Las gafas adolescentes de finales
de los 90, metidas en su carcasa ajada, con las que soñé ser alguna vez Lucas
Corso. Las fotos de una fiesta sorpresa de cumpleaños, casi recién
llegado a Madrid, diciembre de 2001, perpetrada por cuatro franceses, una
chilena y un norteamericano que apenas me conocían; que me hicieron sentir como
un crío de 8 años, no de 18. Las fotos de los años del instituto y de los años
de la universidad, absurdamente vividas antes de ayer, y su reguero de muertos.
Una agenda súbita del año 2005, que alguien me regalaría otro cumpleaños, por
la que puedo ahora rastrear las huellas (escritas en clave) de un invierno en
que resucité, en que vendí de nuevo el alma a cambio de un rincón, de una vela,
de una cama que no helase con vistas a aquel frío; una agenda en la que fui
consignando las señales de episodios que olvidé, que ya apenas adivino (1 de
febrero: ‘Tarde y luz de ocaso en la
facultad: Recuérdalo’). Cartas de un solo folio, escritas a mano por una
post-adolescente, que yo “no me merecía”,
pero que me acabó escribiendo, al cabo. Dibujos de esa aprendiz de mujer, y
de alguna otra. Las notas finales de 1º de Bachillerato, junio de 2000, Letras
puras (del 5 al 10, lo que usted quiera). Más fotos; fotos de aprendices y
maestras, “retratos de novias que nos olvidaron”; fotos que un día sepultaste
/ y que ahora vuelven, / te escupen con su pánico al salir, / emergen intactas
de su escándalo. Postales de felicitación de cumpleaños, postales de felicitación
de navidad, postales de pésame, postales del extranjero. Fichas de clase de la
facultad que no entregué nunca, con una foto que era en realidad de 1º de
Bachillero, o 2º. Invitaciones flamantes al fallo de un premio de poesía que
nunca me dieron, diciembre de 2008 (todo, todo parece haberme sucedido en
diciembre). Fotos de otro que sí me dieron; mis padres, mi hermano, mi maestro,
mi mejor amigo, diciembre de 2009. Una bolsa con monedas totalmente desvaídas, borrados
y pulidos los grabados como piedras de río, que podrían ser lo mismo de la
guerra civil que de la Isla del Tesoro. La harmónica Star que saqueé de algún
cajón de la casa de la abuela, o que alguien me regaló de niño, y que quisiera
saber tocar. Un paquete de LM vacío, recuerdo quizás de una noche memorable con
alguien que fumó siempre de esa marca, y ya no fuma más en este mundo. Las acreditaciones
de prensa de cuando fui corresponsal en Norteña, con caras de niño asustado, de
niño que quiere dejar de ser niño, de niño cansado que sabe aún le queda mucho
para dejar de ser niño. Un pasaporte olvidado de alguien que no soy yo, que ya
no viajó más conmigo. Las fotos que me echaste al llegar aquel verano a nuestra
casa blanca del barrio morisco, hasta guapo esta vez. Un frasco vacío del
perfume (de traición) que compré para ti en la ciudad del Aleph, que yo me
llevé del cajón vacío de la casa blanca, y que ahora huele a culpa, a
remordimiento, a urgencia
por algo que te pide
explicaciones,
por algo que te purga
dulcemente
el daño que tú hiciste
o que te hicieron.
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