viernes, 13 de febrero de 2009

A sus cuarenta y veinte

Es el mejor, pero él no lo sabe, no se lo cree, no puede creérselo. Es el mejor, pero cómo va él a darse cuenta si sólo es un crío de catorce años con granos en el espejo y tinta azul entre las manos y mil aves de paso en la cabeza soñando con escribir la canción más hermosa del mundo. Es el mejor, pero cada vez que tiene la tentación de pensarlo en voz alta –estoy seguro- se parte de risa en el espejo, se ausculta lento las cicatrices, compone una mueca zumbona que acaba siendo amarga y se dice a quién vas a engañar, hijo mío, a quién, con esas alas de cartón, con ese inventario de ceniza, con esa antología de sábanas frías y alcobas vacías. Es el mejor, pero como todos los mejores jamás va a darse cuenta, no tiene tiempo, para qué: hay que apurar hasta la última gota del delirio y besar con una voluta de humo a las golondrinas muertas de la almohada. Hay que aferrarse al mástil de la guitarra y correr y huir y salir despavorido del acecho del lunes gris por la mañana, del hombre del traje gris de la estación, de todos los amaneceres de nube negra en busca de un aroma, un abrazo, un pedazo de pan. Es el mejor, pero él se hubiera conformado con las caderas de la rubia de la cuarta fila, con sacarle la lengua a los curas del colegio, con hacer la comunión por lo civil o escribir versos proscritos de provincia en el mismo cuaderno que su padre, señor comisario.

Joaquín Sabina es una fábula; Joaquín Sabina es una moraleja. Él no lo sabe, o no puede saberlo, o no quiere saberlo, pero Joaquín Ramón Martínez Sabina es ese cuento cómplice que se cuentan todos los días los adolescentes en el recreo, ese silencio que nadie grita en la clase de latín, esa letanía que va contando la lluvia tras los cristales mientras esos dos se miran muy despacio al principio, cuando todos los cuentos son el cuento de nunca empezar, o al final, cuando todos los finales son el mismo repetido. Joaquín Sabina es la metáfora en carne y hueso, en cueros vivos, de todo lo que pudo ser y puede ser al otro lado del telón de acero, de todo lo que pudo ser y jamás será porque estamos ya doblando las últimas esquinas de la noche, con el aguardiente de la despedida, con una carta rota en los bolsillos y la ciudad ardiendo allá a la espalda. Sabina es una fe: Sabina es una patria. Joaquín Sabina es una fiesta imprevisible y un codazo de bruces y emoción: sonreír sin más remedio porque tenemos memoria, tenemos amigos, tenemos los trenes, la risa, los bares, tenemos el morbo, los celos, la sangre y este alma en oferta que nunca vendimos. Es esa copa, es esta vela, es ese balcón. Joaquín Sabina es la pomada con alcohol, el chiste irreverente en mitad del velatorio, la tos burlona en la homilía y el abrazo en mitad del vendaval. Es una ética, es una estética, es un gamberro. Es una ley que no tiene normas, un estado de desánimo al revés, un Peter Pan que no quiere morir, un Dorian Gray que no quiere crecer, ese mito que ya no se creen los viejos y la metáfora brutal de todo lo que empuja la jaula hasta romperla y hacerla añicos y romper a volar.

Nadie jamás antes había confesado de manera más hermosa que te amo y sin embargo un rato cada día quiero escapar. A nadie oí antes decir que una casa sin ti es una emboscada. Nadie se había asomado tanto a los huecos que quedan entre los puntos suspensivos. Nadie había coronado tanta derrota para acabar siendo un ganador. No tenía salida el callejón del cuartel, pero nadie como él supo saltar la tapia, correr monte a través con los perros del destino mordiéndole la sombra y acabar braceando eufórico hasta la isla sin nombre ni nación donde esperan el azar, el vértigo, la leyenda. Quizás exagero, porque uno de los recuerdos más viejos que conservo es un salón a media luz y una voz preguntándose quién me ha robado el mes de abril. Cómo pudo sucederme a mí. Quizás exagero porque hace ya siglos que tengo una emoción para cada canción y viceversa. Quizás exagero, porque Joaquín Sabina es ya un símbolo oscuro lleno de luz que ha ido uno asimilando como la lección de las estaciones, el abecedario de un idioma íntimo o la costumbre de quedarse embobado en la ventana encima de los apuntes, que sí, mamá, que me cunde un huevo el estudio. Porque es un viejísimo conocido aunque él no lo sepa, como ese pariente díscolo al que no llegamos a conocer pero que los mayores siempre recuerdan como a un héroe, con envidia secreta: ése que se fue un día a por tabaco y no volvió. Y cómo será eso para él, si somos millones los que sentimos lo mismo –él no se lo creerá, no se lo cree-. A Joaquín Sabina habríamos tenido que inventarlo, si no existiera, entre un pirata del Caribe, un Humphrey Bogart con el don de la risa y aquel amigo del instituto que hacía novillos por la muchacha de arrabal. Si no existiera –qué disparate!-, habríamos tenido que reunir todos los pedazos de audacia, amargura, melancolía, ironía y duende que fuésemos capaces, e inventar nosotros mismos a Joaquín Sabina para que nos convenciese de que hay que olvidar el reloj, escupir en los contratos, naufragar en todas las barras y besar y caer y dejarse matar y despertar al día siguiente con la sonrisa desesperada de los que saben que ya nos devolverán –algún día- el mes de abril.

Me van a dar las tres. Y las cuatro, y las cinco. Y yo sólo quería recordar que hoy –o sea: el día antes de esta madrugada- descumple cuarenta y veinte inviernos el capitán Sabina. O cumple veinticuarenta. Yo sólo quería mandarle un beso ciego por mejilla, un abrazo muy viejo. Yo sólo quería decirle Gracias, de rodillas, desde este frío del diablo. Y pedirle, por favor, que no se muera nunca.



domingo, 8 de febrero de 2009

Inexorablemente

“El mundo descansa en el explotado o avanza sobre cadáveres. Puedes elegir entre la esclavitud y la muerte. O ni siquiera eso. Eligen por ti. El hombre sólo ha sabido erigir escaleras de peldaños humanos. Todo se hace a costa de alguien. Enseñar Historia o grandes monumentos es enseñar crímenes. Vivimos sobre el terreno pantanoso de los explotados, pisamos las arenas movedizas de inmensas extensiones de sufrientes. Landas de sangre iluminan nuestro paisaje” …, le contaba Francisco Umbral a su hijo, desde no sé qué penumbra, desde dios sabe qué terror de lucidez. También el amor, sabes? También el amor descansa demasiadas veces en la esclavitud. También el amor avanza inexorablemente sobre cadáveres



Déjame, mientras tanto; déjame sentarme aquí, a pensar tan sólo en Vos


(Aute escribe; Gieco canta)

lunes, 2 de febrero de 2009

Conversación

-Y bien?


-Y bien qué.


-Tú sabrás. Tú eres el que me mira con cara de notario. Tú sabrás.


-Ah. Claro. Sutil deserción, la tuya. Como si tú no tuvieras nada que ver en esto.


-Disculpa? Quizás he de recordarte que yo sólo pasaba por aquí. Como Aute. No sé qué pudiera yo pintar aquí.


-Eres pavorosamente infame. Asombrosamente cándido. Te felicito, enhorabuena. Si no te conociera como te conozco hasta diría que crees a pies juntillas en lo que dices. Enhorabuena. Inocente y prevaricador. Enhorabuena, chaval: te felicito.


-Me parece que te confundes en fondo, insolente. Mírate tú.


-Eso sí que es gracioso. Estoy a punto de partirme de risa. Llama a un médico, pordiós, que me va a dar algo.


-Pero vamos a ver: se puede saber qué te acontece, alma de cántaro.


-Tú. Tú eres lo que me acontece, elegante estafador. Embustero vil. Tú me aconteces.


-Qué disparate. Anda, cálmate, cálmate. Conversemos. Cálmate. Y deja de mirarme como la mirilla de un fusil. Cálmate. Sabes de sobra lo que pasa, y yo no tengo nada que ver. Yo te dije, yo te advertí, recuerdas? Porque soy tu amigo, o no te acuerdas, ingrato? Te lo dije yo.


-Eres sinuoso, eres astuto. Eres siniestro. Lo mismico que una serpiente. Pero a mí no me la das. Eres… Sabes? Te das un aire a esos mafiosos de Scorsese que te sonríen y te pasan la mano por el hombro antes de pegarte un tiro. Cosas del negocio, Luigi, fratello mio, etcétera.


-Me estás ofendiendo, niñato. Cierra la boca, sosiégate. Que no te planto ahora mismo porque soy piadoso, porque sé que no estás en tus cabales.


-Albricias. Al menos en algo coincidimos.


-Bien. Al menos. Escúchame. Me escuchas?


-Deseoso me hallo.


-Bien. Veo que avanzamos. Escúchame. Tú sabes que el tiempo pasa, no?


-Es la primera noticia que tengo.


-Haré como que no he oído eso. Vale. El tiempo pasa: estamos de acuerdo. Y tú sabes que el tiempo no sólo pasa, sino que el tiempo sucede. El tiempo actúa, vamos, pa que me entiendas. Me entiendes?


-…


-Qué maleducao serás siempre, desde luego. Quiero decir que el tiempo actúa, que el pasado actúa, que el presente actúa. Hasta el futuro actúa, fíjate lo que te digo.


-Conmovedor. Elevadísimo, míster. Podría vueced descender a explicarme a dónde quiere llegar con tan altas reflexiones?


-Pues quiero llegar, mi díscolo discípulo, a eso mismo, a que el tiempo actúa. El tiempo da volteretas, como un crío. Y dibuja el pasado y luego salta a los juguetes del futuro y luego vuelve al poco rato y garabatea otra vez en el dibujo y ahí lo tienes: algo que era pero que sigue siendo de otra manera y volverá a ser de otra, todo a la vez.


-Se ofusca usté, excelencia. Y me mosquea.


-Me ofusco, sí, quizás. ¿Te mosqueo?


-Me mosqueas. Me tocas la flor. Me parece que bajo toda esa primorosa alfombra de vacuidades estás escondiendo tu responsabilidad: me mosquea. Me toca la flor.


-Mi responsabilidad? Pero si es que yo no tengo responsabilidad alguna en nada. A ver qué te has creído.


-Fascinante. O sea, mi querido prestidigitador de feria: que aquí el único que hace o deja de hacer es el tiempo, y a ti que te registren.


-Eso mismo.


-Creo que voy a golpearte.


-Pero qué dices, insensato, qué dices! No me has entendido. Somos insignificantes, o es que no te has dado cuenta aún? No llegamos a casi nada. No controlamos nada, casi nada está en nuestras manos. Fíjate en la calle. Lee la prensa, pordiós. Tú crees que toda esa gente tiene algo que decir sobre lo que le pasa o le deja de pasar? Tú crees que la gente sabe lo que hace? Tú crees que la gente sabe lo que quiere, soberbio?


-Tú me llevaste. Tú me has traído. El tiempo no: tú. Tú, fariseo, mercenario, delincuente. Tú. Y tu cobarde manera de defenderte no mejora las cosas. Creo que voy a golpearte, repito.


-Estás enfermo. Eres un salvaje. Cálmate. Yo no tengo nada que ver en esto. A mí me llevó el viento igual que a ti, igual. Qué otra cosa pude haber hecho yo? Somos menesterosos, somos pequeños, amigo mío, asúmelo, asúm... Qué carajo haces? Suéltame!


-No, hombre, si no soy yo: es el Tiempo el que te agarra, oh menesteroso, oh pobre hombre!


-Suéltame, suéltame te he dicho, joder!


-Díselo al Tiempo, tu colega, a ver si quiere él evitarlo, miserable!


-Suéltame suéltame que me sss…






(Y el espejo hizo crack )