sábado, 26 de enero de 2008

Saber (o no)

Todos buscamos la verdad, pero quién quiere saberla. Cuando eras niño, probablemente, existía en tu casa una habitación, la habitación, cerrada a cal y canto, a la que jamás te dejaban entrar. Pero qué hay ahí, abuela? "Nada". Y sin embargo tu instinto, la velocidad asustadiza a la que echaban la llave, como quien cierra tras de sí una puerta acechada por los lobos, te decía que no podía ser nada aquello que con tanto celo te ocultaban los adultos. Un día, por supuesto, y sin saber nadie cómo, conseguiste colarte dentro, porque la curiosidad infantil es siempre más lista que cualquier cerradura. Si la abuela hubiese dejado la puerta abierta con toda naturalidad, probablemente no hubieras encontrado nada, salvo una vieja máquina de coser, algunos libros viejos, polvo de hace siglos. Pero sabiendo que lo que la habitación ocultaba era nada, según ellos, es seguro que nada más entrar te hubiese atacado un mastín de ojos inyectados en sangre, o que el fantasma de una muchacha bellísima te hubiera arrebatado la inocencia en la oscuridad.


Esa misma habitación prohibida, peligrosa por lo desconocido pero por lo mismo irresistiblemente atractiva, se va repitiendo en la vida como una catástrofe cuyo precio es la lucidez. Hay quien prefiere no saber, o quien intuye pero hace como que no, o quien directamente pasa por la vida sin saber de dónde le viene el aire: son los necios, pero son felices; o son inteligentes porque saben ser felices. Yo qué sé. Claro que nadie puede esconder la cabeza bajo tierra para siempre en esta perra vida. La habitación de más arriba es ahora la consulta de un médico. La mujer tiene el corazón en la garganta. Aparece el cirujano, y ese instante es eterno, como al entreabrir la puerta de niña, furtivamente, porque tiene un 50% de posibilidades de que el médico le diga que le van a dejar lista para irse el mes que viene a Praga, o a Marina D’or, pero también otro 50% de que le queden dos semanas. El cirujano se planta delante de ella y, con el gesto grave de tu abuela, parece a punto de responder nada cuando ella le pregunta con los ojos. Pero entonces, aun así, ella dirá, preguntará con toda el alma, aunque aterrada: está bien, todo está bien, verdá? Al mismo tiempo, en otro punto de la ciudad, un hombre va a hacer a su mujer la pregunta que le viene abrasando el estómago desde hace meses. Preferiría no saberlo, pero lo sabe. No tiene pruebas consistentes, pero lo sabe. Porque esta tarde, por tercera vez, ella ha respondido nada cuando él le ha preguntado qué ha hecho después del trabajo, que llega tan tarde. Nada, por ahí, ha dicho; con las compañeras de la oficina. La voz era firme, pero sus gestos, su mirada huidiza, eran un temor y una advertencia: No abras esa puerta. Pero él no ha podido aguantar más. Has estado con él, a que sí? Lleváis viéndoos semanas. Ella se ha quedado quieta, absorta, sin saber qué decir. Y sin embargo él le está suplicando con los ojos, al mismo tiempo que le acusa, que le diga que no; que se indigne, que lo niegue todo, que sean imaginaciones suyas aunque no lo sean. Que no sea verdad, aunque lo sea.

Exactamente igual que cuando, de niño pero no tan niño ya, intuías que algo no cuadraba con la visita anual de los Reyes Magos. Has visto en la cabalgata, la noche antes, que el rey Baltasar se parecía un huevo a uno de tu pueblo con la cara pintarrajeada de negro. Has visto en la televisión que El Corte Inglés invita a todo cristo a ir allí a hacer las compras de Navidad, y le has preguntado ingenuamente a tu madre por qué carajo va a querer comprar nadie nada, si ya lo traen los de Oriente. Gratis además. Y tu madre te ha dicho aaanda, hijo, qué bobo eres, eso es que pasan por allí Sus Majestades, para surtirse, por si les falta algo. (La extraña forma de responder de tu madre no parece tan sincera como la pintada que hizo uno el otro día, en el patio del colegio: lo relles son lo padres.) Todo apunta a lo inevitable. Se masca la tragedia. Pero llega la noche de Reyes y el misterio y la emoción y la inercia de tus siete años (y el bendito mecanismo que todos tenemos para intentar creernos todos los cuentos que nos contaron de niños) te hacen imaginar a tres sombras clandestinas entrando de madrugada por la ventana de la habitación prohibida. Esa noche podrías quedarte en la cama, encogido, con los ojos abiertos, presintiendo como siempre el milagro, pero en vez de eso te levantas a tientas, sin hacer ruido, y tanteas agazapado el pasillo a oscuras ante esa puerta que los adultos tratan por todos los medios que no abras antes de tiempo. Estás ante esa puerta. Y ahora tienes una encrucijada. Puedes quedarte quieto, e imaginar que los ruidos al otro lado los producen esos tres espectros bíblicos al depositar en el suelo tu caballo de cartón. Intuir pero no saber. No saber y ser feliz. Pero también puedes… También puedes respirar hondo, mirar a tu alrededor, chsst, despacio, que no te oigan; y girar el pomo, abrir la puerta, dar un paso. Y otro. Caer, al entrar en la habitación, en un abismo oscurísimo. Mirar a los ojos del lobo bajo la cama. Contemplar la carcoma destruyendo las paredes, y con ellas tu inocencia.

Dime tú qué opción es la mejor, porque yo, a estas alturas, aún no tengo ni puñetera idea.