sábado, 16 de enero de 2010

Vergüenza de lo posible

Hay días en los que uno se siente un absoluto miserable: el único mecanismo, sospecho, para no sentir vergüenza. Propia y ajena. La propia tiene que ver con permitirte estar triste mientras el mundo, en alguna parte, y literalmente, se derrumba. Con permitirte siquiera un resquicio de amargura al contemplar un día blanco en la ventana, o un fantasma en el plato a la hora de comer, o una foto que creías perdida y que te abrasa de repente en la cara como metralla. Ah, qué chocante, mira, precisamente a eso me refiero: a permitirse uno utilizar en una metáfora infame, cursi incluso, la palabra ‘metralla’. Y yo qué coño sé lo que será tener la cara real y crudamente llena de metralla. Qué coño sé.

La otra, la vergüenza ajena, tiene que ver con cosas más o menos defendibles, unas más comprensibles que otras. Por ejemplo, que la peña diga que estamos en el Siglo Veintiuno, así, con muchas mayúsculas. Y que además se lo crean. O que diariamente se muevan y se hable de miles de millones de dólares, o de euros, o de doblones del tío Gilito, sin que ninguno sepamos y muy pocos se pregunten Cómo Cojones Es Posible que todo parezca un inmenso y asqueroso Monopoly a escala planetaria sobre el cual la escandalosa mayoría no tengamos nada que decir. O que ciertos reverendísimos cabrones que juegan con el tablero mundial igual que mis colegas y yo jugábamos al Risk te digan, mirándote a los ojos en la tele, no sé si con más estupidez que cinismo o con menos ignorancia que impudor, que se está haciendo “todo lo posible”. Todo lo posible, dicen. Repetiré las tres palabras, por si se ha leído a la ligera: todo-lo-posible.

Ah, pero lo mismo tienen razón. Sólo que no lo dicen en el mismo sentido en que yo lo entiendo. Hacen todo lo posible, sí, porque en este mundo de telerealidad, de plasma de hiperdefinición para no perder un solo brillo de sangre y mierda, de imbéciles por doquier, de analfabetos arriba y analfabetos abajo, esto es, aun a día de hoy, “todo lo posible” que se puede hacer. Dicen que estamos en el siglo XXI, pero es mentira: sólo sacamos medio palmo al mono y cuatro pasos a la caverna. Llamadme iluso, fliperas, idealista -ese insulto posmoderno- o ignorante; preguntadme cómo carajo me pregunto estas cosas trabajando como trabajo cada día bien cerca de la escoria con corbata. Pero es que, sinceramente, no entiendo nada. Y sé cada vez más de cada vez menos. Sé, por ejemplo, que si aprieto ese botón es posible que se encienda la luz; donde no se ve un pijo, tachán, se puede ver todo clarinete. Sé, por ejemplo, que los griegos inventaron la democracia hace tres mil años para poder sentarnos y conversar en la plaza pública sin degollarnos al grito de “es que en mi casa jugamos así”: y es posible, ha sido posible, muchas veces. Sé, así, a botepronto, que si aprieto esa tecla hablaré con gente a dos mil kilómetros, que si quiero una ducha viene a mí el agua, que si quiero fuego hay cerillas. También sé que nieva y vive gente en la calle, que el pan vale dinero, que a cada minuto muere un crío, que el dinero vale dinero, que yo cojo aviones, que el dinero vale mucho dinero, que Dick Cheney y Donald Rumsfeld y Simio Bush Junior jamás pisarán una cárcel, y que a Lorca lo asesinaron, a Víctor Jara le cortaron las manos, mi bisabuelo pisó varias cárceles por hablar mucho y Cesitar Vallejo respondió en París, cuando un gendarme le levantó del banco en que dormía para preguntarle de dónde es usted, escoria: “De Santiago de Chuco, señor”.

Como veis, no es mucho lo que sé, y me faltan datos y talento para explicar exactamente lo que quiero decir. En fin. Que estamos en el Siglo Veintiuno, y dentro de este anuncio de Axe en el que todos follamos tanto y todas las tías están tan buenas hay veces, fíjate, que la Naturaleza -esta mayúscula no es sarcasmo- dice a tomar por culo la bicicleta, y con un soplo subterráneo te hunde los cimientos de todo un país. Es lo normal, son las reglas (consultar al
capitán Reverte), por mucho que no lo asumamos y estemos convencidísimos de ser Dorian Gray. Es lo normal, sucede. Lo que no es tan normal ya, lo que ya no es lógico siquiera, lo que no puedo creer que sea posible, es que, tres días después del terremoto más salvaje que se recuerda en siglos en Haití, toda esa gente aún ande preguntándose Cuándo vamos a ir a ayudarles. Ya hay enterradas más de 40.000 personas: más o menos el mismo número de vecinos que tiene mi pueblo natal: como si ya nadie de mi pueblo existiera (échale huevos e imagínatelo). Las estimaciones apuntan a que los muertos totales puede llegar a ser 200.000: la ciudad de Sabadell o la de Elche, enteras.

Han pasado más o menos 72 horas desde que el Caos, viejo conocido en uno de los países más desafortunados del mundo, azotado por el hambre y la desesperación y la violencia -que ésa es otra-, batió sus alas otra puta vez en el mismo sitio. Allí aún andan preguntándose Dónde estamos (nosotros: yo, tú, él) mientras buscan entre los escombros a los fantasmas que queden vivos. Yo, desde mi sofá y mi lámpara, desde mi ordenador y mi sueño en el mismo planeta, y a la vez en otra galaxia muy distinta, me pregunto en qué siglo estoy; garabateo correcciones, miro el reloj -debería dormir ya-, y me pregunto otra vez, antes de apagar la calefacción, Cómo Cojones es Posible. También termino de escribir esto: el único mecanismo, sospecho, para no sentir tanta vergüenza.

Quise haber sido mucho más escueto, ahorrarme esta sarta de despropósitos y remitirme, simplemente, a las estremecedoras y perfectas crónicas de
don Pablo Ordaz desde el lugar de autos: cuenta mucho mejor lo que yo quisiera contar, y desde el sitio donde hay que contarlo.

Me temo que hay días en los que sí es necesario pedir disculpas por vivir.

viernes, 1 de enero de 2010

(pero

-->
no olvido. Porque no soy un asesino: no olvido. Porque siempre, siempre habrá una vela encendida. Con calma, con la pena justa, con gratitud; porque todo lo que tú sabes: yo
no olvido