miércoles, 21 de febrero de 2007

Oiga, doctor

Hay algo en este tío que me obsesiona. Hasta el punto, ya ves, de que tras haberme tragado sin anestesia y sin levantar el culo del sofá tres capítulos consecutivos de su dichosa serie, todavía me quedan huevos para llegar a la cama a las tres de la mañana y seguir pensando en él. Ya habrá alguien haciendo la broma fácil, jáuri-jáuri, con lo de la cama y el pensamiento. Pues tampoco te creas. Que si no fuéramos ambos unos integristas heterosexuales –para los quehaceres propios, se entiende-, y se me pusiera a tiro, a buen seguro que el Doctor House y un servidor hacíamos mejores migas que con otras supuestamente duchas en eso de jugar a los médicos. Ya se sabe: entre fulanos el diagnóstico suele ser más sencillo. Además que mi santa madre suele decir que es un tipo muy atractivo, el sanamuertos. Y lo que mi madre dice sobre según qué cosas, no sabemos por qué, al final va a misa.

No, no es que me ponga a mí cachondo, el señor Gregory House, a pesar de su implacable mirada azul, de su aparentemente descuidada barba como del que no quiere la cosa –la sombra de una mala noche, pensarán ellas-, de su honestidá salvaje sin dios ni amo o de su adicción al sarcasmo, agudo hasta la exasperación, que parece el hombre un híbrido siniestro del Joker y Oscar Wilde. Que ésa es otra. Siempre el más listo, siempre el más lúcido, siempre el que ve más allá; un tipo que, a pesar de sus formas cuartelarias para con los pacientes, casi siempre les saca de la papeleta. Uno, por poner un ejemplo, se pilla una cogorza histórica en el año 2000 (o alrededores) con el güisqui más infame que existe; a los diez años te diagnostican un algo terminal que se te va la olla en el hígado, y el fulano, nada más verte, te suelta: “Fue Watt 69, ¿verdá? Y fue en el parque nuevo, antes de que edificasen: lo sé por la marca minúscula que aún conservas en la mano, briboncillo; te caíste sobre alguna piedra al ir a mear. Y fue idea del Lolo y del Jimeno, ¿a que sí? La próxima vez elige mejor a tus amistades, borracho de mierda! Te informo de que te quedan cuatro días". (¿!) La verdá: aunque se cisque en tus muertos, que levante la mano quien no quisiera estar en sus manos, en tal tesitura.

Y sin embargo no es eso lo que me fascina, o no sólo eso. A ver si me explico. La serie en sí tampoco es que sea el paradigma de lo original, entre otras cosas porque las tramas de cada capítulo suelen ser simétricas: a algún desgraciao le pasa algo, le llevan al hospital, todo apunta a que tiene politifaxis múltiple en el glúteo izquierdo, pero llega el doctor House y dice tontos sois, eh; os daba asín y asín: esto va a ser una osteocoñotinitis aguda procedente del pelo citerior del escroto derecho: abridle en canal cagando leches. Y tú, putita, cúbrete el escote que soy cojito, pero de una pierna sólo. Luego la tesis inicial se cae, se inventa otra, se vuelve a caer, mientras tanto las tramas personales se van desarrollando, aunque en este punto echo de menos algo más de carnaza (ésas son las verdaderas dos Españas: la que vemos esta serie y la que prefiere el prostíbulo sanitario de Anatomía de Grey), y al final el desagraciao de marras se salva o no –generalmente más lo primero que lo segundo- gracias a la proverbial sagacidad de House/Holmes (todos los demás, ya hemos dicho, son un atajo de inútiles de la E.S.O), quien, a pesar de su genialidad médica y de su lucidez salvaje –o quizás por eso mismo-, sigue estando igual de amargado; paradójicamente, el único paciente para el que no tiene salvación posible.

Me voy a dejar de análisis catódicos, que para eso ya está Boyero, y me voy a ceñir al tema: algo tiene ese hijo de puta. No sé qué es, pero algo tiene ese cojo cabrón que me despierta una rara fascinación; una profunda y retorcidísima empatía. Y no me refiero a lo elemental, al pilar sobre el que se sustenta el personaje: el hecho de que es un fulano secreta o abiertamente corroído por su frustración física, lo que le lleva a blindar tras ese escudo de cinismo y grosería –ese carácter de mierda- una estima por los suelos, un sentir a flor de piel. Se emplea a fondo en fingir una gélida indiferencia ante sufrimiento ajeno, pero es todo lo contrario: es quizás el que mejor sabe lo que se viene jugando, como hombre que es y que ha sufrido, que diría Vallejo. No, no me refiero a eso. También podría añadir que no recuerdo haberme topado nunca antes en una serie de televisión con un personaje de una hondura similar, y que todas las comparaciones que se me ocurren así, a bote pronto, son literarias, y me llevan a pensar en, pongamos, el Rodney Falk de Javier Cercas (la inmensa La velocidad de la luz), o incluso en Don Francisco de Quevedo, genio universal y casi también personaje de novela en sí mismo, puñetero y cojitranco –curiosa coincidencia-, misógino notorio y genio imperdonable, que escondía tras su malísima leche una ternura inmensa por todos, por todo (Pessoa); una derrota en carne viva por no poder o no saber acortar distancias con las enaguas que atormentaban su sueño.

Bueno, vale, puede ser todo esto, pero hay algo más. Hay algo que tiene que ver con sus silencios; con su manera de mirar cansado, desde lejísimos. Con esa manera de darle vueltas al bastón, como si jugase a la ruleta rusa con un revólver hasta arriba de balas. Con ese respeto letal a sus propias leyes éticas, cuya única máxima es que si de algo somos dueños es de nuestra propia muerte. Con esa forma suya de decir sin decir que el hombre sufre, y muere. Y en el tránsito de lo uno a lo otro sólo nos queda hacerlo con dignidad; mirar al espejo con sorna o enmudecer. Como mucho murmurar, con una sonrisa: estoy desesperado.

No sé. Quizás sea, sencillamente, que el tal Hugh Laurie es un grandísimo actor. Y sin embargo algo tiene ese hijo de puta, el maldito doctor House. No sé por qué, pero me imagino siendo amigo suyo, de cruzarme con él en la vida, de ser alguien real. Me imagino sentado a su lado en cualquier sitio, mirando ambos al horizonte o hacia ninguna parte. Sin decir ninguno ni pío. Conversando ambos, durante horas, en silencio.

domingo, 4 de febrero de 2007

Domingo

"...Tú quizás mientras busques en horarios perdidos
la letra de una canción que yo te he escrito..."
(I. S.)

Ah, pero tú tampoco sabrás qué hacer en las tardes como ésta. Tardes viejas muertas de domingo en que no haya quien te espere, ni quien te escriba mentira alguna en el vaho de los cristales. Tú también mirarás la tarde que hierve entre la furia y el fracaso, acodada en el balcón, fumando ansiosa a la espera de una noticia que no va a llegar. Si estás en el pueblo, mirarás las luminarias amarillas de los faroles como al contraluz de un vaso que aún conserva el carmín vencido de aquel beso a escondidas, el que quizás diste a algún muchacho casual que ya habías olvidado. Si estás en la ciudad, te enfadarás de nuevo con las sombras de tus pasillos, te preguntarás qué hacen las putas los domingos por la tarde sin clientes ni tabaco, maldecirás o compadecerás a las parejas que abarrotan los cines en busca de una historia que no les recuerde a la suya. Tú tampoco sabrás qué hacer en esta tarde en la que quedan tan lejos los crepúsculos sangrientos de la sierra, los pactos delincuentes por las calles del casco viejo, cuando cada banco era una posada, cada esquina una tregua, cada despedida una promesa de noche azul y manos frías en las mejillas. Ya se escribieron todas las cartas del invierno que merecieron ser escritas a la luz de un candil y leídas a la orilla de la chimenea. Ya se vivieron todas las noches antes del lunes de instituto pensando en ti, en qué estarías haciendo en esas tardes tan parecidas a ésta; si mirarías como yo por la ventana oscura o deambularías por tu calle buscando un encuentro casual o gemirías de celo y perplejidad en el coche furtivo de alguien mucho mayor que tú y que yo. Quizás la mujer que fuma ahora en el balcón recuerde con misericordia a aquella adolescente que creía tener en su mano todos los billetes del mundo a todas partes. Por eso entre otras cosas quizás no sepas qué hacer en esta tarde de domingo en que escuchas cercano el rugir del tráfico en la calle, o el ladrido de un perro nómada, allí a lo lejos junto al río. Ya te aburren los versos que leíste emocionada hace años. Ya te saben a estafa las películas viejas de infancia de sobremesa, las canciones con las que bailabas a solas cuando volvías de madrugada, sorteando sombras sobre los adoquines mojados. Ya te parecen más tristes los parques donde descubren el sexo los niños urgentes y los bares cerrados de ayer noche, hervidero vergonzante de derrotas. No. Tú tampoco sabrás qué hacer con esta tarde violenta de domingo en que tal vez te acuchilles a ciegas con tu conciencia, escribas implacable tu desidia entre los apuntes de la facultad o tires al vacío todos los libros que ya no te entienden. Tú tampoco sabrás qué hacer. Tú tampoco entenderás la luz añil brevísima en los patios. Tú tampoco cogerás el teléfono. Tú tampoco sabrás desnudar el balcón de nuevo. Tú tampoco mirarás el teléfono.