Hay una España
que no es un Estado, sino un estado de ánimo. Hay un lugar que se llama así, de
manera íntima, y que no es un lugar físico siquiera, ni una abstracción
patriótica y folclórica (refugio de canallas), ni una historia de hambre y sed
y cuchillos, sino la memoria tenaz de un sueño que hubiéramos ido compartiendo,
algunos, en “las últimas habitaciones de la sangre” (Lorca), y que no puede llegar a explicarse con el idioma del
diccionario, sino con el de las intuiciones más antiguas. Como una madrugada de
verano en que vivimos algo irrepetible ante el balcón abierto, y que al día
siguiente es apenas una bruma dulce en los ojos y en la piel de la resaca: un
estigma interior sin forma ni dueño, palpitante de luz, que habla. [Sigue leyendo]
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