domingo, 29 de mayo de 2016

La patada de Dios en el culo de Bob Dylan



Es probable que no existan los genios, sino la genialidad. Igual que no existen los enamorados sin interrupción, tampoco es posible, como pretendía Baudelaire, ser sublime sin interrupción: estar en contacto perpetuo con las fuerzas del Otro Lado, tener barra libre en el Bar del Duende, acceso fijo y tarifa plana para hablar con el Misterio. Es más probable, mucho más plausible, que eso que llamamos el genio lo sea de manera literal: una deidad, un espíritu, como un súcubo nocturno, que habita sólo a unos cuantos elegidos por tiempo limitado; poseyéndolos, sometiéndolos a su voluntad, usurpando su psique como el baile delirante del derviche, siendo el artista el mero receptor, el templo donde se oficia esa ceremonia sexual de la creación artística.

Y tras el orgasmo –tras el rapto artístico, tras el parto–, el artista-médium, el canal, despierta aturdido, como después de un accidente en mitad de la carretera, sin saber cómo pudo llegar hasta allí. Cierto que para creer esto es preciso algo de fe. Pero es que hay fenómenos que sólo se entienden como soplos de Dios. O como patadas de Dios en el culo.


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