sábado, 5 de mayo de 2007

Anoche

“Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días.
El año tiene cuatro estaciones: primavera, verano, otoño, invierno.
Hay verdades que se sienten dentro del  cuerpo, como el hambre o las ganas de mear”.
(C. J. Cela, La Colmena)


Y todo porque le pidió fuego. Todo porque se lo encontró allí, sentado en el portal, y le dijo oye, perdona, colega, no llevarás un mechero por ahí. En cualquier otro momento hubiera pasado de largo, sin mirar siquiera. Esas pintas. Esos vaqueros gastadísimos. Esa sudadera de heavy metal, o algo así. Y el fulano mismo: famélico, escurrido hasta la sombra, con esa cara de documental de extrarradio; la cara morena, llena de cicatrices; los ojos atónitos, opacos, como dos cuchilladas de hielo negro. La misma estampa de la muerte, o de algún hijo descarriado de la muerte que ni la muerte quisiera. Oye, colega, tienes fuego o qué. Era un anochecer hermosísimo de mayo. Aún no habían prendido las farolas de la calle, y era esa hora incierta del crepúsculo en que el sol se fue hace ya rato pero aún no está oscuro, y todo es azul de cuaderno escolar. Y es viernes, venía pensando de regreso a casa, de vuelta de la oficina. En alguna parte se andará una adolescente poniendo una falda, en algún sitio se preparará una fiesta con risas y juventud. En cualquier otro momento hubiera pasado de largo. Hubiera llegado a su ático, a pocos metros de allí. Se habría quitado el traje y preparado lo que fuese para cenar, y se habría tumbado en el sofá, hasta que el sueño le venciese mirando sin ver la televisión. Y al día siguiente sería sábado, y al siguiente domingo, y, como siempre, se habría quedado allí, solo, quizás leyendo, seguramente adelantando trabajo para el lunes siguiente, hasta el alivio del lunes por la mañana con cosas en que pensar. En esto último barruntaba mientras acertaba a sacar del bolsillo el mechero y se lo alargaba al individuo sentado en el portal. Colega, le dijo éste, vaya pinta de pringao que llevas. Le miraba desde el suelo, guasón, mientras le devolvía el mechero y soltaba la primera bocanada de humo. Él se lo quedó mirando, confuso. Tenía algo aquel tipo, a pesar de su apariencia andrajosa, violenta. Por qué lo dices, preguntó. El otro se partió de risa. Joé macho, replicó. Más te vale no caer nunca en el maco, porque serías el más pringao de tos. ¿El maco?... Sí, el maco. El talego. La cárcel, coño… ¿Has estado en la cárcel…? El tipo le miró desde muy lejos. Si me das algo, colega, te lo cuento, dijo.

Miró a su alrededor. Se miró a sí mismo, con el maletín, con el traje. Lo miró a él: hecho polvo total. Miró a lo lejos, hacia donde quedaba su apartamento. No le esperaba nadie.

Entonces sacó la cartera, le alargó un billete al tipo, y se sentó junto a él en el portal. Cuéntame, le dijo. Cuéntame lo de la cárcel. El otro guardó silencio, mirándolo de reojo. Se había apoyado en una pared del portal y le miraba de frente, siniestro, como uno de esos payasos cuya sonrisa aterroriza. Anda, ministro, échale un trago a la rubia, le dijo, antes de empezar a hablar. Él dudó un segundo antes de beber de la litrona que el tipo le alargaba. Y el tipo habló. Hablaba bien, el fulano, se dijo, para la pinta que tenía. Cuántos años podía tener, se preguntó de pronto. No muchos más que él. Treinta y tantos, cuarenta quizás. No se lo llegó a preguntar pero pudo deducirlo del relato. El talego, nene. El talego es una cosa mu fea. Al maco sólo van los tontos, sabes? Los tontos o los que tenemos mala suerte. Porque hay que tener mala suerte, colega. Yo tenía una casa, sabes. Una familia. Mi pobre vieja, que me quería a muerte. La pobre, lo que sufrió conmigo. Hijo de puta era yo. Por eso me piré. Por lo hijo de puta que era. Me enganché al caballo, sabes. Hijo de puta, el caballo. Mala zorra lo parió. No veía otra cosa que el momento de picarme otra vez. Mira a ver si… -el yonqui se levantaba las mangas de la sudadera, enseñando los brazos: picaduras de avispa, pensó él. Una vez, de niño, le picaron muchas avispas en el brazo-… Y cuando no tenía hueco ya en el brazo me buscaba las venas de los pies. Como te lo digo, colega. Ciego total. Les robaba a toas horas, a mis pobres viejos. El viejo casi me mata un día, cuando me vio que me llevaba la tele, pa venderla. Desgraciao, me decía, dándome de hostias, desgraciao, que un día de éstos te mato yo antes que te mate la mierda ésa. Buena gente, mi viejo. Se le iba mucho la olla, pero buena gente. Una vez me pilló picándome en el baño, ahí tirao en el suelo, y no dijo ni pío. Se me quedó mirando, así, to tranquilo, y con las mismas cerró la puerta. Buena gente, mis viejos. Por eso me fui, óyeme. Me dije un día: tú, cabrón, si te quieres joder, jódete tú, pero no jodas a los demás. Y me fui… Te está gustando la rubia, eh, señorito…?

Le estaba gustando, sí. Se sentía bien, extrañamente bien, increíblemente bien, allí sentado. No había probado gota de alcohol desde la universidad, y por entonces tampoco le entusiasmaba demasiado. No le gustaba beber; a las dos copas ya andaba haciendo el imbécil, y nunca le gustó quedar en ridículo. Ni hacer lo que se suponía que no se debía hacer. Pero le estaba gustando, aquello. La cerveza, el anochecer de primavera, el relato de aquel tipo contándole cosas que él no había oído en su vida, colega, ya vas entornao, eh, ja, ja. Los señoritos de mierda como tú es que no aguantáis ni medio trago. Ni media hostia, tampoco. Te hubieran dao a ti las hostias que me dieron a mí, en el talego, ibas a ver. Entre los maderos y los de dentro, no veas. Pero la mayor somanta de palos que me llevé fue cuando lo del atraco. Que yo me vine pa Madrí, sabes, y al poco me quedé sin perras pal caballo. Yo ni sabía lo que hacía, colega. Yo sólo me buscaba la vida pa tener perras pal caballo, caes? Pos yo ni sabía lo que hacía cuando atraqué a la vieja aquella. Tenía fuerza, la hijaputa. Le tiraba yo del bolso y la tía se aguantaba, potranca. Yo no quería, sabes. Está mu feo eso de pegarle a las hembras, y más si son ya viejas. Pero no me pude contener. Con lo que al final le largué una hostia que se cayó al suelo, la pobre, y se mató. Porque no la maté yo, eh; que yo no quería matarla, pero claro, al caer al suelo, la pobre viejica se la metió bien, y a los pocos segundos, que no sé de dónde salieron, pos aparecieron dos maderos que me dejaron tieso, colega. Mira, me ves la ceja? Pos to esto desangrándome a rabiar, y yo, que no me deis más, que no me deis más, y los hijoputas ésos reventándome a palos por toas partes. Y pos sabes qué te digo? Que hubiera sío mejor que me matasen, los maderos aquellos. Porque me estoy cayendo a pedazos, colega. En un viaje que me di con la peña me pillé el bicho, controlas?, el sida de los cojones, y así que me estoy quedando...

Volaba. Se sentía volar por encima de sí mismo y de la noche –había que ver qué rápido se pasaba el tiempo de repente-, y por dentro una euforia antiquísima, rara, adolescente, que creía ya muerta hace tiempo. Hacía ya rato que miraba a aquel tipo con franca simpatía, riéndose a carcajadas cuando le contó lo de la vieja, o lo del tipo aquel al que sodomizaron en la cárcel hasta que se ahorcó. Le caía bien aquel yonqui, pensaba. Por eso ni se inmutó cuando el otro sacó una jeringuilla del bolsillo, trajinó un momento con algo plateado que no llegó a distinguir, oyó un sonido como de papel rasgándose, y entrevió al otro pinchándose en el brazo tatuado de marcas –picaduras del delirio-, mientras componía una mueca de placer absoluto. Se le quedó mirando un rato largo, no sabía cuánto, los ojos en penumbra, allá al fondo de ninguna parte, mientras él seguía dando cuenta de la litrona. Para cuando pareció volver en sí, el yonqui le miraba absorto, con sonrisa bobalicona. Mola tu corbata, señorito, le dijo, hurgando en el paquete de tabaco arrugado. De fijo que eres un señorito y estás bien apañao con una tía buena de ésas de los anuncios, a que sí. Vamos, no me jodas, no me pongas esa cara. Si te vieran tus colegas señoritos aquí, to chispao, no iban a fliparlo bien. Y tu vieja, ja, ja, ya ves. Pos te digo una cosa: las pasa uno putas, en el maco. Sí señor. Tú te me figuras un día entero mirando una paré, asín mismo, sin hacer más que mirar una paré. Y así un día, y otro, y otro. Jodé si te digo que se las pasa putas uno en el talego. Pero otra cosa te digo: se hace allí uno unos colegas hasta la muerte. Si te enfilan, te enfilan, las cosas como son. Y si te pasas de listo no te digo na. Pero las cosas como son, los colegas que hace uno allí, van pa la tumba con uno…

-Dame un poco de eso.

El yonqui calló de pronto. Le estudiaba muy despacio, con franca sorpresa en sus ojos de malo de película. Como un mafioso que descubre perspectivas nuevas en su discípulo.

-Esto vale pasta, colega.

Se sacó la cartera del bolsillo trasero, a duras penas, y se la arrojó al yonqui. Coge lo que te dé la gana, musitó, con lengua pastosa. El otro sólo dudó un segundo –más sorpresa en sus ojos de hielo oscuro- antes de abrir la cartera con fruición y meterse los billetes y las tarjetas de crédito en el bolsillo. Macho, le dijo, casi con respeto. Pa mí que eras sólo un pringao, y lo que pasa es que estás mu mal de la olla. Fíjate que me estaba yo pensando en dejarte tieso, y resulta que no tengo ni que esforzarme, ja, ja… Dame de eso, repitió él.

Todo le daba vueltas. Las luces de neón de las farolas bailaban de arriba abajo, de las ventanas de los edificios a las lunas de los coches. La calle estaba desierta, a oscuras ya; sólo un coche, de vez en cuando, subiendo hasta Santa Engracia. Y sin embargo el rumor en su cabeza era cada vez más fuerte. Se acabó, se acabó, no puedo seguir así, se acabó. Portazo. Silencio. La impresora de la empresa. Oía estúpidamente el sonido de la impresora del trabajo. El goteo del grifo en el silencio absoluto de su casa. De repente sintió arcadas, pero no se movió. Se vomitó encima de los zapatos, sin inmutarse más que para echar aquel líquido amarillento, como de almíbar. El yonqui dijo algo que no llegó a entender, mientras sentía que éste le levantaba las mangas del traje. Después, una presión en el brazo. Y luego, de repente, un relámpago frío, ardiente, frío como un orgasmo interminable que le recorrió de golpe el cuerpo, de los pies a la cabeza, pensando en todo, pensando en nada, arriba, abajo, cayendo hacia arriba como en uno de esos sueños en los que uno tiene la sensación vívida del vértigo. La calma absoluta, la paz absoluta, el placer absoluto. Más, más, más. Quiero más. Acertó a mirar de nuevo al yonqui a los ojos, que venía de vuelta de su último viaje. Ya sabía por qué le caía simpático, a quién le recordaba. Era clavado –ahora lo veía- al niño aquel con el que solía jugar a la orilla del río. Otra vez el portazo. Otra vez el goteo. También, de repente, nítida, la voz de su madre: pero hijo, qué estás haciendo.

Más, le gritó al yonqui. Quiero más. Miró hacia arriba, tratando de distinguir alguna estrella, allá donde seguro se trenzaban las constelaciones: no vio ninguna. Miró a su izquierda: su amigo del río, tambaleándose mientras se le acercaba. Se miró los zapatos: llenos de arena. Lo siento, mamá, pensó. Miró por última vez hacia arriba, mientras le acariciaba las sienes la brisa de mayo, sonriendo, entornando los ojos.

Y se dijo que, definitivamente, aquella era una noche hermosa hermosa hermosa…



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te has tirao al fango, pisha. No te metas en este mundo o acabarás hecho una piltrafa a la que la gente mira on asco, lástima o ambas cosas juntas.

Ahora que lo pienso quizá llevas en este mundo más tiempo del que creía...

Pásalo bien.

Miguel A. Ortega Lucas dijo...

Copón. Soy convincente, eh.

Qué miedo