miércoles, 27 de agosto de 2008

Luz de olvido

Esta tarde, a la hora del café, he encontrado una luz nueva reverberando en la puerta del salón: sólo un momento, furtiva; al poco, todo ha vuelto a ser verano otra vez. Pero yo sé qué ha sido. Quién. Yo sé que Septiembre merodea ya bien cerca, y que pronto ya no necesitará esconderse. Se quedará, con su decreto de otoño, y todo volverá a empezar otra vez para ser distinto. Se supone que un año acaba en diciembre y termina en enero, pero algunos adultescentes aún hacemos muescas en el calendario con ese mes que marca el inicio del curso escolar. Ése que olía a libros nuevos y a brisa nueva en las aceras. Ése al que uno se encomendaba para hacer realidad todas las conquistas y todos los fracasos, primero mirando a las estrellas del cine de verano, luego al fondo de un vaso de ron en las últimas fiestas de agosto. Si el galopar del tiempo es casi siempre implacable, la resaca del verano sólo dura el suspiro del tren de vuelta, lo que tardan los campos en amarillear para que miremos la vida al contraluz de otras tardes. Las siestas eternas bajo las palmeras, las risas sin miedo al lunes y el amor al amanecer junto a un Mediterráneo malva serán entonces un recuerdo remoto. También las carreteras olvidarán pronto las almas rotas por la velocidad suicida, y las casas donde tantos ancianos han vuelto a morir solos, sin que nadie escuchase su soledad entre la canícula, dejarán las ventanas abiertas para que el primer vendaval de otoño limpie la vergüenza de las habitaciones. Este verano también atrapó a un criminal de guerra serbio, pero quién sabe si Septiembre se encargará a su vez de ventilar las celdas y hacer humo las proclamas de quienes se sintieron vengados el pasado mes de julio. Si has tenido muchas amantes este verano te felicito, y fumo a tu salud para que el bronceado de la piel de todas ellas no borre, al difuminarse, la memoria de los besos que les diste en esas noches clandestinas. Ya lo sabes: Septiembre borra al llegar todos los mapas. Por eso, entre otras cosas, deberías ir pensando en trazar ya la carta náutica que impida que quedes a la deriva en las próximas semanas. Septiembre es implacable en el olvido. La teoría del caos se cobró más de ciento cincuenta seres humanos en uno de esos regresos en avión hacia la memoria (por poco no salió mi número en esa lotería, por cierto): todo apunta a que la proximidad del mes de inicio se resiste a que los forenses hagan bien su trabajo, para que la amnesia no borre también la identidad de esos rostros que ya no volverán a reír en ningún otro verano de este mundo. Nadie debería morir nunca en verano. Lamentablemente, también eso está fuera de su alcance: también él morirá pronto, y muchos tendremos de nuevo la incertidumbre de la edad adulta –ya no adultescente- filtrándose por la almohada. Tiende uno a mitificar aquellos años del acné en que no se comía un rosco, pero hay algo incuestionable: sabías exactamente lo que tenías que hacer cuando llegaba Septiembre. Comerte el tarro igual que ahora, pero con un plan establecido. Ahora ya ni sabes qué asignaturas te quedaron pendientes. Un inmigrante nigeriano que vendía clínex en una calle de Sevilla a cincuenta grados a la sombra se encontró hace un par de semanas una cartera con dos mil setecientos euros, y sin pensarlo dos veces lo llevó a la policía, sin abrirla: “No tengo la necesidad de mirar nada que no sea mío”, declaró; el otro día me crucé en un pasillo del metro semivacío con una pareja de ancianos eslavos: él tocaba el violín como los dioses, y ella le iba pasando, atenta, cada página de la partitura. Septiembre tampoco tendrá piedad a la hora de olvidar el heroísmo. Y sin embargo este mes también traerá una amplísima acuarela de ocres, y cuando regreses a la ciudad quizás el miedo por el final de la tregua cambie de color al encontrarte en un parque fortuito con aquél que creíste no volverías a ver jamás. Con suerte, Septiembre te devolverá también al pueblo, a una noche de romería en torno a una hoguera vieja de siglos: a ella encomendarás de nuevo tus deseos, y en ella velarás, fielmente, lo que de piel y ron te sobreviva aún en la memoria del verano.

martes, 5 de agosto de 2008

Verano

¿Y el verano? Ahí fuera, ahí está, ahí respira en la siesta de las cinco. No va a venir nadie a la ciudad, a preguntarle qué se hace, tan lejos de casa, tan lejos. Ahí fuera anda el verano. Anda algo perdido en la canícula; gatea por los tejados y busca sin encontrar algún zaguán de buena sombra, algún patio fresco con plantas hacia el sur. Está más viejo este año pero no se le nota en la cara. Llama a la ventana del salón con estrépito de otro tiempo y yo no sé si abrirle. Me pondría perdido de sol y humo de kilómetros. Y no sabría señalarle exactamente el camino. Por allí a la casa donde no amanece nunca, por allí a Neruda esperando en una barca, por allí a las palmeras de hace ya diez años. Y además no sé conducir. Si pudiera le llevaría sin rumbo fijo, o a visitar a los que siguen donde yo no puedo. Si pudiera me lo llevaba a La Manga, donde lo conocí. Pero tampoco sé si querría volver. Se le nota que ya agotó todos los bares y las playas donde yacen sin saberlo sus amantes. Se le nota hastiado de parejas que no llegarán vivas a septiembre y de cadáveres en la cuneta que no llegarán ya a saber de esto. Se le nota, se le ve en la cara, que anda lejos de su casa, sea cual sea, no lo sé. Pero qué andará buscando y qué hará aquí ahora, el verano. Vagará, seguramente, calle abajo, falda abajo, tarde abajo. Demasiado temprano para que ande despierto un nómada. Demasiado tarde ya para comprar los periódicos que arden ya en las aceras, desahuciados, porque poco importa ahora a tanta gente que no cierre el horror por vacaciones. Sigue llamando a la ventana, y yo dudando. Quizás le debo algo. Quizás trae noticias de alguien, de algo. Pero dudo. Si abro, querrá quedarse, no se está tan mal aquí dentro. Pero esta tarde es demasiado pequeña para los dos. Dejará de llamar, cuando caiga el sol. Y si resisto la tentación de abrirle hasta entonces, es probable que decida seguir camino, entender que poco tiene que hacer aquí. Seguirá andando ciudad abajo, noche abajo, cuando abran ya los primeros bares y llegue la primera brisa. No quiero abrirle. Ojalá encuentre una quinceañera que le mire como entonces, que le lleve a casa. Ojalá se suba al coche de esos vividores que viajan al verano como si fuera el último. No puedo abrirle. Ojalá llegue a salvo y le reconozcan. No abriré. Ojalá llegue pronto a casa.