lunes, 31 de mayo de 2010

El ejemplo se llama Luis*


Porque la muerte no interrumpe nada: aquí está todavía, aquí sigue, aquí alumbra aún su casa encendida.

Hoy hace cien años exactos que vio la luz de Granada uno de los hombres más esenciales, más puros en lo puro, más buenos en el único sentido de la palabra bueno, que la ingrata España haya dado nunca. Se llamaba, y le seguimos llamando a este lado de la vida, Luis Rosales. Es uno de los ejemplos más diáfanos de cómo una conducta moral puede abrirse paso por entre la sangre, los escombros, las infamias y los errores de su siglo, para seguir reuniendo las pocas migajas posibles de inocencia, para poder sobrevivir con dignidad en medio de la nada más atroz. Es uno de los ejemplos más pavorosos de cómo un crío de veintiséis años puede ver derrumbarse los cimientos de su vida, ver caer asesinada su inocencia, ver caer asesinados a sus dos mejores amigos, ver caer a su país hasta convertirse en una gigantesca orgía de caínes y fanáticos, y a pesar de ello seguir creyendo en el hombre, por más que el desengaño fuera ya su sombra tutelar: por todo esto, entre otras cosas, es también el autor de una de las poéticas más humanas, más auténticas, más insobornablemente nobles de toda la tradición de la lengua castellana.

Luis Rosales es el ejemplo vivísimo de cómo la fe del hombre en los hombres puede y debe devastar con un golpe de ola a lo más miserable de la política, y de la sociedad, y de la condición humana, para seguir braceando hasta alcanzar en un abrazo a todos los otros náufragos, los que tampoco nos equivocamos nunca en nada, sino en aquello que más queríamos: pero es también el ejemplo tangible, orgánico, inacabable, de que un artista puede y debe levantar un obelisco fraterno y lleno de sol que nos recuerde que allá lejos, después de las tinieblas, nos espera el faro.

Luis Rosales -lo sabe todo aquel que quiera saber- dio cobijo en su casa granadina, en aquel verano de 1936, a su amigo Federico García Lorca. Cuando un miserable indocumentado con ganas de figurar, siguiendo órdenes de otros miserables carniceros, se llevó a su amigo de aquella casa, Luis Rosales -falangista, sí: casi un adolescente que no sabía lo que suponía o iba a suponer ser falangista- se jugó su vida para salvar la de su amigo. Pero no pudo. Desde entonces, y hasta su muerte, Luis Rosales hubo de vivir con el fantasma de aquel crimen para siempre, de aquel acontecimiento que difuminaría su alegría para siempre, y también con la calumnia de quienes (por motivos tan insondables como los de las serpientes) le injuriarían para siempre, culpándole de la muerte de su compañero de vino y versos. Hasta prácticamente antes de ayer.

Pero no pudieron, no pudieron con él. No pudieron con el hombre, y tampoco con el escritor. Aquella angustia estupefacta de 1936, cuando también fue asesinado su compadre Joaquín Amigo -éste en manos contrarias-, y todo lo que vino luego, se quedaría agazapado en sus entrañas y en su conciencia como los perros que ladran puntuales en las pesadillas, pero Luis Rosales supo esperar. Siempre supo. Machadiano como era, sabio como era, siempre supo esperar: para escribir sus libros, para mirar despacio a los seres que amaba, para conversar con la vida sin levantar jamás la voz. No pudieron con él, entonces, antes de ayer, y no pueden hoy tampoco. No pudieron con su fe más profunda en la vida, y no pudieron evitar que se abrazara, metódico, al último rescoldo de inocencia que pudo salvar del feroz incendio, y erigiera con él una de las obras más emocionantes que hoy podamos disfrutar los nietos más en guardia de esta democracia amnésica, tan llena de grietas, tan falta de sobremesa tranquila y conversación.

No pudieron con él, y aquí sigue, encendiéndonos la casa -a oscuras tantas veces- del corazón. Aquí sigue la casa fraterna de su poesía: para seguir alumbrándonos la conciencia, para decirnos que no tengamos prisa, para hacer enrojecer de vergüenza a las hienas con corbata del telediario y quizás -por pedir que no quede- para que algunos versificadores modernísimos dejen de descubrir el mediterráneo todos los días, y se enteren, antes de nada, de que lo vivo era lo junto. Lo escribió este chaval del que hablo. Se llama Luis Rosales, hoy cumple cien años, y todos los aprendices de poeta, y de ser humano, deberíamos llamarle maestro.


*: Texto incluido en el número 119 de la revista 'República de las Letras' de la Asociación Colegial de Escritores de España, 'Centenario de Luis Rosales'


viernes, 14 de mayo de 2010

Ese entrañable viejecito

Es tu vecino, o el compañero de tute de tu abuelo, o el averiado y entrañable desconocido al que cedes amablemente el asiento en el metro. Es ese señor mayor al que tu bienintencionada madre te ha enseñado a respetar, a no quitar el bastón cuando se descuida, a no sacarle la lengua, zumbón, cuando se le cae la dentadura en la sala de espera del médico. Es ese viejo conocido de tu familia, o el ancianito al que siempre has visto dar de comer a las palomas en el parque, o el amadísimo párroco de tu barrio. Lo mismo, hasta es de tu propia sangre, y se comporta como un sólido y cariñoso patriarca cuando os juntáis todos en su casa del barrio de Salamanca, y saca a bailar a su mujer -qué gracioso, el abuelo-, y os da generosas propinas para que salgáis solventes con vuestras amiguitas los sábados por la tarde. Es el venerable caballero, ya retirado de la judicatura; es el educado señor que siempre dice buenas tardes y pregunta por la familia; es el viejo cumplidor que compra el pan y lleva al nieto al colegio, cómo vamos, don Fulano, pues tirando, hija, tirando. Es tan amable, tan cortés, tan inofensivo bajo sus cataratas y sus ciáticas y sus próstatas, es tan vulnerable el hombre que hasta te entran ganas de darle tú el caramelo y revolverle el pelo, así, como si fuera un crío. Es tan recto dentro de su curvatura, tan tierno en su decadencia, tan transparentemente noble en su domingo de canas, bastón gastado y ABC, que no queda menos que atribuirle un pasado heroico, austero, de ciudadano honorable que jamás ha molestado a una hormiga. Es tan así, tan humano, tan de aquí, tan de nuestro, que quién le negaría una ayuda para cruzar la calle, una reverencia cuando te lo cruzas, una mirada amiga, íntima, solidaria, cuando se hace la picha un lío con las bolsas, o blasfema en voz baja en el bar con su cigarrito, o te mira perplejo cuando estás con tus amigos en la barra haciendo el gamberro, hay que ver, los jóvenes de ahora, cómo sois. Es tan clásico, tan fiel a la norma, tan coherente con el paisaje, que te cabreas cuando alguien le falta al respeto, o le bajan la pensión, o le dicen quítese de en medio, vejestorio. Es tan cándido que hasta da lástima, a veces, tan dócil que produce pudor, tan elemental que inspira justicia.

Lo has visto durante toda tu vida, en muchos sitios, en muchos rostros, en muchos bares, en muchas boinas de fiestas de guardar y de coñac. Es un anciano de España como dios manda, un viejo español de esta España mía, esta España nuestra de toda la vida. Es él, lo conoces perfectamente: ese viejecito entrañable. Tú y yo no sabemos que, a lo mejor, mandó fusilar o fusiló él mismo a unas cuantas decenas de seres humanos contra la tapia de un cementerio. Tú y yo no sabemos, porque no lo pone en su DNI, que, a lo mejor, depredó durante décadas a cientos de infantes bajo la impunidad de la sotana. Tú y yo no sabemos, no podemos saber que, a lo mejor, quién sabe, es un criminal, porque jamás nadie le pidió cuentas, ni le juzgaron, ni por supuesto a nadie se le pasó nunca tal idea por la cabeza. Está tan convencido de ser buena gente, de haber cumplido con su deber, de ser sólo un pobreviejitopordiós, que por eso a ti y a mí nos parece tan recto, tan honesto, tan profundamente honorable.

Ese entrañable viejecito del que hablo es quizá, y seguirá siendo hasta que muera en la cama, rodeado de su prole, una inequívoca y soberana bestia. Pero como tú y yo no lo sabemos, no podemos saberlo -ay, el pobre viejito-, le cedemos el asiento en el metro, le tratamos con piedad y misericordia, y le llamamos (por respeto) de usted.