viernes, 30 de marzo de 2007

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(…) Ni ella ni yo nos merecemos esto, pensaba. Y sobre todo –pensaba-, el amor no se merece esto. Al amor hay que respetarlo, el amor es sagrado. Sobre todo, cuando llega el momento de la separación. Mientras dura, el amor es sagrado, y hay que vivirlo como se vive una oración: con autenticidad, con las manos untadas de intimidad y gratitud. Y cuando acaba –pensaba-, cuando el amor se acaba, el amante tiene que conseguir que la separación sea lo sagrado puro. Es en ese momento, en el instante de la separación, cuando el amante tiene que clavar las zapatillas en el centro del ruedo, citar al natural sin perder la verticalidad, arriesgarse a morir, convertir ese riesgo en una sinfonía de tristeza y de valentía, empujar el estoque hasta tocar la sangre, ver caer el amor, fulminado, y luego echar a caminar, inmensamente solo, con la horrible y perfecta soledad de la resurrección, y quizá con dos lágrimas –pensaba- escociendo en la cara.

(…)

Sí: cuando alcanza esa estima, suave y descomunal, el que ama ya no puede consentir que el amor deje de ser inconcebible, el universo de la perfección (nada hay tan imperfecto, tan horroroso, como un amor amedrentado e imperfecto): prefiere tomar por otra calle, alejarse, sufrir para siquiera merecer una herida y llevarse la cicatriz todo el tiempo que le dure la vida, y guardarla entre sus asuntos mejores, como guarda un torero sus cicatrices. El amor es como el toreo: para merecer hacer el paseíllo entre el sol de otra tarde, el torero sabe que ahora, esta tarde, tiene que comportarse solarmente, tiene que actuar con arte y con sabiduría, pero ante todo con coraje. Si hoy el amante no tiene coraje (por ejemplo, el coraje de renunciar al amor antes de que el amor renuncie a él), sabe muy bien que no merecerá un nuevo contrato, que muy difícilmente merecerá jamás lidiar de nuevo, amar de nuevo. Es así. La ciudad, cualquier ciudad, cualquier lugar del mundo, está llena de seres que alguna vez tuvieron la oportunidad de ser cabeza de cartel, pero por falta de coraje y de sabiduría, atolondrados, renunciaron a mantenerse en el lugar más alto de su estima y de su valentía, y ahora rebotan contra las esquinas de nada, como penas de goma, engrosando el ejército de los infelices, ¡y sin ser siquiera infelices! El mundo está lleno de ellos. Tú mira la ciudad, mírala bien: verás, brillando, unos escasos seres luminosos: son los enamorados; que habita en ellos el amor se adivina en que su imagen es instantáneamente eterna. Verás también algunos seres sombríos, que llevan otra clase de sol sobre su cara: el sol de la renuncia, ese sol que nos deja en la cara el respeto por el amor, la obediencia a sus leyes terribles, la más terrible de las cuales es la de saber elegir entre renunciar al amor o condescender a pudrirlo: son infelices, pero les anima (¡y se les nota!) algo de heroicidad (¿no viste que los héroes nos parecen algo infelices?). Finalmente, verás, asomada hacia la ciudad (en Madrid, por ejemplo, pero ocurre lo mismo en cualquier lugar de la tierra), una multitud de infelices que ya ni saben que lo son. Millones de hombres y mujeres que aceptan (e incluso se aconsejan entre sí) ser funcionarios de la vida. Suelen amar el triunfo, pero a distancia, porque el triunfo quema –y porque, además, al amar mal renunciaron al triunfo verdadero para siempre. Suelen, en fin, amar las cosas: automóviles, cargos de “responsabilidad”, abundancia de papeles sancionados por los notarios. Son los subordinados. Quiero decir: se han subordinado a sí mismos: posiblemente alguna vez le vieron los pitones al toro. ¡Pudieron, por lo menos, hacer lo que hacía un torero famoso: cuando un toro le daba miedo huía despavorido! ¡Siquiera ese terror era valiente! Y era también una manera de fidelidad: mostrando a los tendidos su terror demostraba la amenaza opulenta del toro y lo sagrado de la fiesta. Pero estos malos lidiadores, éstos que llamo los subordinados, hicieron trampa: se quitaron de en medio al toro mediante un bajonazo, lo que se llama degollarlo. Y ahora lo pagan: no saben ni siquiera que fueron víctimas del miedo, creen que alguna vez torearon como es obligatorio y se extrañan de no permanecer en el cartel. Dicho de otra manera: ante el amor hay que tener el coraje de intentar permanecer cuanto tiempo se pueda a la altura de su grandeza, o el horror de saber que es un prodigio que alguna vez, inexorablemente, nos exige el coraje de renunciara él. ¿Pero pegarle un bajonazo, degollar al amor? Eso sí es el fracaso. Y hay una sola cosa que el amante no debe consentirse: fracasar”.

(Félix Grande, Del amor y la separación)


1 comentario:

Anónimo dijo...

Seguramente cada una de estas líneas me tira a las narices las mayores verdades que jamás he leído. Supongo que será eso que dices de que compartir en otros la mierda propia no es consuelo de tontos, sino de humanos.

Por ello gracias, hermano. Por tu bendito tiempo libre y tu puto blog que parece que no visita nadie salvo yo.

Nano
PD: A ver si me dejas las obras completas o 'Sobre el amor y la separación', que soy capaz de comprármelos y luego vas a ser tú quién se lo explique a Lorrein cuando vea el mismo libro por dos.