sábado, 8 de febrero de 2014

La inevitable, la puntual, la puñetera esperanza

Qué tenaz es la vida, qué olvidadiza para lo que conviene a su transcurso. Qué inocente, siempre, finalmente: como un niño que se cae y se vuelve a levantar, se cae y se vuelve a levantar… Da igual lo que te haya ocurrido, las veces que te hayas quedado huérfano, indefenso, olvidado, como recién atracado y solo en alguna esquina de la intemperie del mundo, o de dentro de ti mismo (a las afueras de Dios en cualquier caso): te acabarás levantando, a la postre; reanudarás el paso. Acabarás tentándote los bolsillos en busca de alguna señal, algún trocito de papel, alguna dirección que te recuerde el camino de vuelta a casa.

No he pensado todo esto, esta tarde de lluvia en el balcón, de luz mojada de febrero, por ningún acontecimiento primordial –aunque lo haya tenido, ciertamente, hace tan poco: me quedé huérfano de abuelo por tercera vez–. Simplemente me he sentado aquí, frente al balcón y la acuarela gris del sábado, a ver llover en silencio sobre los tejados, los cipreses, los pájaros que van y vienen de sus asuntos: sin tristeza, y con una calma como de resaca suave (sin metafísica, que decía el otro). Pero al poco me he sorprendido pensando en el futuro próximo; la primavera, la semana santa, yo qué sé. El suave fulgor de la vida cuando ya se pueda escribir de noche con el balcón abierto, por ejemplo, y un hilo azul de euforia inminente, nocturna, por las fiestas y las copas a la intemperie que hayan de venir. He pensado, como siempre que puedo intuir, aun remotamente, esas fechas, he pensado en la semana santa de mi pueblo [santa es un simpático eufemismo en este caso], y he caído en la cuenta de la cantidad de años que hace que ya no es esa fiesta como alguna vez fue, como siempre la sueño sin embargo en la distancia y el deshielo con una expectativa nueva pero idéntica cada vez. Porque el vislumbre, la esperanza, digamos, de lo que voy a vivir en esas fechas es siempre similar, año tras año: pero cada año se encarga fielmente de ir demoliendo más esa idealización, de revocarla. Como una especie de futuro repetido que no llega a cumplirse nunca, pero que la conciencia se empeña en proyectar puntualmente, año tras año, olvidándose del desmentido del año anterior: como ese niño, cayéndose y volviéndose a levantar, irreductible; como la piedra demoníaca y puñetera de Sísifo.

Así vivimos. En esta tarde lenta de candela, anocheciendo, contemplando la ventana como una película que no fuera conmigo –pero yendo absolutamente, en realidad–, yo no presto atención a la limosna plural de la lluvia, como de monedas de estaño, sino que me proyecto hacia una más que improbable posibilidad de dentro de un par de meses, confiando sin darme cuenta en que todo será mejor (pero mejor ¿que qué?): mañana, mañana, siempre mañana… cuando ni siquiera tengo hoy, concretamente, nada de lo que huir. El trampantojo de la esperanza; la puñetera, ineludible esperanza…: ¿Y por qué no tener esperanza –pienso ahora– sobre ahora mismo, sobre las posibilidades de este mismo instante? “Te llaman porvenir porque no vienes nunca”, escribió Ángel González, creo recordar; y es cierto. John Lennon observó también que la vida es aquello que sucede mientras hacemos planes. Y así, mientras tanto, se nos va yendo la vida, se nos van yendo de la vida ésos a los que debimos llamar mientras estaban aquí, mientras eran ahora, mientras podíamos todavía compartir con ellos la alegría de una tarde de luz mojada por la saliva de los milenios, tomar un tren, un autobús a tiempo, correr hacia su casa, llevarles un libro, tocarles la cara, darles un abrazo innumerable de Tiempo, de reunión, de vida junta, de presente incontestable y para siempre. 

Ahora entiendo que es un remordimiento lo que llueve esta tarde: el de no salir a buscar la vida, quizás, como tantas veces, con la pobre excusa de que llueve; mientras lloverá en París su aguacero de setenta y seis años de longitud, mientras llueven también sobre el febrero ya solito de Tomelloso, atracado en una esquina del mundo y sin comprender, los setenta y seis años de sol y lluvia de la vida portentosa de mi capitán. Mientras llueve, lloverá también, sobre el panteón de mi memoria, allá en Cieza.

Hay que vivir, amigo, amiga. Hay que derramarse en la vida con lo que haya, con lo que sea, con lo que tengas más cerca en el ahora, porque no hay otro lugar en realidad: el pasado sólo se construye, el futuro apenas se recuerda, y ambas cosas ya sucedieron y sucederán en este preciso instante en que una voz muy vieja sigue susurrando que
todo fue, todo será,
todo hubo siendo
todavía.  

Susurrando que “hoy es siempre todavía”. Que el remordimiento es no vivir; que el homenaje es seguir viviendo. Que la esperanza puede esperar: la vida no.



1 comentario:

Fiores Florentino dijo...

Y así estamos, derramándonos con la vida para tener menos remordimiento, dejando esperar la esperanza. Vivir con los que quieren, mientras se puede, a ver si lo gramos vencer la melancolía de las tardes de lluvia.

Siempre es un placer leerte :)