo El País, levantaba de vez en cuando la cabeza, con retranca, como diciendo qué he hecho yo para merecer esto. Y yo, maldiciendo entre dientes, andaba a escasos minutos de asesinar a alguien (un muerto más, pensaba, qué más dará). Pero no me consentí rendirme a la frustración. Como salga de aquí sin encontrarlo, me decía, me tiro al Sena con una piedra atada al pie. Así que volví a la entrada, consulté de nuevo el plano, regresé, y constaté que la ‘avenida’ donde figuraba el lugar no era tal, sino un camino de tierra que uno pasa de largo si no está bien atento.

Avancé por el camino. Ya por mero impulso, por instinto (el mapa seguía tocándome las narices), avancé más por donde el camino se interrumpía y sólo se podía andar entre tumbas muy pegadas unas a otras. Supe que había llegado cuando, apenas unos metros más allá, vislumbré un inmenso ramo de rosas rojas en un jarrón que parecía presidirlo todo, rodeado éste de folios impresos sujetos con pequeñas piedras. Las ofrendas no dejaban ver el nombre, pero en la parte inferior derecha, al pie de la lápida, podía leerse, como escrito ayer: 1892 – 1938.


No quiso decirme mucho. Andaba cavilante, con su mirada de bronce inca mirando a no sé dónde, pero aun así alegre: Mire -me dijo, señalando el inmenso ramo de rosas, como una hoguera-, es un regalo de mis hermanos del Perú. Se quedó en silencio un momento. Luego añadió: Y también me trajeron versos, ya casi me olvidaba… (“… Los mendigos pelean por España, / mendigando en París, en Roma, en Praga / y mendigando así, con mano gótica, rogante… )… Como el otro día fue jueves…

Pregunté a César entonces por la Muerte, alargándole un cigarro. Cómo va? Uno hace lo que puede, respondió. A veces, dijo, tengo hambre. Y frío. Pero no mucho más que al otro lado, señor, no se crea, añadió, con media sonrisa, con pudor, expulsando el humo. Le pregunté por el amor allá en la Muerte, y me dijo que lo de Quevedo era verdad, pero quizás, yo no sé, exageró un poquito. Le pregunté, contrariado, por la inscripción de su lápida, escrita en francés (“Aquí yace César Vallejo, quien deseó reposar en este cementerio”), y me dijo, con la mirada baja, algo cómplice, bueno, ya sabe usted, estos franceses. Restallaba el sol en su perfil, esbozándole amable los rasgos. Aniñándolo, como sentado con su hermano en el poyo de su casa en Santiago. Nos quedamos un rato en silencio, fumando sólo, escrutándonos los ojos de vez en cuando.

Quise saber entonces si por casualidad se había cruzado en la Muerte con alguno de mis familiares. Se los describí, le di algunas señas. Lo siento, señor, me dijo, con una dignidad en la voz que no pudo esconder sin embargo la tristeza filtrándose por entre las grietas. Ya sabe que yo no pude volver a España. Avergonzado, quise cambiar de tema, pero me sonrió, muy tranquilo; me dijo: no se preocupe. Y al instante quiso saber él de España. Cómo estaba la madre España que él tanto quería. Amigos cercanos le habían contado que se perdió la guerra, pero que en el piadoso Tiempo de la vida -mucho más llevadero que el de la Muerte- el dictador llevaba ya décadas muerto (en el infierno, por más señas, y según Neruda con “un agonizante río / de ojos cortados / mirándole sin término”), que había democracia, que todos los niños podían ir a la escuela y que muy pocos lloraban ya de hambre, desvelados. Me miraba en fondo, casi con ilusión, con un destello lejanísimo en sus ojos de piedra. Le dije claro, Capitán. Asentí varias veces, dando caladas nerviosas al cigarro. Claro que sí, repetí, cabizbajo. Le dije, a cada venia: todo está bien, todo está muy bien...

Nos despedimos, fugazmente (ya nos veremos, amigo), y le dejé otro cigarro más, por si luego quería. Volví al camino de tierra, pero seguí maldiciendo hasta la salida, lleno de rabia, como antes por no encontrarle. No pude decirle lo que venía ayer en el periódico. No quise contarle ninguna historia sobre fascistas, memoria, jueces y democracia. No quise estropearle aquella mañana de sol en Montparnasse. Me avergonzaba demasiado decirle a César Vallejo que, en abril de 2010, setenta años después del Aguacero, España sigue siendo un inmenso cementerio en que los lobos no dejan a los niños encontrar las tumbas de sus abuelos. Que la madre España cayó -y no es un decir- y los niños del mundo la seguimos buscando.