Pero la muerte ahí a lo lejos.
Se la oye segando, hediendo el verano, ahí a lo lejos, en el bosque. No da
tregua en esta siesta, en esta tarde a la deriva, esa carroza transparente que hoya
la vega con los trece caballos de su ley. Se ha puesto por eso la tarde turbia,
como en esos días de playa en que hubiera miedo en las orillas y sólo cupiera
ya esperar: a lo que ha de venir, al horizonte. Pero al cabo no llega nada, no
llega nadie. Y sin embargo, en alguna parte, algo hay que no dejará nunca de
zapar.
Quizás la muerte misma, que nos
pasa rozando (rezando) por el filo mismo de la quilla dorsal. Como una tormenta
que nos olvidara lentamente, al alejarse; desdeñosa, indiferente, compasiva.
Tarde de bruma a finales de
julio, muy lejos ya de todas partes. Pero ahora me apetece recordar las rocas,
el crepúsculo añil del espigón. Yo aprendí la capitanía del mar hace quince
años. Eran mediodías grises como la tarde ésta, o atardeceres de tesoro
escondido, resplandeciendo bajo la bandera verde de esas aguas. Los pescadores
meditaban, yo leía en un espejo irrepetible, y ella llegaba con su pelo de
incendio y su perro blanco, su aroma pavoroso y su temblor, su milagro
inagotable que me miraba a mí. (A mí.) La brisa en la cara, el puñal al cinto,
el corazón izado a todas partes. Era yo, sí: aquél, era yo. Antes de cumplir,
sin saberlo, cada línea de este mapa a medias. Luego me zambullí en el agua, y
al salir ya no había perro, ni rubia, ni siglo veinte, ni fantasma.
Luego salí del agua y muchos
hombres, muchas mujeres, muchos viejos habían muerto: se los había llevado la epidemia
(también faltaban algunos amigos: bajas memorables del naufragio de crecer).
Luego llegó septiembre, y la vida siguió como siguen las cosas que deben
cumplir con su sentido; ése que no llegaremos, quizá, a alcanzar nunca. Se
fueron sucediendo los veranos; treguas azules de madrugada, o jaulas de
infierno, o vampiros colgando bocabajo en el bosque en sombra de la
misericordia. Volvemos a reír y a claudicar, cada verano; a respirar y a ser
guardianes de la pena. Pues sucede siempre, desde entonces, que al filo de la
orilla nos saluda, lejana, aquella nube. Como un cuervo extraviado en el bosque
de allí lejos, en la siesta unánime (como la semilla oscura del invierno). Entonces entendemos la señal, nos
humillamos. Quedamos, casi siempre, asustados y solos, hasta volver de nuevo a
nuestra música, a nuestro menesteroso intento de canción.
Encendemos la pira del último soldado y nos miramos, de nuevo, a los ojos: la muerte seguirá cumpliendo su trabajo. Nosotros debemos seguir cumpliendo el nuestro.
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Y sin embargo, sin muerte no hay vida, lo mismo que sin luz no hay sombra. Aprovechemos este verano, pues nunca sabremos cual será el último.
Ésa es la ley, amigo.
Un abrazo
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