viernes, 14 de mayo de 2010

Ese entrañable viejecito

Es tu vecino, o el compañero de tute de tu abuelo, o el averiado y entrañable desconocido al que cedes amablemente el asiento en el metro. Es ese señor mayor al que tu bienintencionada madre te ha enseñado a respetar, a no quitar el bastón cuando se descuida, a no sacarle la lengua, zumbón, cuando se le cae la dentadura en la sala de espera del médico. Es ese viejo conocido de tu familia, o el ancianito al que siempre has visto dar de comer a las palomas en el parque, o el amadísimo párroco de tu barrio. Lo mismo, hasta es de tu propia sangre, y se comporta como un sólido y cariñoso patriarca cuando os juntáis todos en su casa del barrio de Salamanca, y saca a bailar a su mujer -qué gracioso, el abuelo-, y os da generosas propinas para que salgáis solventes con vuestras amiguitas los sábados por la tarde. Es el venerable caballero, ya retirado de la judicatura; es el educado señor que siempre dice buenas tardes y pregunta por la familia; es el viejo cumplidor que compra el pan y lleva al nieto al colegio, cómo vamos, don Fulano, pues tirando, hija, tirando. Es tan amable, tan cortés, tan inofensivo bajo sus cataratas y sus ciáticas y sus próstatas, es tan vulnerable el hombre que hasta te entran ganas de darle tú el caramelo y revolverle el pelo, así, como si fuera un crío. Es tan recto dentro de su curvatura, tan tierno en su decadencia, tan transparentemente noble en su domingo de canas, bastón gastado y ABC, que no queda menos que atribuirle un pasado heroico, austero, de ciudadano honorable que jamás ha molestado a una hormiga. Es tan así, tan humano, tan de aquí, tan de nuestro, que quién le negaría una ayuda para cruzar la calle, una reverencia cuando te lo cruzas, una mirada amiga, íntima, solidaria, cuando se hace la picha un lío con las bolsas, o blasfema en voz baja en el bar con su cigarrito, o te mira perplejo cuando estás con tus amigos en la barra haciendo el gamberro, hay que ver, los jóvenes de ahora, cómo sois. Es tan clásico, tan fiel a la norma, tan coherente con el paisaje, que te cabreas cuando alguien le falta al respeto, o le bajan la pensión, o le dicen quítese de en medio, vejestorio. Es tan cándido que hasta da lástima, a veces, tan dócil que produce pudor, tan elemental que inspira justicia.

Lo has visto durante toda tu vida, en muchos sitios, en muchos rostros, en muchos bares, en muchas boinas de fiestas de guardar y de coñac. Es un anciano de España como dios manda, un viejo español de esta España mía, esta España nuestra de toda la vida. Es él, lo conoces perfectamente: ese viejecito entrañable. Tú y yo no sabemos que, a lo mejor, mandó fusilar o fusiló él mismo a unas cuantas decenas de seres humanos contra la tapia de un cementerio. Tú y yo no sabemos, porque no lo pone en su DNI, que, a lo mejor, depredó durante décadas a cientos de infantes bajo la impunidad de la sotana. Tú y yo no sabemos, no podemos saber que, a lo mejor, quién sabe, es un criminal, porque jamás nadie le pidió cuentas, ni le juzgaron, ni por supuesto a nadie se le pasó nunca tal idea por la cabeza. Está tan convencido de ser buena gente, de haber cumplido con su deber, de ser sólo un pobreviejitopordiós, que por eso a ti y a mí nos parece tan recto, tan honesto, tan profundamente honorable.

Ese entrañable viejecito del que hablo es quizá, y seguirá siendo hasta que muera en la cama, rodeado de su prole, una inequívoca y soberana bestia. Pero como tú y yo no lo sabemos, no podemos saberlo -ay, el pobre viejito-, le cedemos el asiento en el metro, le tratamos con piedad y misericordia, y le llamamos (por respeto) de usted.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Chapeaú