Qué frágiles somos todos. Qué fatal, desvalidamente
frágiles. Qué fácil tropezar otra vez en alguna piedra del recreo y dejarnos la
piel de las manos y de las rodillas en un vértigo que apenas llegamos a
comprender; y al levantarnos sólo queda una vergüenza. Qué fácil, por cierto,
qué horriblemente fácil para tantos sentir vergüenza en estos días. Yo llevo un
tiempo no muy largo pero intolerable tanteando a ciegas esta casa, los rincones
y el balcón y sus tejados, por ciertas palabras del alma que no llegan: como
cuando se inquieta uno en la tardanza de quien más quiere. Esa ausencia, esa
tardanza, esa esterilidad sangrante y entre paréntesis vino a hacer causa común
en esta guerra junto a otras esterilidades que tantos podrán entender: son
legión los que se sentirán a día de hoy como el coronel de García Márquez, sin
nadie que les escriba a vuelta de correo de la esperanza. De ahí a la
desolación, un paso: el de cualquier piedra que te ponga la vida por delante.
La esperanza: esa trampa luminosa. Cómo envidio a ésos que
parecen tener siempre muy claro lo que hay que hacer, sin remordimiento previo
ni proyecciones (estériles) de incertidumbre, y que lo llevan a cabo como un
plan inagotable y definido que no admitiese fisuras. ¿Saben éstos de los que
hablo qué sonido de tambor lúgubre tiene una
tarde como ésta? ¿Se les pararía el
corazón si pudieran pensarse un segundo en cierto centro de gravedad? Ganas
de ser uno de esos pájaros que gobiernan este barrio blanco y antiquísimo:
trenzan al atardecer, en bandadas ligeras, una correspondencia indescifrable y
puntual de ciprés a ciprés, de sombra a cúpula. Como si hilvanasen un secreto,
o conspirasen contra la huida del sol. Todos saben lo que hay que hacer y
cuándo, con sincronía absoluta, precisamente porque no lo piensan: sólo hacen
lo que tienen que hacer. También cantarán cuando tengan que cantar, por razones
que sólo a ellos compete, y ninguno dejará de cantar, abatido, al medirse con
otro, pues no es ningún juicio el cantar, sino ya un veredicto en sí. No se
pregunta el pájaro para qué canta;
simplemente debe hacerlo, cumplir con una ley que se justifica por sí misma y
que lo justifica a él al cantar, sin reclamos o dádivas de nadie.
Pero esta tarde no han cantado, y se ha puesto a llover de
manera mansa, funcionarial, como lloviera en un café del Norte a las siete de la
tarde sin nadie a quien esperar, la noche cruzándose de brazos. En dónde reside
la iluminación que hace arder todo; de dónde viene esa plenitud súbita que da sentido
a todo de manera misteriosa, sin que importe nada el exterior, lo que uno
espera o lo que se espera de uno, el aplauso, el miedo, el futuro, la absurda utilidad que algún psicópata se empeñó
en buscarle a todo. Decídmelo, y yo prometo honrar a esa fortuna.
Quizás el ruido de los otros
no me deje oír la melodía. Quizás las luces de allí lejos (la estéril,
asesina esperanza) no me dejen ver más claro. Intuyendo esto, tal vez, me he
recogido así, como entonces, en un templo invernal; he cerrado cada puerta, he
encendido un farol sólo, y he recuperado el folio de papel y la tinta que deja
sangre azul al escribir. Quizás me faltaba abnegación; quizás la humildad
faltaba, para no olvidar que el canto viene cuando ha de venir si lo merece
uno, y que cualquier distracción, traición a la autenticidad, es castigada con
el silencio; y la vergüenza de caer en la misma piedra del que no se tomó
suficientemente en serio el juego.
¿Será la muerte otro
cansancio?, venía ya escrito en este folio, no sé cuándo, no sé por qué. Y
también: Las velas del ocaso que ya
anuncian / un cortejo de pájaros hacia el otro día.
También la belleza hay que merecerla; también la plenitud se
gana a pulso cada día. Como el amor y esas tres flores que se riegan (deben regarse) a
diario.
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