jueves, 20 de septiembre de 2007

Septiembre

Esta ciudad –ahora caigo- tiene las mismas pulsiones del mar, de una mujer caprichosa: hay días grises en que se levanta encrespada, con mil cuchillos en la acera que afilan quienes no te miran, quienes cuelgan anuncios de alquileres imposibles de pagar; otros días son luminosos, a toda vela en el azul, olor a sal en la Gran Vía, pero aun así también puede intuirse, a veces, el temporal que desatará tu jefe, o esa llamada que esperas a tientas, al atracar la noche, y que sabes no llegará. Esta ciudad también se tiende, a veces, a media tarde; se siente abordo la acera en calma, y entonces la reverberación del sol en los adoquines revela la conversación en un café de dos jóvenes que acaban de conocerse casualmente: ella tropezó con él, la falda a barlovento, y él le propuso una tregua, mujer, a dónde vas con tanta prisa. Quizá no vuelvan a verse, porque esta ciudad también tiene la misma mitología romántica del mar, y también su mismo desengaño por quienes la conocen a fondo: si te descuidas, si no estás pendiente de la luz, del viento, de la posición, un temporal traidor te arrastrará a la soledad como a los pies de un acantilado lleno de rocas. Lo saben bien los piratas bereberes que te venden un disco de Sabina en la Puerta del Sol por un doblón; los colegiales que empiezan el curso con la emoción a punto y el contador a cero. También esa mujer madura que acaba de dejar a su amante tras un verano de ron y fuego, sabiendo que Septiembre borra al llegar todos los mapas. Y esa pareja de adolescentes tardíos que se han vuelto a encontrar en la facultad, después de tanto, avistándose como dos barcos fantasmas en la lejanía. Ella ha dicho adiós por última vez, y él se ha puesto a escribir en la biblioteca, por consolarse, pasando mucho de los exámenes y de las sirenas varadas del otoño. Hay quien reza por una buena pesca en la Bolsa; quien comienza nueva vida en un ático con vistas a Buenaesperanza; quien ha vuelto a los bares con patente de corso para cualquier nuevo desengaño. En la plaza de Ópera, los jubilados miran con los mismos ojos de los marineros de Cabo de Palos.